Dom 09.03.2003
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CINE

Roman à clef

La vida de Roman Polanski no ha sido fácil: perdió a su madre en Auschwitz, su padre fue enviado a Mauthausen, su mujer Sharon Tate fue asesinada por el clan Manson, él mismo fue acusado de pedofilia y desde entonces vive en el exilio. Rara vez habla de estos hechos y mucho menos ha intentado llevarlos de manera directa al cine. Pero El pianista, la película que acaba de estrenar basada en el libro de Wladyslaw Szpilman, uno de los únicos 20 sobrevivientes judíos de Varsovia, le permite revisitar su propia infancia, cuando escapó del gueto de Cracovia. Y aunque se niega a dar entrevistas “para no autoanalizarme”, aceptó gustoso charlar con Jorge Semprún, a quien él llama “un colega”, no porque sea escritor y guionista, sino porque es, también, sobreviviente de Buchenwald.

POR OCTAVI MARTI

La condición primera la puso él, Roman Polanski: “No quiero entrevistas, no quiero dar explicaciones, no quiero autoanalizarme”. Sólo estaba dispuesto a hablar con “un colega, con uno de mis pares”. En ese caso, colega o par no significaba necesariamente cineasta, sino alguien que supiese lo que era haber salido con vida de la shoah; que hubiese conocido de cerca la empresa genocida montada por los nazis; que no confundiese gueto, campo de concentración y campo de exterminio. Jorge Semprún, antiguo deportado a Buchenwald, grandísimo escritor; guionista y ocasional cineasta también, era la persona adecuada para esa conversación entre iguales. Semprún tardó 16 años en recuperar la memoria de lo vivido, al menos de recuperarla para los demás; es decir, de poner por escrito la experiencia tremenda de encontrarse, antes de cumplir los 20, luchando en el maquis, suspendiendo sus estudios de filosofía para empuñar las armas. De ahí sale Le grand voyage (1963), trayecto vital del Semprún joven y militante, y trayecto físico de 120 prisioneros hacinados en un vagón de carga que los lleva a Buchenwald. Luego vendrá una larga lista de otros textos impresionantes en los que la memoria rescata del olvido detalles que enriquecen la comprensión de lo incomprensible. Roman Polanski, en 1959, en un cortometraje, se refirió de manera indirecta a la guerra y la crueldad que la acompaña, pero nunca ha deseado poner en la pantalla su peripecia dramática de niño que escapa del gueto de Cracovia, que pierde a su madre en Auschwitz y cuyo padre es enviado a Mauthausen.
El encuentro entre ambos se produjo en París, una mañana de otoño, en el despacho del director franco-polaco, un día extrañamente ruidoso.
J.S.: El pianista es una película que te exige sumergirte de nuevo en el pasado, en un período muy duro; exige una implicación personal a todos los niveles.
R.P.: Sí, la dureza no está en trabajar discutiendo durante 10 o 12 horas al día sobre un proyecto, sino en hacerlo sobre algo que te afecta, que está en tu corazón, que evitas rememorar. Siempre he dicho que quería hacer una película sobre esa época de mi vida, o sobre la inmediata posguerra en Polonia, pero esperaba estar preparado para ello y no deseaba que fuese autobiográfica. Con Harwood no sólo utilizábamos el libro de Wladyslaw Szpilman, sino también material documental que nos enviaban de Varsovia; fotos de la ciudad destruida, del gueto, de esa miseria horrible. Y como era durísimo verlo, sumergirme de nuevo en aquellos años, nos protegimos trabajando de buen humor, riéndonos mucho, haciendo chistes de mal gusto, hablando de los centenares de judíos que teníamos que matar en el plano siguiente... No es una actitud reflexiva, sino instintiva.
J.S.: El humor es uno de los caminos que nos permiten afrontar el horror, sobrevivir a él. Lo que me admira en El pianista es el rigor, cómo no cedes a ningún truco, a ninguna facilidad; no recurres nunca, por ejemplo, a ralentizar la imagen. Algún crítico estúpido habla de academicismo para referirse a tu estilo narrativo... Sin darse cuenta de que tus opciones estéticas son opciones morales.
R.P.: Desde el principio supe que había que conservar el punto de vista del relato en primera persona, incluso para poder organizar correctamente las pequeñas transgresiones de ese principio. Pensé en rodar en blanco y negro, pero luego comprendí que eso sería más artificioso que trabajar el color de manera que remitiese a esos años. No había lugar para los actores-estrella, necesitaba rostros poco conocidos. En un primer momento hice una serie de pruebas en Londres, pero luego, viendo algunas de las películas de Adrien Brody, me decidí por él. También me impuse desde el primer momento renunciar a los primeros planos, al close-up, porque aquí no había seducción que desarrollar ni emociones que fabricar a base de trucos. La cámara no tenía que notarse. Tampoco iba a ponerme a imitar el estilo documental o la cámara oculta, con una imagen temblorosa e imprecisa, como si fuese el papa Juan Pablo II quien filmase. Era una exigencia de honestidad; artística, pero también de otro orden. Cuando me reuní aquí, en torno de esta misma mesa, con mis coproductores Alain Sardey Robert Benmussa, enseguida nos pusimos de acuerdo en que la condición sine qua non para participar en El pianista era la honestidad, el ser sincero. Y eso marcó luego todos los niveles: en Alemania y en Polonia, todo el equipo técnico o todos los figurantes aceptaron de buen grado jornadas de 14 horas. Sabían que estaban participando en algo excepcional, distinto, en una película que no buscaba cómo conseguir millones de espectadores en Estados Unidos. La combinación del tema y el realizador atrajo a la gente adecuada.

El libro de Szpilman llegó a sus manos por azar, gracias a un amigo. En realidad, Szpilman lo escribió en 1946, inmerso aún en la pesadilla que acababa de vivir. Él era un pianista profesional que en 1939, cuando los nazis invaden Polonia, trabaja en Radio Varsovia. Junto con sus padres, dos hermanas y un hermano deberá trasladarse al recién creado gueto, un barrio de la capital donde, encerrados tras unos muros, van a apretujarse 360 mil judíos, una cifra que crece hasta los 500 mil cuando llegan deportados de otros países. Cien mil de ellos mueren de hambre o de tifus; más de 300 mil son transportados a campos de exterminio, y unos 40 mil protagonizan, entre abril y mayo de 1943, con poco más de 200 armas, pero durante un mes, la insurrección del gueto. En enero de 1945, cuando los alemanes abandonan la ciudad al ejército soviético, en Varsovia quedan 20 judíos vivos. Y uno de ellos es Szpilman, que sobrevive gracias a la suerte, a la ayuda de unos pocos amigos y a la inesperada contribución del capital de la Wermacht Wilm Hosenfeld, un militar alemán católico que salva a un buen número de polacos, judíos o no, sin que eso impidiera que luego fuera torturado por los soviéticos y muriera en un campo de la Unión Soviética. Szpilman escribió en 1945 y publicó enseguida (en 1946), pero las autoridades lo retiraron de la librerías porque, en su historia, ni todos los polacos, ni todos los lituanos, ni todos los ucranios, ni todos los judíos son héroes ni se comportan noblemente. Es más, algunos son sádicos; bastantes, traidores y muchos cobardes o falsos ciegos, gente que dice no haber visto nada. Y eso resultaba intolerable para el recién instaurado poder estaliniano y las flamantes repúblicas populares, nuevas aliadas del campo comunista.
R.P.: Los jóvenes de ahora creen a menudo que el gueto era un campo de concentración, cuando era un barrio; un barrio rodeado de muros, pero con calles y casas, con pobres y ricos, histéricos y tranquilos, con cafés y restaurantes, con escuelas incluso, en el caso de Theresienstadt; en el que había talleres, en el que unos vivían mejor que otros, que tenía sus extranjeros. Hay imágenes filmadas del gueto y son insoportables: hay cadáveres en la calle, gente a la que crees que vas a ver morir de hambre o de enfermedad, pero también tipos bien alimentados. Se trataba de demostrar al mundo que los judíos no eran solidarios entre ellos. Antes de llegar al campo de exterminio está el gueto, y éste tampoco surge sin una preparación. Me interesaba mostrar que existe una progresión, que primero se les impone a los judíos el no disponer de más dinero del que fija una nueva ley; más tarde se les impide sentarse en los bancos públicos, se los obliga a caminar por el bordillo de la acera, y luego se les impone llevar en la ropa y bien visible la estrella de David. Antes de ir a parar al gueto se dan todos esos pasos previos, y la gente va bajando escalones, pensando que ya no podría ir a peor. Visto ahora, desde fuera, es fácil preguntarse cómo es posible que no se rebelaran. Es una pregunta estúpida, de gente que piensa que en la realidad las cosas ocurren como en el cine, que organizar una revuelta es fácil.
J.S.: La pregunta correcta es otra: ¿cómo pudieron llegar a rebelarse en Varsovia, pero también en Treblinka o Sobibor, en los campos, cuando no tenían armas, sobrevivían en un estado de debilidad extrema, tenían con ellos a niños, mujeres y ancianos? Es imposible comprender el valor, la preparación y la minuciosidad que hizo falta para poder organizar esos levantamientos. En Buchenwald hubo un momento en que llegaron algunosdeportados procedentes de Auschwitz, es decir, judíos, entre ellos Elie Wiesel, que entonces tenía 14 años. Eran muertos vivientes. La ofensiva soviética había hecho que desalojasen el campo. Los traían en tren, en plataformas descubiertas en algunos casos, en pleno invierno. Cuando llegaban, muchos habían muerto congelados, caían al andén rígidos. Wiesel me ha dicho luego que Buchenwald se le antojó el paraíso...
R.P.: Y sólo era un purgatorio...
J.S.: Porque allí no había, al margen de los que ya habían sido exterminados nada más llegar, una selección diaria de gente condenada a morir, no había cámaras de gas; no era una fábrica de muerte. Recuerdo perfectamente lo que les preguntábamos a quienes llegaban de Auschwitz. Nosotros, dentro de un campo de concentración, no sabíamos que había una diferencia de naturaleza entre los campos, creíamos que era sólo de mayor o menor dureza. Luego, una vez acabada la guerra, cuando volví a Francia, nadie quería saber del exterminio de los judíos; los deportados lo eran todos por actos de resistencia, éramos todos resistentes. Hasta mediados de los años 60 no se hablaba de ello. Ahora, en las escuelas, hay un día al año en que se recuerda el genocidio organizado por los nazis. Pero quería preguntarte cómo te llegó el libro.
R.P.: El libro fue reeditado en Alemania por el hijo de Szpilman en 1998, y luego apareció en inglés. Un amigo, abogado en Londres, me lo hizo llegar. Comencé a leerlo, pero lo cierto es que no está muy bien escrito, y en un primer momento pensé que era uno más de los muchos que tratan de la ocupación nazi. Más tarde me llamó Gene Gutowski. Él produjo Repulsión (1965), Cul-de-sac (1966) y El baile de los vampiros (1967). Trabajaba conmigo en Polonia y me empujó a leerlo de otra manera. El pianista me permite servirme de lo que viví en Cracovia sin tener que explicarlo, sin ser autobiográfico. Lo que cuenta Szpilman lo conozco, resucita mi pasado. Y aunque sea un libro muy duro, habla de manera objetiva, con frialdad. Es algo que me convenía. Y es un libro positivo, porque sólo puede ser positivo desde el momento mismo en que quien lo cuenta es un superviviente.
J.S.: Yo he visto, he escuchado y vivido tu película como si volviera a escuchar el testimonio de quienes habían escapado de los campos de exterminio. Es un relato en primera persona y te sientes ahí en medio.
R.P.: Con Gene Gutowski, que también conoció el gueto y la Polonia destruida de la posguerra, cuando estábamos en medio del decorado, ya preparado para rodar, de pronto también nos sentíamos transportados a esa época. El efecto de realidad era tremendo. Utilizamos en parte un barrio de las afueras de Varsovia, muy pobre, en el que había hasta hace pocos años grandes instalaciones soviéticas, hoy en ruinas. La diferencia cuando ves las imágenes documentales de la época es que sabes que quienes estaban detrás de la cámara eran los nazis y no puedes evitar una sensación extraña. La mayoría de la gente del equipo, cuando les mostraba ese material de archivo, no parecía sorprendida de que alguien lo hubiera filmado. Yo aún no logro comprender qué clase de persona hay que ser para filmar esa miseria indescriptible y no perder la cabeza.

Una de las grandes satisfacciones o emociones que El pianista le ha proporcionado a Roman Polanski ha sido la de encontrarse con los hijos del capitán Wim Hosenfeld, el militar que ocultó y alimentó a Szpilman durante los últimos tiempos de la ocupación nazi de Varsovia. En junio de 1943, mientras la SS acababa con la resistencia del gueto de Varsovia, Hosenfeld escribía en su diario: “Esos brutos piensan que es posible ganar la guerra de esta manera y no ven que esa insensata masacre de judíos ya nos la ha hecho perder. Nos hemos cubierto de un oprobio imborrable, es una maldición que pesará sobre nosotros para siempre. No merecemos piedad alguna. Todos somos culpables”.
R.P.: Sus hijos, sus cinco hijos (tres chicas y dos chicos), de más de 60 años hoy, vinieron a ver la película en Berlín. Luego, en el hotelKempinsky, brindamos con champaña: ellos, hijos de ese oficial de la Wermacht, y yo, judío superviviente del gueto de Varsovia. Les había emocionado la película. La foto que Thomas Kretschmann, el actor que interpreta a Hosenfeld, tiene sobre su mesa es una auténtica foto de familia de Hosenfeld, en la que sólo hemos trucado su cara y puesto la del actor. ¿Sabes?, en la primera versión del libro, Hosenfeld no aparecía como alemán, sino como austríaco, porque no se aceptaba que pudiese haber un alemán buena persona. Y los austríacos, como siempre han dicho que fueron invadidos y se olvidan del entusiasmo con que en Viena acogieron la unificación con la Alemania de Hitler, se olvidan tanto que hasta Kurt Waldheim cree haber luchado contra los nazis, pues, bueno, para el libro estimaron que un austríaco era más aceptable.
J.S.: No todos los países han hecho el esfuerzo de memoria que han realizado los alemanes en estos últimos veinte años. Desde hace seis, por iniciativa del presidente Herzog, cada 27 de enero el Parlamento alemán hace un acto solemne en el que se recuerda a las víctimas del nazismo. La fecha es la del aniversario de la liberación de Auschwitz. Se trata tanto de honrar a quienes murieron como de recordar la monstruosidad del nazismo. Y también de marcar la discontinuidad entre la nueva Alemania, democrática, y la del III Reich. Los jóvenes quieren saber, quieren poner en claro el pasado. Francia no ha hecho algo semejante con el Estado francés del mariscal Pétain, aunque los crímenes de Vichy no son comparables a los del nazismo, y España menos aún con el franquismo. Y en 2003, el Bundestag alemán me ha invitado a hablar ese día en el Parlamento, como antiguo deportado de Buchenwald.

El cine de Roman Polanski puede verse como un constante balanceo entre la añoranza de los sueños infantiles y una mirada sobre el mundo que pone de relieve lo que tiene de absurdo. Frantic (1988), Piratas (1986), Chinatown (1974) y El baile de los vampiros (1967) corresponden a ese deseo de vivir en un mundo imaginario, un mundo de cine, ese que no pudo conocer el pequeño Roman hasta bien acabada la guerra y que le llevó a coleccionar fotogramas de la Blancanieves de Walt Disney o a ver infinidad de veces el Robin Hood de Michael Curtiz con Errol Flynn. Otras películas suyas remiten de manera más o menos directa a la sensación de acoso, nos muestran individuos amenazados por la colectividad, y eso puede ser real y fundado o meramente imaginario. Ahí están Repulsión (1965) y Le locataire (1976), pero también Cul-de-sac (1966) o La muerte y la doncella (1994), o la celebérrima El bebé de Rosemary (1968).
R.P.: Mi madre murió en Auschwitz y mi tío, en Buchenwald, y mi padre logró sobrevivir a Mauthausen. Ahora, hace pocas semanas, he estado en Tel Aviv visitando los grandes archivos de allí y me explicaron que hacía pocos años habían encontrado en Londres unos archivadores metálicos con las fichas de los presos de este campo. Las había salvado un oficial británico, que se las llevó antes de una contraofensiva alemana. Bajé ahí, a buscar la ficha de mi padre. El archivo está organizado por nacionalidades y, caminando por entre esos cajones repletos de documentos, te parece que revives el principio de Ciudadano Kane. Encontré la ficha de mis padres, impecable, sólo un poco amarillenta, escrita a máquina, con una descripción física detallada, del color del pelo, de los ojos, de las medidas..., eso sí, no consta el peso... Y en la ficha, él hace constar que no tiene hijos –yo me había fugado del gueto–, se quita seis años -lo que hace que aún no le considerasen en edad apta para el trabajo–, y dice ser cerrajero...
J.S.: En mi ficha de Buchenwald, que la escribió un preso alemán que me quería proteger, donde debería poner “estudiante” pone “estucador”. El sabía perfectamente que las personas con oficios manuales mínimamente calificados teníamos posibilidad de trabajar en talleres, y eso aumentaba tus posibilidades de resistir. Si me hubiese inscrito, como lo quería mi vanidad o inconsciencia, como “estudiante”, me hubieran enviado al vecinocampo de Dora, donde estaban las rampas subterráneas de lanzamiento de las V-1 o V-2, y ahí no hubiese sobrevivido. Lo he contado en La escritura o la vida (1994). Las condiciones en Dora –a los nazis les gustaba poner nombres de mujer a los campos– eran muy duras, y nadie aguantaba mucho tiempo. En Mauthausen, tu padre debió de coincidir con muchos españoles. Ahí fueron a parar más de 15 mil, gente que estaba en Francia, que había tenido que exiliarse tras la derrota de la República y que fueron hechos prisioneros tras la debacle francesa. Los alemanes, en un primer momento, no sabían qué hacer con ellos: los querían enviar a España, pero Franco no quería rojos y de ahí que fueran a parar a Mauthausen, que no era un campo de exterminio, pero era muy duro, porque el poder interno, el que ejercían algunos presos escogidos por los nazis, estaba en manos de criminales. La gran escalera del campo la hicieron los españoles. Cada escalón costó la sangre de varios españoles...
R.P.: Mi padre explicaba cómo escogía la piedra que tenía que transportar hasta lo alto de esa escalinata. Procuraba que fuese grande, pero plana: grande, para que lo protegiese de las pedradas que lanzaban los guardias nazis para divertirse, y plana, para que pesase un poco menos. Cuando se reunía con otros antiguos deportados, si rememoraban lo que habían pasado juntos, que no era frecuente, entonces recordaban siempre lo que representaba subir todos esos peldaños, y mi padre lo contaba de manera ridícula, o mejor dicho, ridiculizándose, ridiculizando su miedo, sus gestos ante los guardianes. Era algo que no soportaba, que me daba vergüenza. Pero ellos necesitaban recordarlo así, como algo grotesco: reírse de aquello.

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