Dom 26.07.2009
radar

Restos inmortales

› Por Rodrigo Fresan

Para ser inmortal, primero hay que morirse. Es decir: no resulta conveniente –y sí muy arriesgado– sobrevivir a la propia leyenda. Lo supo la alucinada Norma Desmond cuando –al final de Sunset Boulevard– sólo le queda alucinar que los flashes de las cámaras de la crónica roja de su presente son las luces de los reflectores de estudios y estrenos del ayer. Lo sabe Paul McCartney cada vez que saca un nuevo álbum y lo sabe todavía mejor cada vez que se reedita cualquier vestigio de The Beatles.

Si lo que se desea es eternizarse, no está mal dejar un cuerpo joven y fácil de mutar a carne de poster, a posteridad. Un cadáver bien parecido o, al menos, un cadáver muy pero muy raro como el de Michael Jackson.

UNO

Así, la permanencia como polvo y ectoplasma de astros –más o menos avistados, más o menos verdaderos– sobre el escenario de íconos como Jesucristo y James Dean y Eva Perón y Marilyn Monroe y JFK y el Che Guevara y Kurt Cobain y Lady Di está estrechamente relacionada con su temprana y trágica salida del film de sus vidas. O la sobredosis accidental, el suicido subliminal, la death by misadventure de Judy Garland, Elvis Presley, Heath Ledger y Michael Jackson.

Así, enter ghost, y ahí están, brillando más fuerte que nunca y se sabe que la luz de las estrellas muertas demora años luz en apagarse. Las seguimos viendo brillar en el Más Allá pero desde aquí abajo, aunque ya no estén ahí arriba. Y es que los muertos guapos no envejecen y, por siempre frescos, se las arreglan para poseer a sucesivas generaciones de jóvenes que necesitan creer en algo, en lo que sea, en cualquier cosa que los distraiga del hecho de tener que creer en sí mismos.

DOS

Y supongo que la gente que lloraba por las calles del planeta el final del Rey del Pop es la misma que en su momento derramó lágrimas por la veloz Princesa de Gales. Y, por supuesto, no descarto mucho de dolor verdadero y de noble sentimiento. Pero, también, cabe preguntarse si no llorarán más por ellos mismos y por el sitio que ocupaba el muerto en sus vidas que por otra cosa. Los muertos son, de pronto, recipientes rotos. Los íconos vivos son frascos multiuso en los que podemos meter todo lo que se nos ocurra y una canción o una película o un libro ajeno pueden convertirse en algo nuestro porque los transplantamos como órgano vital a nuestra propia biografía. De esta manera, los más grandes íconos son aquellos que más y mejor abducen o que son mejor y más abducidos. Pensar en aquel otro tsunami de pena global que fue el magnicidio de John Lennon, asesinado, ni más ni menos, que por uno de sus fans, por uno de los nuestros.

Y un detalle acaso más perturbador y un tanto inconfesable: cada vez que se eclipsa una celebridad para enseguida resplandecer con más fuerza que nunca, es posible que lamentemos también, de manera casi inconfesable, el hecho de que nunca seremos íconos y que jamás seremos conocidos por millones de desconocidos.

TRES

Andy Warhol –quien elevó la teoría y la práctica de la fama a una de las bellas artes– alguna vez predijo que en el futuro todos seríamos famosos por quince minutos. La mecánica que ponía en funcionamiento a su propia Neverland conocida como The Factory –el futuro es ahora el presente– ha sido la que alentó a formatos como los videoclips y los reality shows y tal vez habría que introducir un pequeño matiz en la Ley de Warhol: además de ser famoso por apenas quince minutos también se demora apena quince minutos en ser famoso. La fama ya no es lo que era, su moneda se ha devaluado y mantenerse en lo alto (pregúntenselo a Madonna) es un trabajo hercúleo. Lo define muy bien Neal Gabler en su libro Life: The Movie (How Entertainment Conquered Reality) de 1998. La cultura y las pulsiones del mundo del espectáculo han contaminado todos los órdenes de la vida (la religión, la política, la alta cultura), habitamos un planeta en el que “la fantasía es más real que la realidad” y en el que “alguna vez nos sentamos en las butacas de los cines para soñar con las estrellas y ahora vivimos dentro de una película soñando con ser estrellas”. De ahí que las verdaderas estrellas tengan una doble tarea: mantenerse en lo alto y soportar el embate de cada vez más estrellas enanas o que apenas reflejan luz ajena (pensar en el apuesto profesional y amateur editor John John Kennedy, cuya muerte más bien tonta e irresponsable se vio “beneficiada” por la maldita leyenda de su apellido).

Hay que reinventarse para no desvanecerse y son muy pocas las excepciones (J. D. Salinger o Greta Garbo) que hacen de su desaparición una forma de presencia. Michael Jackson –cuyos funerales lo han ascendido de Rey del Pop a Faraón del Pop– cantaba “Déjenme solo”, pero lo que en realidad quería era vivir rodeado de niños en una suerte de fiesta de cumpleaños perpetua.

CUATRO

Pero a no quejarse: peor lo tienen los escritores. Es verdad que, en su momento, los funerales de Charles Dickens o Victor Hugo convocaron multitudes. Pero son rarezas y, me temo, deben quedar muy pocas habitaciones de adolescentes con afiches o fotos de Julio Cortázar o de Jean-Paul Sartre et Simone de Beauvoir en sus paredes. Son determinados libros –y no los escritores– quienes adquieren potencia totémica y a nadie le preocuparon demasiado los resultados de las autopsias de Virginia Wolf o Ernest Hemingway o Sylvia Plath o David Foster Wallace. El diagnóstico y el veredicto forense ya estaba claramente narrado en sus obras y ahí siguen estando y que pase el que sigue. Aunque, claro, habría que ver qué sucedería –me apresuro a decir que se trata de una hipótesis y no una expresión de deseo– si algo muy feo le ocurriera a J. K. Rowling.

El escritor inglés J. G. Ballard –quien estudió las perversiones de la popularidad en novelas como Crash o La exhibición de atrocidades– alertó hace tiempo sobre la decadencia de la gloria: “Solíamos admirar a gente como John Fitzgerald Kennedy y ahora nos preocupamos por gente como Elizabeth Hurley... ¿Elizabeth Hurley? Ha tenido lugar una banalización de los íconos. Ni Madonna ni Michael Jackson poseen esa mirada capaz de derribar muros. Lo icónico ya no tiene que ver con los logros sino con la promesa de logros. En ese sentido, los íconos artísticos cada vez se parecen más a políticos. Nos piden que creamos en ellos, que los votemos y luego, inevitablemente, nos defraudan. Sólo nos sentimos satisfechos plenamente cuando se convierten en mártires”. “¿J. K. Rowling?”, diría Ballard.

CINCO

“Tú que estuviste cerca... ¿cómo era el ataúd de Michael Jackson?”, le preguntó desde afuera un periodista de la CNN a Larry King, quien estuvo dentro del funeral, transmitido con el muerto en vivo y en directo. “Era caro”, respondió Larry King.

“El medio es el mensaje”, apuntó alguna vez Marshall McLuhan. Ahora, el ícono es el mensaje de –en el decir de Ronald Barthes– “una máquina que nos ordena y nos muestra aquello que debemos desear”.

Y no hay terreno más fértil para la siembra y cosecha de íconos que las grandes depresiones económicas. La de los años ‘30 del siglo XX fue el fértil abono para los esplendores del Hollywood clásico (hoy, pienso, tan sólo George Clooney puede estar a la altura de un Cary Grant o un Clark Gable en simpatía perfecta y glamour desenfadado; Heath Ledger es, aún, un proyecto de efigie), mientras que la crisis de aquí y ahora ha roto records de ventas de televisores. Ya en los principios del asunto, Irving Thalberg –productor genial, muerto joven, inspiración directa para El último magnate de Francis Scott Fitzgerald– lo supo antes que nadie. Thalberg dijo que la edad mental promedio del espectador se correspondía con la inteligencia de un chico de doce años y que, por lo tanto, había que hacer películas que respetaran y comprendieran y fueran comprendidas por esa inocente criatura masticando palomitas en la luminosa oscuridad.

De ahí, supongo, la segura y blindada permanencia de un ícono de voz fina que canta y baila y quiere a los niños.

No, no se llama Michael. Se llama Mickey. Y es un ratón. Y no se va a morir nunca.

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