ARTE > MONDONGO EXPANDE EL DETALLE
Hasta ahora Mondongo había continuado explorando ese mismo fenómeno artístico que creó, realizando retratos de figuras conocidas con elementos alusivos y más que pertinentes (María Elena Walsh con plastilina, el Che Guevara con balas, Eva Perón con pan). En su nueva muestra, esa gracia archimboldiana entra en una nueva dimensión: la de la obra que –como el op-art, el cine experimental y la psicodelia– busca desafiar y desestabilizar lo que se ve. Ahora, el detalle –tramas de órganos sexuales y esperma, escenas apocalípticas de cuerpos y muerte– revela la naturaleza oscura, el trasfondo monstruoso de las cosas retratadas.
› Por Mariano Llinas
La pesadilla debe haber tenido lugar hace uno o dos meses, en los primeros días del otoño, cuando aún no hacía frío. Lo primero que recuerdo es que los cuatro (éramos cuatro en el sueño, ellos tres y yo; nunca quedará claro por qué estaba yo allí) caminábamos por un pasillo oscuro, de paredes aterciopeladas y luz mortecina. La sensación era a la vez tensa y sigilosa; la sensación de quien llega tarde a una función de cine, o a un espectáculo teatral. Efectivamente, un individuo pequeño y pálido nos guiaba, apurándonos con una voz temerosa, casi inaudible. “Vamos, vamos. Los esperan. Apuren el paso.” Nos apurábamos, pero en todo momento nos sentíamos cómplices silenciosos de una gran broma, y de a ratos, para que los otros nos oyeran, dejábamos escapar unas risas nerviosas. “Vamos”, insistía el hombrecillo. “Es tarde. No les gusta que los hagan esperar.” Atravesamos puertas, pasillos iluminados apenas por señales de emergencia y de incendio, subimos y bajamos escaleras. Finalmente, al fondo de una galería oscura, adivinamos una habitación amplia y blanca; se oían, provenientes de aquel espacio inmediato, voces y gritos, como si varias personas sostuvieran simultáneamente discusiones airadas y solemnes. “Es allí”, dijo finalmente nuestro guía. “Apresúrense. Ya es hora.” Y sin demasiada diplomacia, dirigiéndose a mí, agregó: “Ellos primero. Usted, si quiere, espere unos segundos y entre después”. Obedecí. Los vi entrar en el gran salón blanco: las voces se callaron de inmediato. Sentí pánico. Avancé unos metros y entré yo también.
El lugar era amplio y marmóreo, parecido a las representaciones infantiles del Senado romano. Allí, sentados en sus bancas, como si se tratara del Congreso o de las Naciones Unidas, estaban los Maestros. La visión era compleja, como un paisaje: en las gradas centrales, amontonados en una masa rígida y engolada, estaban los renacentistas. Abajo (adormecidos, desordenados, exudando indiferencia y tedio), los franceses: los impresionistas y los románticos mayormente, aunque recuerdo también a alguno vestido a la usanza del siglo XVIII. Aquí y allá, desperdigados como pequeños náufragos, solitarios, sin agruparse, como alumnos nuevos en un curso escolar, los contemporáneos. (Recuerdo haber descubierto a Picasso, al gran Picasso, intentando pasar desapercibido, tímido, mirando nerviosamente hacia el suelo, oculto entre el Beato Angelico y algún otro religioso. Recuerdo la barba hendida de Courbet y el gorro frigio de Boticelli. Recuerdo haber buscado en vano a Van Gogh; no estaba allí.) Mis tres amigos, de pie, comparecían frente a ese tribunal. Había algo heroico en su postura, algo noble y valiente. Los Maestros, en cambio, eran intimidantes, y el conjunto transmitía una sensación de temor y de tristeza. No recuerdo cómo fue que comenzó el escándalo. Alguno de ellos tres comenzó a hablar, a recitar un discurso (del que no recuerdo una palabra) durante varios minutos. Eran palabras ordenadas y sensatas. En un momento, un sujeto muy viejo y muy flaco, que estaba vestido como un personaje de Giotto y que tal vez fuera Giotto, lo interrumpió. Me cuesta recordar qué fue lo que dijo (rara vez recuperamos del sueño más de dos o tres frases; el resto son vagos resúmenes, vagos conceptos generales), pero fue una pregunta, una pregunta tramposa y malintencionada. Atrás de él, otros Maestros se regocijaban, se codeaban y se hablaban al oído como niñas perversas. Antes de que nadie atinara a responder, otro (un sujeto pálido y rústico, acaso alguno de los Maestros flamencos) se sumó al interrogatorio. En pocos segundos, el lugar era un caos, un atronador batifondo de inventivas y acusaciones. Y ellos seguían allí, frente a los Maestros, soportando mansamente su desdén y su indignación. ¿Qué gritaban? ¿De qué los acusaban? ¿Cuál era el motivo de semejante enojo? No quedaba claro. Parecían más bien esos viejos malhumorados que, por cualquier motivo, esparcen sus gritos como una epidemia en las colas de los bancos. En eso se habían convertido los grandes hombres de la Historia del Arte: en una tribuna de viejos escandalizados. (Recuerdo haber visto con sorpresa, entre las masas vociferantes, a Duchamp. Era uno más. El también integraba esa academia, él también se tomaba la cabeza como un cura, él también estaba allí.)
Entonces alguien (seguramente Juliana) habló. “Basta”, dijo. “No me interesa este juego. No me interesa este lugar. Yo me quiero ir. Yo me voy a mi casa.” Entonces, ante el coro de Maestros atónitos, los tres dieron media vuelta y se fueron. El tribunal quedó paralizado. Alguno, sin salir de su asombro, se movía nerviosamente en su banca, pero nadie hablaba. Yo, para ese entonces, ya no existía, era un mero fantasma, un mero observador invisible. Pero recuerdo haber visto a esos hombres orgullosos invadidos de una tristeza infinita, de una sensación intolerable de escarnio y de vergüenza. Y si bien el sueño aquí comienza a desdibujarse en mi memoria, tengo la sensación de haberle dado la espalda yo también a ese pesadillesco escenario y de haberme alejado yo también de allí, dejando a mis espaldas apenas un profundo silencio, ese silencio particular y horrible que sólo florece, como una telaraña, en los lugares vacíos.
Este texto de Mariano Llinás, titulado Una pesadilla, es parte del catálogo de la muestra.
Silencio Mondongo Hasta el 7 de agosto. Galería Ruth Benzacar (Florida 1000). De lunes a viernes de 11.30 a 20
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