Dom 16.03.2003
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La vida después de Freud

Nadie discute que el psicoanálisis está inmerso en una crisis profunda. Pero hasta hace poco, nadie sabía cómo superarla. Por eso, para celebrar sus 75 años, el psicoanalista Andre Green intentó lo imposible: organizar un congreso en el que lo más respetado y encumbrado del psicoanálisis francés (y por lo tanto, del mundo) aceptara debatir sin imposturas. El resultado se llevó a cabo a fines del año pasado en el auditorio de la Unesco en París. Contó incluso con las presencias de altivas primas donnas que no habían sido incluidas en el programa. Consagró a Green como el propiciador de la refundación del psicoanálisis. Y, sobre todo, fue calificado por Le Monde como “el comienzo de una posible revolución intelectual”. El psicoanalista argentino Fernando Urribarri estuvo invitado y volvió para contarlo.

POR FERNANDO URRIBARRI

Advertencia: Puede resultar paradójico que se le pida a un psicoanalista que avizore el futuro. Incluso de su propio campo, o especialmente de éste, si se recuerda que alguna vez el psicoanálisis pudo ser llamado “predicción del pasado”. Lo que tal vez sea menos sorprendente es que al aceptar la invitación al juego este artículo haya resultado no una predicción sino un improvisado Test Psicológico Para Pacientes y Analistas: “Conozca su actitud ante el porvenir del psicoanálisis”. Para quienes, advertidos, quieran leerlo aprovechando el “dos por uno” bastará con que al final, para saber el resultado de la prueba, vuelvan a leer esta máxima de inspiración greeniana: “Lo que es verdadero para el grupo formado por los psicoanalistas es válido también, en este punto, para los pacientes”.

Después de Freud
El siglo XX vio nacer al psicoanálisis. Sigmund Freud hizo estampar la fecha 1900 en su fundacional Interpretación de los sueños. Sensible al imaginario de libertaria renovación secular, el padre del psicoanálisis veía y proyectaba su creación como parte del nuevo siglo. Su sueño se vio ampliamente realizado en la medida en que ésta no sólo revolucionó la psicología sino que además llegó a marcar profundamente el pensamiento, la cultura y la vida de los hombres y las mujeres. Pero el siglo XX fue también el siglo que vio morir, en 1938, a Sigmund Freud. Y que vio entonces surgir el psicoanálisis posfreudiano.
El año 2000, tras un siglo que primero dio a luz y luego vio fracasar o disolverse algunas de las más poderosas creaciones de la modernidad (desde los movimientos revolucionarios a las vanguardias estéticas), dando paso a una desangelada Era Posmoderna, llegó para el psicoanálisis cargado de fantasmas terminales y sueños renacentistas.
Más allá de los anuncios de su muerte inminente realizados por sus enemigos desde el primer día (“ligeramente exagerados”, como dijo Mark Twain al leer en un diario la noticia de su fallecimiento), el controvertido y resistente hijo pródigo del siglo XX empezó a padecer en las últimas décadas un pronunciado debilitamiento. En el Congreso Internacional de 1997, por primera vez en su centenaria y joven historia, un presidente de la International Psychoanalytic Association (IPA, institución fundada por Sigmund Freud para formar y agrupar a los psicoanalistas) reconoció oficialmente que el psicoanálisis estaba en crisis. Se hizo eco de este modo de un consenso general que incluía, en primer lugar, a los propios analistas.
La crisis del psicoanálisis tiene fuentes externas e internas. Las primeras conciernen a los habituales y siempre renovados ataques que le llegan desde la sociedad y desde otras disciplinas. La última ola –correspondiente al nuevo capitalismo global– combina ambas dimensiones: por un lado, la sociedad posmoderna promociona y promete el exitismo consumista a cambio de la sobreadaptación a la realidad, de la asfixia de la singularidad; por otro lado, frente al aumento de graves patologías mentales que ello causa, promueve masiva e indiscriminadamente (gracias a la multimillonaria maquinaria de la industria farmacéutica) las neurociencias y la psicofarmacología. Pero difícilmente estas supuestas “soluciones rápidas y eficaces” diseñadas para compensar al alicaído hombre light, ni su mal disimulada ambición de dejar de ser una mera herramienta –puntual, circunstancial y parcialmente útil– para sustituir a la psicoterapia, tendrían el impacto que tienen si el campo freudiano no padeciera fundamentalmente una crisis interna.
Desde la historiadora Elisabeth Roudinesco hasta el psicoanalista francés Andre Green, los más diversos autores sostienen que la crisis del psicoanálisis es esencialmente interna y se debe a dos problemas principales: uno es de origen clínico y el otro es de carácter teórico e institucional. Ambos están ligados a las nuevas dificultades que el psicoanálisis debió enfrentar tras la muerte de Freud y que marcaron una segunda etapa en su evolución que se conoce como Psicoanálisis Posfreudiano.
“Si el neurótico era el paciente típico de la época de Freud, el borderline es el paciente problema de nuestro tiempo”, escribió Andre Green. Los nuevos problemas clínicos están ligados especialmente a un cambio histórico, al agravamiento del malestar cultural y del padecimiento subjetivo. Corresponden al pasaje del antiguo predominio de cuadros neuróticos al de nuevas y más graves patologías mentales, como las estructuras “borderline” o “casos-límites”, las adicciones y los trastornos psicosomáticos entre otros. De las histéricas de principio de siglo pasado a las anoréxicas de hoy, el método psicoanalítico se encontró con el desafío de ampliarse y progresar para poder desarrollar un tratamiento efectivo de las “nuevas enfermedades del alma”, como las llamó Julia Kristeva.
Por otra parte, los cambios en la práctica analítica han planteado la cuestión de las relaciones entre el método psicoanalítico freudiano y las diversas técnicas que derivaron de él (para la atención de niños, de grupos, de pacientes “no psicoanalizables” como los psicóticos o los psicosomáticos, etcétera) usualmente denominadas “psicoterapias psicoanalíticas”. Es lo que se conoce como el gran debate sobre la relación “psicoanálisis-psicoterapias”.
El problema teórico e institucional se debe a las divisiones en escuelas rivales que desde mediados de siglo pasado padece el psicoanálisis. Éste tuvo la suerte, tras la muerte de Freud, de ver surgir diferentes autores importantes que, en muchos casos, realizaron valiosísimos aportes originales. Pero tuvo también la desgracia de que cada uno de ellos transformara sus ideas en el dogma de una nueva corriente que invariablemente se presentaba como la verdadera heredera e intérprete de Freud y (generalmente a caballo de su supuesta actualización) terminaba considerándose directamente como su ilusorio reemplazo.
Para colmo de males, al reduccionismo intelectual y la pretensión de superioridad se les sumaba la deificación de la figura de aquel que de “autor importante” pasaba a “líder carismático”. Dogmatismo, militantismo y sectarismo han marcado la empresa de Heinz Hartmann en EE.UU., de Melanie Klein en Inglaterra y de Jacques Lacan en Francia, por mencionar solamente a los más renombrados. Los dos últimos hicieron especial honor a las mejores tradiciones colonialistas de sus países expandiéndose internacionalmente: en Argentina el kleinismo dominó férreamente el medio llegando a extremos dogmáticos que sólo fueron superados por el lacanismo, que se implantó durante la dictadura militar del 76/83 combinando –tal vez influido por el clima de época– un rígido militantismo y un sectarismo impares.
No sólo los nuevos problemas clínicos o teóricos empezaron a recibir respuestas muy diferentes en cada una de estas corrientes (que carecían de diálogo entre ellas), sino que directamente el reconocimiento mismo de estos problemas quedó supeditado a la lógica interna de cada una de ellas. Siendo su preocupación principal el defender sus ortodoxias, a las cerradas corrientes posfreudianas les resultó, y les sigue resultando, muy difícil reconocer y afrontar los cambios y las novedades. No por sorprendente es menos cierto que los lacanianos se empecinaran durante 50 años en negar por decreto la existencia de ciertas patologías mentales “nuevas” por ser inclasificables según su ortodoxa trinidad de categorías psicopatológicas: Neurosis, Perversión y Psicosis. Por su parte, los kleinianos no resultan menos resistentes a los cambios, y al día de hoy siguen negando que pueda llamarse psicoanálisis a un tratamiento de menos de cinco sesiones semanales de cincuenta minutos de diván por muchos años. Vanos y vanidosos enemigos del tiempo, enfrentados a las nuevas olas de la historia, los dogmáticos sueñan con petrificarlas, con permanecer inamovibles sin tener que navegarlas. Encerrados en sus guetos, muchos psicoanalistas pudieron desentenderse durante bastante tiempo de las consecuencias de su arrogante aislamiento, ignorando el descrédito en el que caían a los ojos de la sociedad. Pero cuando el tiempo profundizó los nuevos problemas clínicos y teóricos, la crisis entró sin siquiera tocar la puerta y se instaló en los consultorios.
Andre Green argumentó que la del psicoanálisis posfreudiano es una crisis melancólica. Está signada por el duelo interminable de la muerte de Freud. Cada autor posfreudiano ha querido reemplazarlo como figura mayor; cada movimiento ha repetido la situación originaria de los pioneros y el Maestro (re)fundador. Para peor, tras la muerte de cada “amado líder” el analista posfreudiano se convierte, como buen melancólico, en un necrófilo: un amante de la letra muerta. La supuesta época de oro que algunos viejos analistas parecen extrañar hoy tiene poco que ver con la mejor o peor posición social del psicoanálisis. Es más bien aquella en la que su creencia en la Verdad Revelada era absoluta y le garantizaban una identidad y una autoestima que ni los tropiezos clínicos podían poner en duda. Preocupada por el futuro, en el año 2000 Elisabeth Roudinesco escribía: “Hoy es sabido que ningún grupo puede pretender encarnar en el psicoanálisis una legitimidad única y excluyente. En consecuencia todas las instituciones deben estar marcadas por el duelo de una pretendida soberanía perdida para siempre. Si no quedarán atrapadas en el duelo interminable de la figura del Maestro al cual cada una se pretende fiel, corriendo el riesgo de reconstruirla al modo de un simulacro”.

Después de Lacan
En el Congreso Internacional de Londres de 1975 un debate acerca del presente y futuro del psicoanálisis fue premonitorio al enfrentar a los venerables Leo Rangell (norteamericano presidente de la IPA) y a la mismísima Anna Freud con Andre Green (entonces un indolente “joven” de cuarenta). “Todos los analistas saben que una condición esencial para que un paciente se decida a emprender un análisis –comenzaba la ponencia de Green– es el displacer, el malestar creciente y, por fin, el sufrimiento. Lo que es verdadero para el individuo lo es igualmente, en este punto, para el grupo formado por los psicoanalistas. El psicoanálisis (espero no sobresaltar a nadie si lo digo en voz alta) pasa por una crisis y experimenta un profundo malestar... Confiemos en tener nosotros lo que deseamos que exista en nuestros pacientes: un deseo de cambio”.
Como no podía ser de otro modo, la gestación de un nuevo psicoanálisis ha sido obra de las nuevas generaciones. Desde hace por lo menos tres décadas, especialmente en los países “latinos” (principalmente en Francia y Argentina) una importante corriente renovadora ha procurado superar las impasses del “pensamiento único” posfreudiano desarrollando una innovadora matriz pluralista. En ella el método y la metapsicología freudiana son el fundamento dialéctico en el que se apoya (siendo a su vez renovados) la lectura crítica de los posfreudianos y la exploración creativa de la clínica actual.
Éstos son los rasgos teóricos distintivos de la constelación compuesta por los más importantes autores franceses de la llamada “tercera generación”, posterior a Lacan. Se trata justamente de aquellos que, habiéndose acercado tempranamente a él y habiendo sido incluso sus primeros discípulos dilectos y sus colaboradores, fueron rompiendo con él a mediados o fines de la década del ‘60 (conforme aquel iba priorizando sus ambiciones de poder por sobre su proyecto intelectual, iba pasando de maestro a jefe de Escuela, y el lacanismo devenía dogma oficial de la misma). Conocidos inicialmente como “poslacanianos”, su consigna fundacional era “Ni sin Lacan ni sólo Lacan”. Aunque la denominación no tardó en quedarles un poco chica, tenía al menos la virtud de que marcaba claramente la decisiva apertura de un “después de Lacan”. Entre otros, los poslacanianos fueron y son Jean Laplanche, J-B. Pontalis, Guy Rosolato, Daniel Widlocher y Didier Anzieu, quienes fundan la Asociación Psicoanalítica de Francia. Son Andre Green, Joyce McDougall, Michel Neyraut, René Major quienes conforman el ala “progresista” de la clásica Sociedad Psicoanalítica de París (donde en los ‘80 se formará Julia Kristeva). Son Piera Aulagnier, Natalie Zaltsman y Cornelius Castoriadis quienes, entre otros, fundan en 1968 el Cuarto Grupo.
Como puede apreciarse por la diversidad de pertenencias institucionales, el poslacanismo no constituye un grupo unificado ni posee un proyecto institucional común. Preocupados por no repetir el monolitismo conquistador del lacanismo, constituyen una corriente intelectual transversal que atraviesa el conjunto del campo psicoanalítico componiendo una red abierta de pensamiento freudiano, antidogmático y pluralista.
Aunque innovadores, los avances del poslacanismo arrastran algunas limitaciones, sobre todo a la luz del proyecto de superación de la crisis del psicoanálisis; es decir de la constitución de un paradigma contemporáneo capaz de funcionar integradoramente, superando las divisiones posfreudianas. Pues en definitiva, más allá de sus aportes teóricos, el poslacanismo es la brillante constelación de algunos (muchos, pero no la mayoría) que comparten cierta historia y pertenecen a la misma generación.
El problema generacional no es menor. Con el paso del tiempo, para las generaciones jóvenes (la cuarta y quinta), estando ya Lacan incorporado como un autor clásico, autodefinirse en relación con él ha ido perdiendo sentido. Por otra parte, los autores organizaron a sus discípulos en pequeñas galaxia semicerradas con un solo “astro”: casi sin conocer las otras obras de la constelación poslacaniana. Repitiendo un antiguo lastre gerontocrático, el diálogo y el intercambio transversal es un privilegio de la elite de los mayores. (Este hecho suele sorprender a los analistas argentinos, acostumbrados a leer a autores poslacanianos locales como Silvia Bleichmar, Luis Hornstein o Norberto Marucco, que han desarrollado sus obras apuntalados en una lectura “naturalmente” articuladora de las obras de Laplanche, Green, McDougall y Aulagnier, entre otros.)
Con estos problemas en mente, en el resonante año 2000, Andre Green (se) propuso dar un paso decisivo en la superación de la crisis y la elaboración colectiva de un psicoanálisis contemporáneo. Para ello ideó y puso en marcha dos proyectos. El primero, íntimo y reflexivo, era empezar a planear su “último libro” (sic): una suerte de testamentaria actualización del Esquema del Psicoanálisis de Freud. El otro, público y “maximalista”, consistía en organizar un gran coloquio parisino para instituir el nuevo territorio contemporáneo del psicoanálisis francés. A juzgar por los inmediatos ladridos del “número especial fuera de serie” que le dedicó la Agencia Lacaniana de Prensa del Comandante J-A. Miller (definido por Roudinesco como “el representante de la corriente dogmática del lacanismo”), no cabe duda que la quijoteada cabalgó. Pero sobre todo por la opinión casi unánime del resto de los que allí estuvimos, puede decirse que la cosa salió tan bien que hizo historia. A tal punto que, haciéndose eco de ambos proyectos, el inusualmente elogioso diario Le Monde afirmó que se trataba del comienzo de “una posible revolución intelectual”.

El nacimiento del psicoanálisis contemporáneo
La ciudad de París –como dijo Karl Marx y saben todos los niños– es un gran lugar para los nacimientos. Fue allí que el 23 y 24 de noviembre pasado un congreso –tan masivo como extraordinario—-revolucionó el fragmentado mapa del psicoanálisis. Con el título “Coloquio Abierto: El Trabajo Psicoanalítico”, la convocatoria para redefinir qué significa ser psicoanalista en el siglo XXI tuvo una concurrencia record de más de 1500 psicoanalistas que, tras agotar las inscripciones con varias semanas de anticipación, desbordaron el magnífico auditorio de la Unesco a metros de la Torre Eiffel.
Antes siquiera de empezar, en la lista de expositores podía apreciarse su primer gran logro: reunir por primera vez en la historia a los principales grupos y figuras del psicoanálisis francés (y, por añadidura, prácticamente del mundo). Tanta resonancia tuvo esta movida previa que al congreso terminaron asistiendo incluso aquellas “primas donnas” (como Julia Kristeva y Joyce McDougall), “caciques” (como J-A. Miller) y figurones (como J-B. “Gallimard” Pontalís) que –por una razón u otra– no habían sido incluidas en el programa. Ni el más grande de lo egos resultó más fuerte que la atracción de un evento en el que ya desde los papeles parecía que la historia iba a darse cita.
Puesto que el proyecto era mucho más que una iniciativa personal, para estar a escala de la ambicionada dimensión fundacional e (inter)institucional de éste, Green necesitó primero ganarle la pulseada al jurásico sector conservador de su Sociedad Psicoanalítica de París. Doblemente necesario tratándose “por mucho –según Roudinesco– de la institución ‘ipeísta’ más pujante del mundo, y también la más dinámica gracias al surgimiento de nuevas generaciones de freudianos”. En una actitud inédita desde que la institución había dejado afuera a Lacan 50 años antes, el organizador del Coloquio logró que ésta lo avalara y se (re)ubicara con grandeza como anfitriona y convocante, pero a la par (!) de los diversos grupos. Entonces pudo avanzar más allá de la informal red poslacaniana y convocar al trazado de un nuevo mapa ampliado y renovado institucional, generacional e intelectualmente.
En primer lugar se amplió institucionalmente el territorio pluralista al unir el campo freudiano y el poslacaniano (ya intercomunicados) con el reciente lacanismo antidogmático. Yendo así desde Daniel Widlocher, presidente actual de la IPA (APF), hasta los lacanianos Monique David Menard y Patrick Guyomard (fundador junto a Maud y Octave Mannoni de la organización lacaniana mayoritaria tras la disolución de la Ecole Freudinne de París). En segundo lugar se estableció un puente intergeneracional, consagrando desde el programa a la nueva generación analítica (la cuarta, representada por C. Botella, C. Chabert y J. C. Rolland, entre otros) en igual jerarquía que la ya consagrada.
Repasado en estrictos y aburridos términos formales (nunca falta algún inquieto obsesivo que si no se desorienta): se reunieron la Sociedad Psicoanalítica de París (IPA), la Asociación Psicoanalítica de Francia (IPA), el Cuarto Grupo (poslacaniano) y la Sociedad Psicoanalítica Freudiana (lacaniana). Así se representaron no sólo a los más prestigiosos autores sino también a la gran mayoría de los psicoanalistas franceses.
Pero la convocatoria no se conformó con reunir grandes nombres y grandes auditorios (“para la foto”). Apostando a una auténtica confrontación de ideas, el programa se estructuró en forma de ocho diálogos sucesivos entre dos expositores con un coordinador encargado de animar el debate. Consiguió el más alto nivel y la más profunda discusión gracias a un comprometido método de preparación: a los participantes se les propuso con dos años de anticipación que cada trío se reuniera periódicamente para conocerse y discutir. Para llegar así al coloquio sin preconceptos sobre el otro, en condiciones de debatir a fondo sus ideas, y tal vez a presentar el fruto de un work-in-progress.
Temáticamente, “el trabajo psicoanalítico” resultó iluminado según ocho polémicos problemas clave: lo viejo y lo nuevo en el tratamiento analítico; la singularidad del proceso psíquico del analista durante la sesión; el cuerpo erógeno, el cuerpo somático y los límites del análisis; la relación entre psicoanálisis y psicoterapias; la articulación entre la teoría y la práctica a la luz de la clínica moderna y de la epistemología compleja; el balance acerca de los aportes de Lacan; la tensión entre cura y cultura. En conjunto, compusieron un extraordinario e imperdible panorama intelectual que afortunadamente saldrá en forma de libro, con ponencias y debates incluidos, en el mes de septiembre.
Esta inédita puesta en escena resultó una revolucionaria puesta en marcha. En el plano institucional, al haberlo ampliado, empezando a disolver definitivamente las tres grandes fronteras que han dividido al psicoanálisis francés: la “institucional” de la pertenencia o no a la IPA, la del “con o contra” Lacan, y la generacional de la “gerontocracia”.
En el plano intelectual, al instituir un campo psicoanalítico pluralista, unificado por un emergente paradigma freudiano contemporáneo, puesto que no se trata tanto de un discurso (o conjunto de tesis) como de una nueva matriz disciplinaria (un modo de pensar, de formular los conceptos, de articularlos con la praxis, etc.). En gran medida su fuerza se debe a su relación con un proyecto histórico: justamente el que motoriza esta modesta revolución francesa contemporánea consistente en superar el sectarismo posfreudiano y en “secularizar” el pensamiento psicoanalítico aboliendo los dogmatismos. El proyecto de un futuro para el psicoanálisis, en el que alcance la consistencia de una disciplina científica moderna y transforme al “mundo psi” en una comunidad democrática.
Heredera de los avances poslacanianos, la matriz pluralista del psicoanálisis contemporáneo puede describirse según algunos ejes principales:
1. Freud como fundamento: el retorno a Freud es profundizado como un antídoto contra la pretensión posfreudiana de “superación/sustitución” del Padre Fundador.
2. Revalorización de la cura y creación de un “psicoanálisis de frontera”: por un lado hay una revalorización del método freudiano y del proyecto terapéutico. Por otro, hay una innovadora exploración clínica que amplía las fronteras más allá de la neurosis (hacia los casos límites, la psicosomática, etc.).
3. Reelaboración crítica del legado intelectual de Lacan: por un lado se valoran profundamente muchas de las ideas originales de Lacan (sobre el lenguaje, el deseo, el Otro, etc.) y se procura ponerlas a trabajar. Por otro, se deconstruye sus aspectos teóricamente reduccionistas, intelectualmente dogmáticos y clínicamente iatrogénicos.
4. Apertura al psicoanálisis internacional y al pensamiento contemporáneo: especialmente al “diálogo crítico” con los autores ingleses (Klein, Winnicott, Bion, Bollas, etc.), pero también con algunos norteamericanos (Searles, Kernberg, Stoller) y con varios latinoamericanos (especialmente los argentinos Pichon Rivière, Racker, Bleger y Baranger).
Es bastante probable que los efectos de estos acontecimientos transoceánicos se hagan sentir localmente con cierta rapidez. Principalmente en razón de la fuerte corriente poslacaniana que, surgida a comienzos de la década del ‘70, constituye hoy una de las más importantes y dinámicas del psicoanálisis local. Aunque si bien esta corriente se puede caracterizar por su relación con los autores poslacanianos franceses, la independencia y la riqueza de su propia perspectiva, producción e historia le da una identidad que excede largamente esa referencia. De hecho, el poslacanismo argentino posee con el francés una relación absolutamente distinta a la que caracteriza las relaciones entre kleinianos y lacanianos europeos y sudamericanos. No se trata de la repetida relación reino-virreinato, o casa matriz-sucursal periférica. No sólo porque el modelo poslacaniano no arrasa con las tradiciones previas y procura historizarlas y reelaborarlas críticamente. También porque el puente interoceánico se estableció entre pares intelectuales y generacionales. De hecho, si el mito que sostiene que Oscar Massota introdujo a Lacan en Argentina ampliase un poco el horizonte, encontraría que casi simultáneamente Willy Baranger introdujo el poslacanismo al traducir e ir invitando a Serge Leclaire, Andre Green y Piera Aulagnier a la Asociación Psicoanalítica Argentina.

Después de Andre Green: el porvenir del psicoanálisis
Aunque ya desde hace décadas era considerado uno de los más importantes psicoanalistas del mundo, hoy su renombre crece geométricamente. El diario Le Monde acaba de dedicarle un impresionante artículo consagratorio: “Andre Green y el porvenir del psicoanálisis”.
Firmado por su principal colaborador (el filósofo Roger Pol Droit), empieza así: “En 1953 Andre Green concluyó su formación en psiquiatría. Nacido en El Cairo en 1927, había venido a París en 1946 para seguir estudios de medicina. Hoy es reconocido como una de las figuras mayores del psicoanálisis mundial, respetado incluso por aquellos que no siguen su misma línea. Es reconocido como un gran clínico pero también como un teórico original y riguroso, definido por una constante fidelidad a Freud así como por una apertura crítica a las diversas corrientes del psicoanálisis, y también a los diversos aportes conceptuales de la ciencia y el pensamiento contemporáneo. Su itinerario se inscribe de varias maneras en la historia del psicoanálisis de las últimas décadas. Por su rol en las instituciones psicoanalíticas francesas e internacionales. También por sus relaciones con Winnicott a partir de 1967, con Bion a partir de 1976, y especialmente con Jaques Lacan (cuyo seminario seguirá asiduamente de 1960 a 1967), las cuales dan cuenta de su interés permanente por los nuevos avances”.
“El pensamiento psicoanalítico contemporáneo –escribió Andre Green en fecha tan temprana como 1973– busca articular y fundar teóricamente los aportes del psicoanálisis posfreudiano para la construcción de un nuevo modelo teórico.” Por su parte, el historiador neoyorquino Martin Bergman ha señalado que el debate del mencionado congreso de Londres de 1975 fue un punto de inflexión para el advenimiento del psicoanálisis contemporáneo. “En contraste con Anna Freud, Green tomó la invitación del congreso como la oportunidad de crear un nuevo modelo clínico que complementara el modelo de Freud para las neurosis. El nuevo modelo se basó en el trabajo con pacientes borderline. El modelo era creación de Green, pero era el resultado de su metabolización de la enseñanza de Lacan, Bion y Winicott.”
El artículo de Le Monde postula en su contundentemente cierre: “Su aporte y su perspectiva van mucho más allá del punto de partida de su obra, constituido por el estudio y tratamiento de las nuevas patologías (casos-límites, estructuras narcisistas y adictivas, psicosomática, etc.). Buscando actualizar el psicoanálisis frente a los novedosos desafíos clínicos, su itinerario desemboca en la posibilidad de una revolución intelectual. Voilá, a un siglo de distancia, el rasgo común a Freud y a Andre Green”.
En el camino, el artículo también se ocupa de destacar y comentar dos nuevos libros. “Para poder mensurar la influencia de esta potente obra multiforme, y entrever los prolongamientos muy diversos que ha sabido suscitar, nada puede ser mejor que leer el imponente volumen de escritos en honor de Andre Green reunidos en Pensar los límites. Escritos en honor de Andre Green en ocasión de sus 75 años. Se encuentra en él una pléyade de autores de gran renombre; junto a los principales psicoanalistas de todo el mundo (incluidos varios argentinos) se encuentran un antropólogo como Maurice Godelier, una semióloga como Julia Kristeva, un biólogo como Jean-Didier Vincent, un helenista como Jean Claude Bollack y un gran poeta como Ives Fonnefoy, entre otros. Todos cuentan, cada uno de modo singular, cómo el trabajo de Andre Green permitió al suyo avanzar de otro modo”.
Probablemente en cualquier circunstancia este homenaje (que por el prestigio y la diversidad de los autores es absolutamente inédito para un psicoanalista vivo) hubiese bastado para instalar a Green en el firmamento freudiano. Es fácil entonces comprender la poderosa sinergia que se produjo entre los libros, el Coloquio y la figura de Green. Es justamente el eco aún vibrante de noviembre lo que recoge Le Monde al afirmar que el porvenir del psicoanálisis parece haber encontrado en Andre Green el liderazgo unificador y pluralista que necesitaba y, en sus trabajos, la brújula para avanzar hacia él.
El otro libro, lanzado estratégicamente en el encuentro en la Unesco, es el testamentario Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo. “Fiel a la enseñanza freudiana y abierto al diálogo con las disciplinas científicas, el gran teórico y clínico –dice Pol Droit– ha escrito una actualización que es también un formidable manifiesto.” Tal vez lo más impactante de este libro lleno de una vitalidad y una sabiduría asombrosas es su generosidad. Cada línea hace honor al epígrafe que abre el libro. Es una cita de un poema de W. B. Yeats que puede traducirse así: “Es tiempo de que escriba mi testamento (...) / Lego mi fe y mi orgullo a los arrojados jóvenes sobresalientes”. Tal vez como nunca desde el propio Freud, un grande del psicoanálisis es capaz de desear y proyectar un futuro sin él y más allá de él. ¿Acaso puede pensarse en un mejor legado psicoanalítico que semejante antídoto contra la atemporalidad melancólica?

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