Dom 25.04.2010
radar

Las heridas abiertas de América Latina

Cronista impenitente, narrador fascinante, atento a los detalles más elocuentes y a la Historia que avanza de manera incesante, Jon Lee Anderson es una de las plumas más dedicadas y confiables que retratan las zonas de conflicto del mundo. Entre mediados de los ’90 y mediados de los 2000, convenció a la prestigiosa revista norteamericana The New Yorker de que lo enviara a cubrir los hechos, los lugares y las personas que estaban moldeando América latina: de Fidel Castro y García Márquez a las favelas de Río y Pinochet en Chile, los doce trabajos de El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama) ofrecen una extraordinaria radiografía contemporánea de buena parte del continente. A continuación, él mismo los presenta y explica por qué ese mapa se encuentra marcado por las heridas mal curadas de los años ’70.

› Por Martín Pérez

Al aterrizar en La Habana con su comitiva a la medianoche, Hugo Chávez estaba eufórico. Acababa de hacer las paces con el presidente colombiano Julio César Uribe tras un incidente fronterizo que había escalado hasta casi convertirse en un conflicto internacional, y decidió a último momento que su avión no regresaría triunfal de la cumbre iberoamericana realizada en Santo Domingo directamente hacia Caracas, sino que haría escala en Cuba. Según cuenta el periodista norteamericano Jon Lee Anderson, presente en ese avión ya que estaba realizando un perfil de Chávez para el semanario The New Yorker, cuando se anunció el cambio de destino, la delegación se estremeció de júbilo. “Con uniforme militar, sombrero de ala ancha, y unas gafas grandes que le daban el aspecto de una lechuza, Raúl Castro esperaba en el aeropuerto para recibir a Chávez”, escribe Anderson, que agrega que, como el protagonista de su crónica estaba de un humor espléndido, lo llamó para presentarle al hermano de Fidel.

“Me miró de arriba abajo, sonriendo con cautela, y me estrechó la mano”, es la única frase de la crónica El heredero de Fidel, publicada originalmente en junio del 2008 e incluida en el flamante volumen El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama), que se refiere al cruce directo entre Anderson y uno de los dos Castro que son parte fundamental tanto de la historia cubana como del último medio siglo de historia latinoamericana. Jon Lee siempre ha dicho que la única fuente que le faltó en su monumental biografía sobre el Che Guevara fue Fidel. “Si lo hubiese conseguido, hubiese sido como maná del cielo, porque hay muchas conversaciones claves de la vida del Che que tuvo a solas con Fidel”, explicó cuando lo entrevistó este suplemento, durante una visita porteña realizada cuatro años atrás. “Pero no habló conmigo ni con nadie sobre eso. Creo que se llevará los secretos a la tumba”, dijo Anderson entonces. Con la intención de regresar a Buenos Aires a mediados de este año para dictar un curso en la Fundación Proa, vinculado a la Fundación Nuevo Periodismo, Anderson confiesa que todavía sueña con ese encuentro. Al teléfono desde Londres, antes de embarcarse hacia Sri Lanka, asegura: “Si tuviera que confesar cuál es aún mi crónica soñada sobre América latina, sería la posibilidad de poder hacer un perfil de verdad, con acercamiento y contacto directo, tanto de Raúl como de Fidel”.

Por eso es que aquella frase, perdida en una de las tantas crónicas compiladas en el extraordinario volumen que reúne el resultado de sus viajes con destino iberoamericano durante los doce años que lleva trabajando para The New Yorker, tiene un significado tan especial. Porque, según aclara Jon Lee, actualmente no tiene ningún contacto directo con los hermanos Castro, como para que ese perfil soñado alguna vez pueda hacerse realidad. Sin embargo, aquella medianoche, en medio de una de las pistas de aterrizaje del aeropuerto de La Habana, Chávez puso a Jon Lee ante su ballena blanca latinoamericana. O una de ellas, al menos. “Sí, así se puede leer esa escena”, acepta y se ríe Anderson, que suele ser presentado como el mejor corresponsal de guerra de su generación. Pero que a la luz de El dictador... se confirma también como un gran cronista político y social de esta región del mundo, con la que siempre ha hecho todo lo posible por mantenerse en contacto. “America latina es un continente al que vuelvo siempre. Me habita y lo habito. De alguna forma del alma, considero que soy de allá”, explica. Y no puede evitar bromear al respecto: “No sé qué clase de patología será ésa”, agrega, y lanza una carcajada.

Al despedir a Tomás Eloy Martínez, contaste que un proyecto que no había llegado a concretar era el de compilar un libro con tus crónicas, que él se encargaría de seleccionar y prologar. ¿Este volumen con tus crónicas iberoamericanas es una versión posible de aquel libro?

–Supongo que lo es, esencialmente. Porque lo que Tomás quería hacer era editar mi visión compartida o contrastada con la suya, de manera fraternal, en torno al continente que nos reunía, que era América latina. Y este libro que ha salido, lamentablemente sin él, es efectivamente el compendio de mi trabajo allí desde que estoy en The New Yorker. A veces lamento las notas que he propuesto y no me han aceptado, que me hubiesen permitido acercarme un poco más al continente, pero no me puedo quejar mucho: he podido hacer cerca de dos por año. Y los artículos serían más, si no hubiera sido por los atentados del 11 de septiembre, que me tuvieron cuatro de los últimos doce años atrapado por Afganistán primero y luego por Irak...

Hay dos ejes en el libro, que son principalmente Cuba y Chávez, al que retratas dos veces. ¿Esas repeticiones tienen que ver con una obsesión personal? ¿O al haber accedido a esos escenarios te resulta más fácil volver para profundizar en ellos? ¿O tiene que ver con la clase de notas que pueden interesar en el New Yorker?

–Hay un porcentaje de todas esas cosas. Vivimos en el mundo real, así que debo confesar que siempre es más fácil interesar a mis editores en echar el ojo a Fidel que, digamos, a Uribe. Pero, además, creo que para cualquiera que escriba sobre América latina, Fidel es ineludible. Sobre todo en los vericuetos de la lucha por el poder y la herencia de las revoluciones armadas, que es donde me gusta mirar. La sombra de Fidel siempre ha estado ahí, y Chávez ha surgido como su hijo adoptivo por voluntad propia en este último tiempo. Así que la mirada repetida en torno a ambos ha sido necesaria y de rigor. Además, durante medio siglo, ahora continuándose en Chávez, Fidel se ha presentado como un baluarte o un resorte, el otro lado de un vacío que únicamente ha sido llenado por la consecuencia del poderío norteamericano en la región. Y por eso mismo es que yo recorro por los márgenes, y en lo que se me permite, de estos personajes que, o son la revolución, o son la reacción.

Algo que es posible percibir es una cierta evolución en tu escritura a través de los doce años que abarcan estas crónicas, ya que en las que cierran el libro, la segunda de Chávez y la de las favelas de Río, hay una soltura y familiaridad que no se percibe en las de Pinochet o García Márquez...

–No sabría decirte. Creo que tengo que hacer la salvedad de que esa segunda crónica de Chávez se distingue de las demás porque es el único mandatario que alguna vez he vuelto a retratar. Es el único que me he permitido volver a frecuentar, a andar en su círculo. Lo hice porque era un personaje que seguía siendo de rigor, y valía la pena volver sobre él. Pero al mismo tiempo porque me ofrecía una oportunidad distinta, la de volver sobre él una década más tarde, algo que no ha sido posible con las otras dos que mencionas, por ejemplo. Así que más bien esa segunda crónica de Chávez es la excepción del libro. Pero tal vez también haya más soltura en mi escritura. Puedo permitirme ver las cosas con más distancia, estoy más instalado en The New Yorker. Supongo que es una pieza que refleja cierta evolución. No sé si para mejor o para peor (risas)... Son doce años, al fin y al cabo.

Esos doce años transcurridos se pueden ver también en la última crónica desde Guinea que publicaste en el New Yorker, donde para explicar Africa utilizás referencias de los desaparecidos en América latina, algo que tal vez era impensado cuando comenzaste ahí...

–Es que estando en Guinea o en cualquier parte, tengo siempre como punto de referencia mis vivencias en y con América latina. Pero además, si hay algo de lo que soy mucho más consciente que antes es del grado de importancia que le doy al tema de la memoria histórica, para llamarlo de alguna manera. Ha sido una cosa paulatina pero certera en mí, conforme me he ido haciendo mayor, y hoy siento muy profundamente la necesidad de enfrentar los demonios, de sanear nuestros países sin hacer concesiones que atenúen nuestras democracias o supuestas democracias ante los crímenes de lesa humanidad. Porque esas concesiones nos envilecen de una manera profunda y fundamental, cambiando el ADN de nuestra sociedad.

También es posible leer que este libro abre una puerta a una nueva etapa de tu carrera, con esa crónica tan especial desde las favelas de Río con la que se cierra el volumen, protagonizada por unos rebeldes cuyo armamento supera al del Estado, pero que ya no buscan el poder sino tener las mejores zapatillas...

–No lo tengo muy claro todavía, pero siento que hay muchos hilos que quizás estuvieron sueltos que se van atando. Hasta cierto punto, esa crónica es el desenlace de algo que ha sido una constante en mis andanzas incluso anteriores al New Yorker, empezando por mi libro Guerrilleros. Es una exploración que tiene como centro la violencia organizada, o cómo la coacción se convierte en política. Hace años vengo constatando que con el declive de las insurgencias al final de las guerra fría en América latina, con pocas excepciones, lo que hemos tenido a cambio ha sido la criminalización de las sociedades. Tengo una teoría muy visceral al respecto, que es que la impunidad con que se han cerrado las historias violentas de los ’70 y ’80 nos ha condenado a estas insurgencias criminales endémicas, con sociedades sociópatas. En muchos aspectos, América latina es mejor que antes, pero en otros es peor. Hoy en día, hay partes que están plagadas por una violencia nefasta y que controla la vida de muchas personas. Y esto se debe a que ante el declive en la búsqueda del hombre nuevo y los sueños utópicos de crear nuevas sociedades, nos vemos frente al ajuste de los miserables con el capitalismo. Que ya no buscan hacer otra Cuba, sino que lo que quieren es vestirse en Armani Exchange...

*El dictador, los demonios y otras crónicas fue editado por Anagrama. El taller que Jon Lee Anderson realizará en Proa por el momento está planeado para el mes de junio, aunque aún no ha sido anunciado oficialmente. Para más precisiones, conectarse conwww.fnpi.org

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