MEMORIAS > RAY BRADBURY VIAJA AL PASADO
A los 88 años, Ray Bradbury es el escritor vivo más importante de la literatura fantástica (y no de ciencia ficción, según sus propias palabras) y probablemente el último de esa estirpe de escritores optimistas norteamericanos. Por eso, la edición de una selección de sus mejores crónicas terrestres que dan forma a una suerte de memoria disgregada pero muy personal, es un deleite para cualquier tipo de lector. Estos son apenas un puñado de fragmentos escogidos de entre decenas de temas que desgrana y anécdotas que recupera.
Sobre lo pasado, lo presente o lo por venir. Allí está todo dicho. El último verso del hipnótico poema de William Butler Yeats, “Navegando hacia Bizancio”. Describe la historia completa de la ciencia ficción, en unas pocas e increíbles palabras. Pues la historia y la ciencia ficción son inseparables. ¿Tonterías? No, la verdad de la humanidad.
Pues lo único en lo que los seres humanos han pensado alguna vez es en el futuro.
Ocultarse en cuevas, descubrir el fuego, construir ciudades –todos esos fueron esfuerzos de ciencia ficción–. Podemos ver la representación de futuros posibles garabateados en las paredes de las cuevas del sur de Francia, donde los primeros cuentos de ciencia ficción ilustraban cómo encontrar, matar y comerse a las bestias salvajes.
Los problemas a los que se enfrentaron los hombres primitivos debían ser resueltos. Ellos soñaron con respuestas a las atroces preguntas; ésa es la esencia de la ficción que deviene ciencia. Una vez que un sueño vivido se había vuelto realidad dentro de sus cabezas, ellos eran capaces de llevarlo a la acción. De modo que las criaturas de los viejos tiempos planearon para mañana y mañana y mañana. Lo que es verdad sobre ellos es verdad sobre nosotros. Nos preguntamos sobre mañana a la mañana, sobre mañana a la tarde, y sobre pasado mañana, para poder planear nuestras actividades escolares, bodas y carreras. Todo lo que hacemos, primero debemos imaginarlo.
Yo miraba a mi alrededor, mi pequeño pueblo, Waukegan, en Illinois, y sentía una horrible carencia de algo.
Empecé a imaginar esas ciudades imposibles y a dibujar partes de ellas.
En octubre de 1929, en los diarios de Estados Unidos apareció, al comienzo de la Gran Depresión, Buck Rogers en el siglo XXV.
La conmoción que me provocó esa historieta por sí sola me metió de una sacudida en una nueva vida.
En esa historieta vi a Buck Rogers que sale tambaleándose de una cueva, en la que había dormido quinientos años en estado de hibernación, y ve a Wilma Deering que atraviesa el cielo como un relámpago, disparando una pistola-cohete. Al alzar la vista, Buck Rogers descubre que está en una nueva era.
Esa historieta, por sí sola, me transportó al futuro. Empecé a coleccionar las aventuras de Buck Rogers y nunca regresé de ese largo viaje hacia el mañana.
Luego fue la explosión de la Exposición Mundial de Chicago, en 1933. Yo caminaba atónito, atravesando ese mundo de fantásticos colores y formas, allí donde la ciudad del futuro estaba construida de verdad. Mis padres tenían que llevarme al tren a la rastra para mandarme de nuevo a Waukegan.
Luego descubrí la verdad más increíble: la gente que había construido la exposición la iba a tirar abajo dos años después.
¡Idiotas!, pensé. Cómo se puede ser tan estúpido de construir un futuro y luego, neciamente, destruir toda esa belleza.
A toda prisa, manoteé mi tabla de dibujo de níquel y empecé a delinear planos arquitectónicos de ciudades posibles y de edificios colosales y extravagantes de algún futuro renacimiento.
Simultáneamente, escribí continuaciones para las novelas de Edgar Rice Burroughs y pronto aprendí la verdad de las palabras del almirante Burd cuando partió al Polo Norte:
–Mi guía es Julio Verne.
Julio Verne, con Edgar Rice Burroughs y Buck Rogers, me guiaron en mi increíble viaje hacia dentro de mí mismo.
Este conglomerado se fusionó cuando me encontré con Mr. Eléctrico.
Mr. Eléctrico era un mago de feria que actuó un fin de semana del Día del Trabajo. En su silla eléctrica, era electrocutado todas las noches, y luego extendía su espalda de fuego azul dándoles golpecitos con ella a los niños de la primera fila. Me apoyó la espalda en la frente, me llenó de fluido eléctrico, y gritó:
–¡Vive para siempre!
Pensé: ¡Guau, es genial! ¿Cómo lo hace?
Fui a verlo al día siguiente, para averiguar cómo vivir para siempre.
Nos sentamos en la playa y conversamos, y de pronto me dijo que me había conocido hacía mucho tiempo, que yo ya había vivido previamente. Dijo que yo había sido su mejor amigo en la Primera Guerra Mundial y que me habían herido y había muerto en los bosques de las Ardenas, luego de salir de París, en octubre de 1918. Y aquí estaba yo, de regreso en el mundo, con un nuevo rostro, un nuevo hombre, pero el brillo del alma que asomaba por mis ojos era el de su amigo muerto.
–¡Bienvenido de regreso al mundo!– dijo Mr. Eléctrico.
Por qué me dijo esto, no lo sé.
Tal vez vio algo del extraño futuro en mi rostro. Algo que yo mismo no podía ver.
En el camino de regreso de la feria a casa, me paré ante la calesita para ver cómo giraban los caballos y oír “Beautiful Ohio” que sonaba en el organito, mientras me rodaban las lágrimas por la cara.
Yo sabía que ese día había sucedido algo importante.
A las semanas, empecé a escribir cuentos en los que combinaba a Burroughs, Verne y L. Frank Baum y su maravilloso Oz.
Luego de ese último día con Mr. Eléctrico, he estado escribiendo todos y cada uno de los días del resto de mi vida.
Vuelo a París todos los años, si puedo el día de la Bastilla, para subir a la torre Eiffel y mirar la ciudad explotando de fuegos artificiales.
Si tuviera que darles a ustedes un consejo sobre qué hacer como turistas el primer día o la primera semana en la ciudad, les diría que se den un paseo solos, sin ninguna otra persona, a través de París, deteniéndose cada media hora en un café al aire libre para tomar un café o una cerveza o un aperitivo, y que lleven bajo el brazo un ejemplar de Suave es la noche de F. Scott Fitzgerald. Todos los años, cuando vuelvo a ir, no llevo un ejemplar del libro de Fitzgerald: siempre me compro uno nuevo y escribo en él: “París 1998”, “1999” o “2000”. Tengo cantidad de ejemplares de Suave es la noche en mi biblioteca en casa, que me recuerdan mis excursiones por la gran ciudad. Me resulta la novela perfecta para leer en la atmósfera de ese magnífico ambiente.
Si se paran frente a Nôtre Dame y miran a su izquierda, verán una calle que no es más que un callejón y que se extiende cerca de un kilómetro. Si se meten en ese callejón y lo caminan de punta a punta, encontrarán por lo menos seiscientos restaurantes. En cada cuadra hay allí treinta restaurantes de un lado y treinta del otro. Y al recorrerlo es así todo el camino, hasta el boulevard Saint-Michel y más allá.
Pregunta: Usted y Marte. ¿Cómo fue que sucedió?
Respuesta: Imagine, digamos, un niño de unos nueve años sentado al lado de la puerta abierta de par en par, una noche de verano de 1930. Hojeando su colección de historietas de Buck Rogers –con Buck y Wilma en el Planeta Rojo– el niño recoge y lee otro capítulo más de Los dioses de Marte de Edgar Rice Burroughs. Tal vez no en el suelo, pero por ahí cerca, están desparramadas unas fotos de ese misterioso mundo, hechas por el Observatorio Lowell. Dejando atrás estos tesoros, el niño sale y da unos pasos a través del césped del frente de la casa, para levantar la mirada y hundirla en el cielo nocturno de Illinois, y encontrar ese fuego rojo especial que arde en la oscuridad. Tras un largo momento, el niño alza lentamente los brazos y luego apunta las manos hacia ese punto de luz carmesí. Ahora cierra los ojos, y sus labios se mueven silenciosamente, y finalmente, habla:
–Marte– susurra–, oh, Marte, llévame a casa.
Y su alma se desliza fuera de su cuerpo y navega rauda y silenciosamente hacia Marte.
Y ya no regresa nunca.
¿Quién era ese extraño e imprescindible niño sobre aquel césped de aquella noche de verano de aquel vacío año de 1930?
Ustedes, con las preguntas. Yo, con las respuestas; por supuesto. Ray Bradbury, nacido el 22 de agosto de 1920, en Waukegan, Illinois, destinado a viajar a Marte y a no regresar jamás, a partir de aquel año.
Lo que creo yo es que la existencia del universo es un milagro y que hemos nacido aquí para atestiguarlo y celebrarlo. Nos preguntamos cuál es el propósito de la vida. Nuestro propósito es percibir lo fantástico. ¿Para qué tener un universo si no hay público?
Nosotros somos el público.
Estamos aquí para ver y tocar, describir y conmovernos. Nuestro trabajo, entonces, es ocuparnos de retribuir el regalo. Esto es lo que debe estar en el centro de los cuentos, novelas y películas que nosotros, los escritores de literatura fantástica, crearemos el día de mañana.
Tres imágenes.
Aquel general que saltó sobre su caballo y salió cabalgando en todas las direcciones.
La gallina inspirada que, colocada sobre una bandeja decorada con un arco iris, puso huevos a cuadros escoceses.
Diez millones de angelinos marchando al ritmo de diez millones de tambores, todos distintos.
Eso es Los Angeles.
¿Nueva York? Diez millones de Conejos Blancos gritando: llego tarde, llego tarde a una cita muy importante.
¿París? Una gran, hermosa nariz que demasiado a menudo detecta pescado.
¿Londres? Una nariz más grande, que devuelve el pescado.
Pero ahora Los Angeles. ¿Los Angeles?
El verdadero centro del mundo. Inventor de las modas más deportivas para mujeres con largas vidas y faldas cortas.
El nexo absoluto de las redes de televisión. Todos los telefilmes nacen, o nacen muertos, aquí.
La línea absoluta de la falla de San Andrés para las películas que hacen estallar el mundo.
Y luego, también está nuestro clima que nunca cambia, ese eterno verano hacia el que navega nuestro continente entero soñando con divisar tierra en Musele Beach en ese revoltijo de miembros bronceados por el sol como la ropa en una tienda en liquidación.
Nuestro eterno verano.
¡Ah, cómo nos odian por eso!
Nos han malentendido desde hace mucho, mucho tiempo.
Al describir a Los Angeles como la ciudad relajada, feliz y despreocupada.
Relajada, no. La que se hace a un lado, sí.
Para dejar que uno pase, dejar que uno se vaya, dejar que uno se convierta en algo.
Sólo simula estar en la onda. Yo detesto a la gente que está en la onda. Inmediatamente después, nos enteramos de que es una onda fría. Poco después, alquilan habitaciones en el cementerio.
Nosotros no.
Estamos en estado de metamorfosis. Si persistimos, terminamos convirtiéndonos en lo que queremos ser, sea lo que demonios sea.
Primero que nada, y lo mejor: no creemos en los vecinos. Los vecinos son un concepto que, si no se tiene cuidado, lo termina cercando a uno en una valla. En ese sentido, somos verdaderamente del oeste. El cowboy que se baja del caballo en El pony rojo de Steinbeck, enfrentado al Pacífico, sin ningún lugar adonde ir.
Sólo que sí hay uno. Simplemente giramos sobre nuestros talones, dándonos vuelta lentamente, para convertirnos en nosotros mismos. Nuestro límite continental es simplemente el territorio. No tenemos que aceptar sus acantilados con la vista perdida ni su aparente “nos quedamos sin espacio”. Sencillamente, podemos darnos un paseo a través de los Acres Subliminales. ¿Cháchara fantasiosa? Tal vez. Pero ya querríamos mantenernos aparte e ignorar, de ser posible, a esos idiotas de e-mail que tratan de subírsenos por la nariz y salir por nuestros oídos.
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