LAS ESCULTURAS DE NICANOR ARáOZ
Hasta ahora, la obra de Nicanor Aráoz parecía alimentarse de las mitologías tomadas de Internet, la violencia y los dibujos animados para erigirse como un taxidermista del consumo contemporáneo. Pero su nueva muestra expone un salto radical: de la sociología a la ética, sus esculturas hablan de manera aguda y dramática del doloroso proceso del sujeto por hacerse a sí mismo, alimentarse y curar sus propias heridas. Es decir, del desafío de vivir en el mundo hoy.
› Por Claudio Iglesias
El trabajo de Nicanor Aráoz se caracterizó hasta ahora por la violencia, el vintage, la taxidermia y un humor truculento tomado de series de dibujos animados, microculturas encontradas en YouTube, noticias de Yahoo y otros espacios de lo bizarro. Pero Mocoso insolente, su primera muestra en tres años, es no sólo una transgresión de su obra previa, sino también una explosión en su modo de producir esculturas o instalaciones. Si antes su vocabulario era la interconexión de objetos ya existentes, ahora deja paso a un trabajo manual con materiales crudos (resina, yeso, poliuretano), en piezas tormentosas y carentes de humor. A diferencia de muchas de las instalaciones y esculturas previas, cargadas de dinamismo narrativo, Mocoso insolente cuenta poco: no hay casi escenas o, si las hay, éstas se parecen más a un film de Dziga Vertov que a un episodio de Tom & Jerry. Los visos de vanguardia, altanera y esquiva, se desprenden de los materiales del entretenimiento en pos de referencias de mayor abolengo. El paso del comic a la historia del arte y del humor al tormento implica, también, un desplazamiento del terreno sociológico del consumo al dominio de la ética.
La pieza en yeso volcado reúne las características de un objeto culturalmente complejo: un cuerpo fragmentado y vuelto a reunir de repente cobra una vida frenética y destructiva. Entre las teorías de Joseph Mengele, los siameses de los hermanos Chapman, los documentos de la guerra de Vietnam recabados por Harrell Fletcher y las ilustraciones que Dalí preparó para la obra de Lautréamont son identificables algunas obsesiones comunes, de las que Aráoz se hace cargo. En cierto modo, sus orígenes se encuentran en la tradición de la novela gótica: en las primeras páginas de El castillo de Otranto se narra cómo un cuerpo humano es deshecho por un enorme escudo que cae del techo. En Frankenstein, se nos muestra que un cuerpo armado de partes sueltas puede ser reanimado y pensarse a sí mismo como sujeto. Horace Walpole y Mary Shelley se adelantaron así a una problemática clave: el cuerpo propio, el cuerpo fracturado, el cuerpo reunido, son algunas de las metáforas con las que las que la filosofía del siglo pasado trató de asir el pasaje hacia la conciencia y la violencia que supone el nacimiento del sujeto. La pieza de Aráoz nos da una imagen del cuerpo marcada por el martirio, la fragmentación y el éxtasis, y contiene los atributos del Acéfalo, la criatura mitológica ideada por Georges Bataille, Pierre Klossowski y sus camaradas de ruta a mediados de los años treinta. El primer número de la revista Acéphale (1936) trae como ilustración de tapa al personaje que en los siguientes números de la efímera publicación protagonizaría orgías, masacres y revoluciones: una figura humana sin cabeza, con un cuchillo en la mano izquierda y las vísceras expuestas.
Cortar, eviscerar, coser: los verbos del taxidermista de repente recaen sobre el cuerpo humano formado a imagen y semejanza del propio. La cadena no parece tomar vida propia, sino ser guiada por la energía de la figura que rompe la base en un gesto de autoconciencia. Podría decir, como el Acéfalo: “Yo mismo soy la guerra”.
El interés en el surrealismo y en las figuras de lo monstruoso involucra no sólo un giro de los comics a la historia del arte, sino también un interés por pensar el rol de la violencia en la estructuración del sujeto. Retrospectivamente, la aparición recurrente de materiales como machimbre, empapelados, medias y latas de cacao en las obras de Aráoz pueden señalar las relaciones familiares como escenario del trauma. Desde Cepillarse bien los dientes (2006) hasta Mocoso insolente, los títulos de sus muestras nos dicen algo sobre los conflictos en el seno de la familia. El espacio doméstico, subvertido por un poltergeist o por una rebelión de pequeños animalitos (como los ratones victoriosos que arrastran a un gato muerto), se muestra como un terreno de prohibiciones sociales y compensaciones imaginarias. En los minutos iniciales de Creepshow (1982), vemos a un padre retando severamente a su hijo por leer historietas de terror (un material narrativo que hasta bien entrados los ‘60 no sólo estaba mal visto, sino que incluso llegó a ser prohibido, y durante el auge del macartismo se organizaron quemas de historietas en distintos lugares de Estados Unidos). El niño se acuesta, la historieta queda en la basura, y entonces comienza la fantasía, cuando una bruja se acerca a visitarlo en su cama. De ahí en más la película repone un puñado de historias en las que los padres son regularmente masacrados. El punto es qué ocurre cuando los mecanismos de compensación fallan o se encuentran bloqueados. Cuando se agota la posibilidad de una restitución imaginaria del deseo cercenado. ¿Qué ocurriría con una pérdida tan grande que fuera imposible todo intento de compensación?
Aráoz encuentra un caso para reactualizar esta problemática en la historia de la elefanta Mary, ahorcada frente a 2500 personas en septiembre de 1916 en un pueblo de Tennessee. Tras aplastarle la cabeza a uno de los cuidadores del circo en el que soportaba una continua sobreexplotación, Mary fue ahorcada a pedido del público con una grúa de ferrocarril. El primer intento de ejecución fracasó al romperse las cadenas que debían elevarla y cerrarle el cuello; testigos aseguraron escuchar nítidamente el estruendo de sus huesos al romperse tras caer varios metros. El segundo intento acabó finalmente con su vida, pero sólo tras largos minutos de agonía en los cuales la elefanta se balanceaba desesperadamente sobre su eje.
Contactada por un niño médium, Mary vuelve a la vida en la forma de un vómito de ectoplasma, en una escultura de resina y pigmento que brilla en la oscuridad. El arco de referencias que en la figura de yeso supone un giro del gore y los zombies al surrealismo, en el caso de Mary nos lleva de fuentes como The Stuff (la emblemática película del yogur maligno) a las ciencias extraordinarias de fines del siglo XIX: fenómenos como la transcomunicación interpersonal, las mediciones de ectoplasma, el análisis de los espíritus que pueblan la estática, las comparaciones entre hipnotismo y electromagnetismo, entre radiactividad y telekinesis, etc., etc. (toda una lista de favoritos de YouTube exportada de las obsesiones positivistas de hombres de ciencia como Lombroso y José Ingenieros) aparecen como resultado de un proceso de represión violenta con consecuencias explosivas. Rearmarse o reventar son problemas estrictamente escultóricos derivados no de la voluntad, sino de la compasión: el artista que comenzó su carrera embalsamando ratones para montarlos sobre patos armados hoy propone la maleabilidad de la resina para rematerializar icónicamente a una elefanta martirizada.
En otras obras de Aráoz, las hazañas revolucionarias de una patota de animales no suponían más que una compensación imaginaria del trauma: los ratones podían llevar vencido a un gato precisamente porque el gato es quien los domina y sanciona su debilidad. Mocoso insolente aísla al sujeto de estos mecanismos imaginarios; en esa medida, el encuentro con el otro se vuelve un problema clave.
La pieza con la que Aráoz recorre este tercer estadio no es ya una escultura, sino una fotografía que cita directamente una pieza de Magritte de 1927. Su protagonista no es el zombie que se autoconstruye desde partes sueltas (como la figura de yeso) ni el médium que vehiculiza el martirio (como la escultura de resina brillante), sino el hombre-lobo que vive la plenitud de su cercanía con el mundo y los otros seres. Inteligentemente, Magritte situó a su personaje en un bosque, para señalar sus vinculaciones profundas con lo folklórico y lo instintivo; un bosque del tipo de los que, pocos años más tarde, el grupo de la revista Acéphale poblaría con extraños sacrificios. Aráoz conserva el escenario y le añade la luna, metonimia zodiacal del hombre-lobo: un ser humano erguido, que ratifica su amistad con lo animal (y con el mundo) por la vía de un ritual de sangre. Si el médium se erige como monumento del agotamiento total en una suerte de erupción ectoplasmática de la capacidad de sentir compasión, la figura nocturna de la fotografía recarga energías mediante una transformación sacrificial de su vínculo con otro: un pájaro con el que se mira a los ojos en el momento de devorarlo. Una fotografía anterior nos mostraba a un hombre vencido, postrado en una mesa con una lata de Nesquik por la mitad, mientras un par de pájaros tiraban de los nervios de su cabeza. Poniendo las dos imágenes en serie, llegaríamos a la metáfora posiblemente más ajustada de la sanación ritual: devorarse la propia neurosis, como Gilles de Rais desangraba niños para mantenerse siempre saludable.
En las tres piezas, la figura y el cuerpo aparecen como lugares de un proceso de transformación que oscila entre la organización, la autoflagelación y la regeneración de lo vivo, y definen la alegoría de un organismo autosustentable, capaz de alimentarse a sí mismo, trozarse, reunirse, herirse y sanar.
Daniel Abate Galería. Pasaje Bollini 2170.
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