FENóMENOS > GLEE Y SUS COLETAZOS LOCALES
El año pasado se estrenó la serie Glee y su éxito no fue sólo un fenómeno sino una forma de justicia televisiva dentro de la misma industria del entretenimiento: la reivindicación de todos esos concursantes de reality que por cantar aceptan humillaciones y rechazos. Fascinario, el ensayo es una obra local con un ex Latin American Idol que muestra sus canciones y el detrás de la escena del que quiere triunfar desde un sótano en Palermo. Acá, las dos justicias se saludan.
› Por Natali Schejtman
Ser famoso es cool, querer serlo es loser. Ese es el axioma que conocen de memoria y en carne propia quienes están al frente, adelante y atrás de las escenografías de muchos de los musicales que dan manija a la industria del espectáculo, en todos los niveles, desde un programa como American Idol hasta una película como Miss Tacuarembó, protagonizada por una Natalia Oreiro que interpreta la historia de otra Natalia, humillada frente a jurados impiadosos de un reality. Y, a su modo, ése podría ser el motor de la serie del momento, Glee, que acaba de estrenar segunda temporada en Estados Unidos y que acá todavía repite muestras de su primera saga. Pero ojo: porque todos, usando esa máxima binaria como gancho narrativo, cuestionan que la cosa sea tan así.
Glee se planta en el escenario esquemático y trillado de la escuela, con timbres recurrentes, muchos planos de chicas abriendo el armario y salas de profesores. A propósito, enfatiza la idiosincrasia jerárquica de la secundaria yanqui y es por eso que desfilan porristas –siempre vestidas de porristas, eso las define como personas–, futbolistas enormes, machistas y agresivos, y los nunca tan bien ponderados losers. Pero no son necesariamente los nerds: son los invisibles, los inadvertidos, los que depositan su energía expositiva en un encorsetado MySpace, hasta que llega el mesías, el profesor Will Shuester (atentos al nombre, que significa “voluntad”), y propone “nuevas direcciones”, un coro alla Broadway, donde los chicos cantan y bailan con maestría canciones pop, rock y hip-hop de todos los tiempos (pero sobre todo de los ‘80 y los ‘90). ¿Los ganchos? Miles y para casi todos los gustos: una escala social demasiado definida que aprovecha para visitar el gran tema de la identidad, varios flirteos amorosos que enternecerán a cualquiera que pueda aprender algo de los adolescentes; clases de cultura popular, como en el capitulazo dedicado a Madonna y el poder femenino; un personaje grandioso como el de Sue Sylverster, la villana que interpreta magistralmente Jane Lynch; invitados famosos (la segunda temporada los promete a lo grande), versiones increíbles de grandes canciones y fanatismos calificados: hasta Paul McCartney, seguidor de la serie, le ofreció a Ryan Murphy, creador de esta mina de oro, algunas de sus canciones para que versionara ese simpático coro.
Para Glee, hacer del canto algo secreto debido a las presiones del entorno –que ven en ese coro un club de autoayuda entre perdedores– es un problema a superar. Cantar en la ducha –como lo hacía Finn, el más lindo y canchero, líder del equipo de fútbol americano, cuando Shuester lo descubrió y lo obligó a entrar al coro– no es sólo una escena o un pasatiempo, es un estado de la cuestión. Cantando se homologan las distintas salidas del closet (por algo lo gay está tan presente en la serie). Pero, además, hay una inmanencia que Glee transmite a la perfección: si bien querer ser un cantante pop tiene ribetes ridículos, en el momento de cantar una canción con pasión, todos podemos sentirnos los reyes del mundo o Madonna.
Si el espectáculo como medio para la visibilidad es uno de los asuntos en cuestión, eso también emparenta a Glee con una enorme cantidad de musicales que hablan del recorrido que trajinaron los artistas antes de llegar, épicamente, a las tablas. En ese sentido, es significativo que la primera canción con la que audiciona Rachel (la protagonista enérgica y dulcemente imbancable; hija de una pareja gay) sea “On my Own”, una canción que habla del mundo que uno se crea solito cuando el otro está en otra, perteneciente a Los miserables, el mismo musical que le dio fama y estruendo a Susan Boyle cuando ella interpretó “I Dreamed a Dream” y le tapó la boca al jurado que, al verla fea y distinta, ya se había acomodado la servilleta en el cuello y los cubiertos en las manos. (De paso, Susan Boyle estará presente en Glee, porque como dijo Murphy: “Creo que Susan representa lo que Glee representa”.)
Son ellos, los miserables –los pobres, los tullidos, los impopulares, los gordos–, los que a los gritos afinados tratan de llamar la atención y ser geniales en algo. En el proceso les pueden tirar vasos de gaseosa en la cara como a los chicos de Glee y gastarlos a morir, ¿pero acaso Lady Gaga, ahora que lo logró, no se está riendo de todos esos supuestos winners? Y todavía mejor: ¿acaso ellos mismos no se sienten completamente ganadores durante los cinco minutos que dura la canción?
Glee tiene antecedentes, vecinos y fanáticos. En las tablas locales, por ejemplo, ahorita nomás, Dennis Smith, quien supo ser finalista de Latin American Idol y se destaca como actor–cantante-bailarín de lujo, protagoniza Fascinario, el ensayo, una obra de teatro sobre una banda pop. ¿Cómo es eso? Así: él quería presentar el disco de su banda, y se le ocurrió hacerlo de la mano de una obra de teatro que mostrara un ensayo con las canciones y los miembros de la banda devenidos personajes. Por eso le pidió ayuda a la directora y dramaturga Maruja Bustamante, quien ya lo había dirigido en Nena, no robarás, otro musical que contaba con libro y música de Dani Umpi. Entonces, cada sábado él se convierte en una estrella pop despótica y algo sádica –muy graciosa–, pero también ambivalente. Aparece la asistente, Maia (Muravchik), que padece el maltrato de ese divo y la angustia de tener que escuchar canciones de amor cuando ella desea en soledad y no es correspondida, y la banda habitual acompaña generando situaciones de rispideces, envidias y humor. Pero la banda no consigue muchas fechas que digamos. Otra vez: héroes, antihéroes, música y autorreferencialidad: “Creo que los cantantes somos muy duales”, dice Dennis. “Cuando nos contratan, nos sentimos lo más; y cuando no nos contratan, nos sentimos lo menos. El gran asunto es no poner el ojo afuera. Decidir uno si está bien lo que está haciendo. Es como que el artista siempre está pidiendo trabajo: ‘Aceptame, decime que valgo’. Tal vez eso tenga que ver con que tantos musicales hablen de la vida del artista”.
El gran ojo vuelve a ser el tema. Los chicos de Glee lo sienten: por un lado luchan contra el ojo de los otros estudiantes que no logran ver al coro como algo tan copante como mover una porra (incluso las porristas que aceptaron entrar al coro a veces se burlan de sus compañeros); y por otro tienen que soportar a los distintos jurados que les dirán si lo que hacen es bueno o no. Dennis puede compartir con ellos en eso de haberse sentido sapo de otro pozo. De hecho, cuando estuvo en Latin American Idol, la directora artística le explicó que cada uno de los personajes tenía un perfil muy definido: tal es el sex symbol, tal el Ale Sanz, “y vos sos el raro”, le dijo. “Hace unos años me di cuenta de que la gaytud no me iba en contra sino a favor en mi carrera. Quiero hacer mis cosas, mis textos, no trabajar en Patito feo ni la gran Ricky Martin. Por otro lado, me molesta que a un heterosexual, cuando hace un papel de gay, lo consagra y se lo premia. Los gays nos la pasamos haciendo de heterosexuales y nadie nos dice nada”.
Mientras en el teatro musical siguen aflorando exponentes de un género que se reinventa y busca vericuetos, la televisión tiene con Glee el reverso ficcional del batallón de realities. Con los éxitos cosechados, estos chicos demuestran que ser loser es algo muy relativo.
Glee va los jueves a las 22 por Fox repitiendo la primera temporada hasta el comienzo de la segunda, el 11 de noviembre.
Fascinario, el ensayo
El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960
Sábados a las 23.30
Entrada: $ 30
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