› Por Tony Curtis
¿Cuántas personas en el mundo son Van Gogh? Imagínense a un pintor abstracto que está rematadamente loco, que se corta la oreja, que vive con comedores de papas cuando podría estar viviendo mejor. Vende una pintura en toda su vida. Imagínense encontrando a un chiflado como él en el Bronx. No sería tan difícil.
De chico, nunca sentí que tuviera nada o que yo fuera nadie. Esa era mi ignorancia. Nunca me sentí talentoso. No prestaba atención en la escuela. Una vez escribí mal cada una de las palabras en una prueba de ortografía. La maestra me puso un menos cero porque escribí mal hasta mi nombre. Me olvidé de poner la t en Schwartz.
Si no conocés tu talento, no irás en ascenso.
Se ha dicho que es imposible entender a nadie a menos que entiendas su vida sexual. A mucha gente la asusta eso. A mí no.
No es difícil entender la fascinación de Norteamérica con Marilyn Monroe. Fue la primera chica que usó blusas transparentes. Yo la conocí en el ‘49 en la Universal. Yo ya estaba bajo contrato. Ella estaba tratando de que la contrataran. Yo debía tener 23 o 24. Nos conocimos en el estudio y empezamos a salir. Anduvimos juntos por seis o siete meses. Una relación estable. Cogimos como conejos; sabrán disculpar la expresión. En su momento nadie sabía lo grande que ella se volvería más tarde. Nunca me pareció que su figura fuera tan apropiada; sentía que era un poco abultada en algunos lugares. En ese tiempo entonces era pelirroja, y no parecía muy distinta de todas esas chicas que estaban fuertes y tratando de entrar al mundo del cine. Pero luego desarrolló esa mujer estúpida –no, no quiero llamarla así–, esa cualidad de niña pequeña e inocente. En las películas empezó a hablar lento, como si estuviera pensando las palabras que iba a decir, y eso se convirtió en su magia. Eso y su blusa transparente encajaron a la perfección.
El sexo es algo en lo que te podés volver bueno, como en esgrima. Uno puede aprender esgrima. Uno puede aprender a coger.
Cuando salí de la Marina usé el pase para veteranos de guerra para entrar al Dramatic Workshop, que quedaba en el President Theatre sobre la calle 43. Walter Matthau y Harry Belafonte estudiaban ahí también. Todos estábamos tratando de pegarla. Más tarde me fui a California, y empezaron a pasarme cosas buenas. Cuando volví a Nueva York para promocionar Dime con quién andas (City Across the River), me dieron una suite en el Sherry-Netherland y una enorme limusina negra. Me la llevé para mostrársela a mis amigos del Bronx y ellos se pasaron por el Dramatic Workshop. Era una tarde terrible y lluviosa, ¿y a quién veo en la entrada? A Walter Matthau. Tiene un largo y pesado abrigo con un boleto de apuestas de las carreras asomando del bolsillo, y está mirando la alcantarilla. Acá estoy yo en esta linda, cálida limusina. Y ahí está él, este gruñón rodeado de un mundo frío y miserable. La expresión en su rostro decía: “¿Qué cosa buena va a pasarme a mí jamás? ¡Ninguna!”. Entonces le digo al chofer que se detenga a su lado. Ahora Walter está mirando la limusina. Bajo la ventanilla, lo miro y le digo: “¡Me cogí a Yvonne De Carlo!”. Subo la ventanilla y le digo al chofer que nos vayamos enseguida de ahí.
No, no, no, ¡no se enojó! Durante años, a Walter le encantó contar esa historia en las fiestas. La hacía durar veinte minutos.
Yo estuve en Palm Beach con Joe Kennedy justo antes de la asunción de su hijo. No sé por qué, pero el viejo me amaba. Se debía divertir mucho con mis películas. Estábamos sentados en este estudio tomando un trago cuando el teléfono suena. Atiende y es su hijo. Se queda escuchando por un rato y luego me hace un gesto para que me acerque y me siente junto a él, y me acerca el teléfono para que pueda escuchar. Jack está leyendo el discurso inaugural en el que está trabajando: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti. Pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. No me di cuenta de la importancia de esas palabras en ese momento. ¿Pero no fue cool? ¡Yo escuché eso! Antes que todos. Amo haber tenido esas experiencias.
A veces doy vueltas por ahí como Cristo. Voy a una fiesta –nadie sabe que lo soy, pero soy Cristo–. Esa es una experiencia de clase de actuación. Te mandan fuera del aula, y el profesor dice: “Cuando vuelva, es Jesucristo. Trátenlo como tal”. Así que yo entro en la clase de nuevo y todo el mundo se detiene, mira y se levanta por mí. Y yo me pregunto: ¿Qué carajo pasa? Quien sea que soy, me gusta.
Mis primeros cuatro matrimonios me enseñaron cómo llevar el quinto. Vean la suerte que tengo. Tengo una esposa de treinta y pico. Es dulce, y tenemos una relación maravillosa, y todavía miro chicas. Tengo que tener cuidado.
Nunca estuve cerca mientras mis hijos crecían. Estaba divorciado de sus madres, así que no llegué a conocerlos muy bien. Lo siento. Bueno, no lo siento. Simplemente no lo hice. A unos pocos de mis hijos los quiero mucho. Con un par no tengo relación. La estoy pasando bien con mis nietos. Vienen y dibujan y hacen cajas conmigo y todas esas cosas que les encanta hacer a los chicos.
¿Quieren escuchar algo de poesía? Acá hay algo que escribí: “No podés pedirle a un pez que no nade/ Es lo que único que hace de él, él”.
Tengo ochenta años. Ochenta malditos años. No me siento para nada diferente de cuando tenía treinta. Y acá estoy, sentado al lado tuyo, con todas mis facultades. En algunas áreas no soy lo que solía ser. Me duelen los pies. No meo a tiempo. Estoy perdiendo la vista. También el oído. Así que tengo que cuidar esas cosas. Pero tengo suerte. No tengo ninguna enfermedad que vaya a matarme, no todavía. Morirme, todavía no siento que vaya a pasar.
Podría ser un hombre apuesto a los 90.
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