Dom 26.07.2009
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DESPEDIDAS > FRANK MCCOURT, EL AUTOR DE LAS CENIZAS DE ANGELA

Cenizas en el paraíso

› Por Sergio Kiernan

A Frank McCourt nunca lo abandonaron el acento, las cejas, las gorras de tweed, los ojos claros y brillantes. Había nacido en Brooklyn pero era un irlandés con otro pasaporte, un accidente migratorio, uno que vivió explicando que era nacido aunque no criado. Proletario, bebedor, maestro de escuela secundaria, todo le parecía bien después de tener la peor infancia: hombrear bolsas, lavar jaulas de canarios, cuidar cartas. McCourt nació en la peor miseria y murió famoso, querido, personaje nacional, best-seller internacional. Y todo por contar las cosas que le puede hacer Irlanda a sus gentes, allá y aquí y en todas partes.

La fama de McCourt se debe a Las cenizas de Angela, un libro bipolar y casi siniestro. McCourt cuenta allí que nació en 1930 en las barriadas irlandesas de Nueva York, las mismas que nos dieron a J.P. Donleavy, que tuvo seis hermanos pero tres se murieron, y que tuvo un padre bebedor y una madre abnegada. Los McCourt, Malachy y Angela, siguieron los pasos de la mayoría de los irlandeses y se fueron de la isla, buscando una vida mejor. No la encontraron en Brooklyn y se volvieron a Limerick.

Los cuatro chicos sobrevivientes hicieron algo de escuela, trompeándose con sus compañeros que los cargaban por el acento yanqui, viviendo en un ambiente frío y alimentados estrictamente a té y pan negro. Malachy se tomaba los peniques que malganaba y un día, al comenzar la guerra, desapareció con un empleo nuevo en una fábrica inglesa. Angela mendigó en las calles, el pequeño Frankie se hizo cartero y le escribía cartas a una vecina más próspera pero analfabeta.

Eventualmente, la familia fue volviendo a Nueva York y Frank fue reclutado, terminó criando perros para el ejército en Alemania, fue el peor mozo del Biltmore de Manhattan y terminó, por pena o por talento, en la universidad con un diploma de maestro de inglés. Fue el más original de sus colegas, que enseñaba poesía cantando sagas celtas y composición con tareas como “escriba una nota justificando la rabona de Eva ante Dios”.

Frank comenzó a escribir su libro en los sesenta, imitando a Joyce y enfermo de rencores y vergüenzas. Tuvo que morirse su Angela, tuvo que jubilarse y tuvo que beber demasiado con escritores “de verdad” como Jimmy Breslin y Pete Hamill, para saber cómo hacerlo. Un día empezó con una definición prístina: “No hay infancia como una infancia miserable y no hay infancia miserable como una irlandesa y en particular como una infancia miserable irlandesa y católica”.

Desde 1996, Las cenizas de Angela vendieron cuatro millones de copias en inglés y vaya a saberse cuántas más en cuanta lengua se habla en este mundo. Hasta hubo una película, dirigida por Alan Parker. Una de las razones del éxito es que hay 80 millones de descendientes de irlandeses en este mundo, un mercado absurdamente ligado a estos cuentos viejos de pobreza y sufrimiento. Otra es el tono exacto del libro, que no pudo repetir en los dos siguientes: una voz del país, con la dicción peculiar que da el gaélico y una total falta de sentimentalismo.

McCourt se murió el domingo pasado de cáncer, con 77 años y una felicidad de las cosas hechas.

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