› Por Claudio Zeiger
Parece un poco absurdo, o anacrónico, tener que discutirlo en estos términos, pero la literatura y la ideología tienen en América latina una larga zona común de la que es difícil desprenderse; una tradición insoslayable. Así que tomando el toro por las astas, el propio Mario Vargas Llosa fue el primero en poner en duda la “pureza” del Nobel que acaba de caerle del cielo: “Espero que me lo hayan dado por mi obra literaria”, dijo no sin ironía, no sin autoironía, aceptando la implícita corrección política que entraña haberle dado un galardón a pesar de haberse vuelto tan de derechas o, si cabe la sospecha, de que se lo hayan dado por eso mismo.
Por derecha o por izquierda, lo cierto es que la gloria lo dejó, según confesión propia, aturdido; le llega a los 74 años, aun en plena producción (su nuevo libro aparece en un mes) pero cuando su obra histórica hace rato que se ha consolidado. Es bastante consolador pensar que a Vargas Llosa se le otorgó el Nobel por Los cachorros, La ciudad y los perros, La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, Conversación en la Catedral, Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo, Lituma en los Andes y no por sus opiniones políticas o inclusive estéticas. Por esos libros se le otorgó un premio que también recibió Thomas Mann. Es difícil pretender que no haya interpretaciones ideológicas ramplonas a este Nobel, un canto a la libertad estilo Miami- Fox (el diario El Comercio de Lima se apresuró a titular “Premio al Perú y a la libertad”, anotándose, por las dudas, en todas) pero la verdad es que en los considerandos del Nobel a Vargas Llosa se expresó que se le otorgaba el premio “por su cartografía de las estructuras del poder y su reflejo agudo de la resistencia del individuo, de su revuelta y de su fracaso”, lo cual demuestra que por lo menos no ha sido mal leído por los nórdicos académicos. Podría pensarse que con Vargas Llosa se retoma la tradición de premiar a escritores que han aspirado a la representación total de un universo, y que ya se expresaba con bastante nitidez en La ciudad y los perros, ese afán de totalizar en un microcosmos.
Vargas Llosa siempre resultó irritante a alguien. Lo curioso de su caso es que fue irritando sucesivamente a diferentes clases de lectores. Ahora, sus ditirambos generalmente abstractos a la libertad, donde libertad y liberalismo se equivalen de forma harto simplificada, enerva a sus otrora seguidores progresistas, pero recuerdo, a modo de ejemplo, haber escuchado a Mujica Lainez, en las entrevistas españolas que suele pasar canal Encuentro, atacarlo encarnizadamente, decir explícitamente que Vargas Llosa era sinónimo de un mal escritor latinoamericano, y quedaba muy en claro que no hablaba estrictamente de literatura. Hombre apasionado aunque ahora no lo parezca, fanático y emprendedor (no hay que olvidarse que fue candidato a presidente de Perú), no llega a ser un cruzado pero tiene, sin dudas, la fe de los conversos.
Vargas Llosa parece haber vivido siguiendo la divisa de su amado Flaubert: “Madame Bovary soy yo”. En un medio literario latinoamericano cada vez más vaporoso y light, rendido a los pies del mercado global que cobija neutralidades e impersonalidades, él por lo menos defiende sus causas en primera persona. Ego no le falta, y pone el cuerpo en sus libros, los buenos, los malos y los regulares. Encarna el devenir de un escritor que ha sobrevivido al boom y a la leyenda de sí mismo en la eterna pelea con García Márquez por el podio (algo que en la entraña del boom parece haberse resuelto de manera salomónica hace ya décadas: Vargas Llosa se quedó con la ciudad real y García Márquez con la tierra imaginada) y que con disciplina y ardor atravesó las últimas décadas saltando de tema en tema, de pasión en pasión (a veces dando la impresión de que esas pasiones son auténticas y personales, otras que asume pasiones prestadas, y al asumirlas, lo hace con pasión), forzando a sus lectores a una constante lucha cuerpo a cuerpo.
Nosotros, argentinos, lloraremos por siempre jamás que no le hayan dado el Nobel a Borges. El tamaño de mi injusticia, debería llamarse. Pero hay que admitir que el Nobel de Literatura siempre es más injusto por lo que omite, no por lo que otorga. En este caso, no fue injusto. Un poco tardío si se tiene en cuenta que hace ya años podrían habérselo otorgado a Vargas Llosa sin que la cosa cambiara demasiado. En definitiva es la América latina representada en sus libros más salientes la que se premia, y se reconoce su geografía y su lenguaje, no el español globalizado y gilipollas de estos días, de libros que ni se pueden leer.
En un momento tan interesante de América latina, y aunque suene un poco paradójico, el premio a Vargas Llosa premia también a sus mejores lectores, los que saben que no estaban equivocados a pesar de tantos momentos de vacilación. Es cierto que vamos a tener que seguir aguantando sus nasales filípicas contra el populismo y las dictaduras de izquierda pero no se resuelve la cuestión rezongando porque no nos cierra ideológicamente. Sería la misma actitud de los que ya están adoptando un tono revanchista (¿vieron? ¿vieron?) y se regodean porque saben que a ciertos progres este Nobel les cae como una patada de burro.
Hay que aceptar que este hombre con estas ideas es el autor de aquellos libros y que ahora tiene este premio. Y el hombre puede respirar tranquilo. Lo ha logrado ¡al fin! después de haberlo buscado tanto, porque hay que decirlo, a Mario le gusta más el bronce que el pisco.
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