Dom 16.03.2003
radar

La bestia humana

Partidario de una estética documental, apegado a la lógica accidentada de la realidad, el suizo Stefan Kaegi estrena Sentate, una investigación que bucea en las extravagantes relaciones entre seres humanos y animales. A mitad de camino entre el informe científico y el psicodrama zoológico, el espectáculo repasa los hitos del canon bestial (King Kong, María Elena Walsh, la Rural) de la mano de un elenco mixto: doce conejos, una perra, dos tortugas, una iguana llamada Lacan III... y sus verdaderos dueños.

› Por Alan Pauls

"Éste es el primer Shakespeare que hago", se ríe Stefan Kaegi en la penumbra del Teatro Sarmiento, mientras apoya sus piernas de suizo plegable contra el respaldo de la butaca de adelante. En el escenario, dos de sus intérpretes hacen una escena de Romeo y Julieta iluminados por un seguidor ansioso, un poco desconcertado, que va de uno a otro según los turnos que reparten el diálogo. La ruta Kaegi-Shakespeare ha sido menos larga –el director sólo tiene 31 años– que imprevisible. Antes de demorarse en este tête à tête romántico entre el Montesco y la Capuleto, Kaegi hizo teatro con 200 mil hormigas, con pollos recién nacidos, con 70 cobayos de sangre azul, con remiseros berlineses políticamente avispados, con una perra dogo, con aceleradores de partículas, con pasajeros de ómnibus, con un ufólogo profesional, con tres porteros cordobeses desocupados. Nada de ese curriculum extravagante, más propio de un recaudador de rarezas que de un director de teatro, parecía conducir a Shakespeare. Todo, en cambio, conducía a este Romeo y esta Julieta interpretados con parsimonia por Manolo y Julieta, las dos tortugas que Kaegi hará debutar en teatro el próximo jueves, cuando se estrene Sentate, el espectáculo que armó para el ciclo Biodrama del Sarmiento y cuyo elenco incluye, además, doce conejos, una perra llamada Garotita, a Jacques Lacan III –una iguana nacida en Miami que el propio Kaegi compró por 500 pesos en el Tigre– y a su elenco de dueños (María Cisale, Stella Maris, Martín Fernández y Enrique Santiago), ninguno de los cuales había pisado antes un escenario teatral.
Vivi Tellas, directora del Teatro Sarmiento, concibió el ciclo Biodrama como un proyecto de teatro documental. La consigna –usar vidas de seres vivos como material dramático– apuntaba a arrancar a la institución teatral del confortable repertorio de convenciones en el que suele ensimismarse, para confrontarla con las fuerzas, las materias informes, la lógica aleatoria de eso que –a falta de una palabra más joven– seguimos llamando lo Real. De los tres proyectos que el ciclo lleva producidos, todos estrenados el año pasado en el Sarmiento, dos (Barrocos retratos de una papa, de Analía Couceyro, y Temperley, de Luciano Suardi) vampirizaron las vidas que eligieron (la pintora Mildred Burton en el primer caso, la vida de una inmigrante en el segundo) para revitalizar de algún modo la identidad teatral, igual que los organismos privilegiados se asimilan los cuerpos extraños que deberían perturbarlos; en cambio el tercero (Los 8 de julio, de Beatriz Catani, que reunía a cuatro personas nacidas el mismo día del mismo mes del mismo año), se atrevió a poner en escena la tensión específica del proyecto y llevó la convención teatral hasta un borde precario, incómodo, donde las certezas de la representación artística hacían agua peligrosamente. Esa inestabilidad, que en la obra de Catani irrumpía con intermitencias, espasmódicamente, es la atmósfera natural que respira el teatro ready-made de Stefan Kaegi.
Tellas lo comprobó hace dos años viendo Torero Portero, el experimento urbano que Kaegi montó en la ciudad de Córdoba con producción del Instituto Goethe local. Tres porteros sin trabajo, convocados mediante avisos en los diarios, conversaban, cantaban tangos y rememoraban pormenores laborales –vecinos, ruidos molestos, consorcios– de pie en una vereda céntrica, de noche, contra un gran paredón, barridos por los faros de los autos, mientras el público, instalado en un local con vidriera a la calle, los contemplaba desde la vereda de enfrente y seguía sus voces a través de parlantes. Eso –esa tasa de realidad, esa nitidez conceptual, esa mezcla de profundidad y de gracia, de orden y de caos– era exactamente lo que Tellas tenía en mente cuando acuñó la noción de biodrama. Se puso en contacto con Keagi, le contó las características del ciclo y lo invitó a participar. Keagi aceptó. Iría a Buenos Aires, dijo, apenas terminara de montar el proyecto que lo retenía en Salvador de Bahía, el Audiotour, una versión crítica de las visitas guiadas paraturistas que involucraba a un ómnibus de línea, un recorrido urbano socialmente significativo, veinte pasajeros con auriculares y una banda sonora que en un abrir y cerrar de ojos pasaba de la muzak al costumbrismo, y de ahí a la sugestión, a la amenaza, al complot.
Keagi desembarcó en Buenos Aires con el mismo arsenal con el que viaja por el mundo: una computadora portátil, una cámara de video digital, un grabador de minidisc. Su idea era trabajar sobre la Ley, sobre la teatralidad "natural" que exudan los escenarios de la justicia. Su trabajo de campo ("Intento hacer lo que hace un periodista", dice Kaegi: "observar algo muy bien, investigarlo y transferir realidades, abrir una ventana a otra realidad") incluyó visitas a Tribunales, un par de audiencias en el caso AMIA, la asistencia a una sesión en un juicio por un crimen pasional. Entonces desistió. "Todo me resultaba interesantísimo", explica, "pero la justicia es algo muy específico de un país, y me pareció que no iba a poder reunir la información histórica suficiente para llegar a una conclusión teatral sobre el problema".
En eso estaba cuando Kaegi sintió el llamado de la selva. Venía de muy cerca: el Teatro Sarmiento, donde había instalado su cuartel general, está pegado al Zoológico de Buenos Aires. ¿Quería vida? ¿Quería representación? ¿Quería teatralidad sin teatro? No tenía más que asomarse por la ventana: flamencos, osos polares, ecosistemas fabricados, exotismo de cartón pintado... Sentate, el espectáculo que Kaegi define como "un zoostituto", nació de la constatación de una evidencia urbana: la contigüidad promiscua entre una sala de teatro que expone seres humanos, una institución que expone animales (el zoológico), otra que los hace competir (la Rural) y la avenida Sarmiento, la vía regia que embotellan a diario los paseadores de perros de la zona. "Es un mecanismo automático", dice Kaegi: "cada vez que entro a un teatro tengo el instinto de abrir la puerta de atrás y ver adónde da. Es una de las cosas que distinguen al teatro del cine: el cine tiene una función global, el teatro una función local. Se lo puede ver como un defecto, pero para mí es algo muy inspirador. Me encantaría que Sentate termine con nosotros saliendo y acercándonos a las rejas de atrás del teatro, las que lo separan del zoológico, como si, vistos desde la perspectiva de los animales, los enjaulados fuéramos nosotros. En algún sentido, el tema del zoológico está en continuidad con el de la Ley: es un clásico ver al zoo como una prisión y a las jaulas como celdas...".
Sentate es una obra sobre mascotas y dueños. ¿Qué te interesaba de esa relación?
–Normalmente, los biodramas son biografías de gente que uno puede entender. Tomas la vida de Bertolt Brecht, por ejemplo, y puedes seguir todas las marcas que dejó: obras, documentos, fotos. Y la mayor parte de ese material proviene del sujeto mismo de la biografía. En este caso, me pareció muy didáctico seguir a una persona viva, a la que puedo interrogar, si quiero, y al mismo tiempo hacer la biografía de alguien a quien no puedo acceder del todo, nunca. Eso es lo que hace el dueño de una mascota cuando arma, por ejemplo, el álbum de fotos de su animal. Es una relación muy cercana, y al mismo tiempo tan opaca... Yo recuerdo que en mi casa, cuando nos sentábamos a la mesa para comer, muchas veces mi madre se sacaba las medias para que nuestro cocker spaniel pudiera lamerle los pies mientras ella comía. Era como un círculo cerrado de alimentación: iba desde arriba, donde comía mi madre, hasta abajo, donde el perro le lamía los pies. Ésa es la clase de intimidad que se puede tener con un animal. Es un juego de "papeles": el papel que asume el animal con su dueño, por ejemplo. Y esa manera tan rara, pero tan teatral, en que los dueños monologan hablándoles a sus mascotas. Es como cuando Hamlet habla con la calavera. La calavera es una forma intermedia entre el espectador y el actor, y es necesaria para que el actuar pueda monologar. ¿Cuánta gente se pondría a monologar en su casa si no tuviera una mascota?
En los avisos que publicaste para reclutar el elenco pedías dueños con mascotas, pero también extras de cine. ¿Por qué?
–Se me ocurrió viendo a los guardias del zoológico. Parece que el cuidador del oso polar está con el oso desde hace 15 años. Y la pregunta era: si la jaula es un teatro y la reja la "cuarta pared", ¿quién es ahí el protagonista de la obra? Si es el bicho, entonces el cuidador es una especie de extra, o de apuntador. Y cuando uno va con su mascota por la calle, ¿quién pasea a quién? ¿Quién tiene el papel principal y quién el secundario? Un adiestrador de animales para cine nos contaba los rodeos complicadísimos –tan teatrales, por otro lado– que tiene que hacer fuera de cámara para convencer a los animales, que están en cámara, de mirar hacia acá o hacia allá. Ahí el protagonista es el animal, pero el que hace todo es el hombre, el extra.
El cásting es una fase clave en tu trabajo. Es el momento en que recolectás las muestras de realidad con las que vas a trabajar. ¿Cómo elegiste el elenco de Sentate?
–Me guío mucho por cierto equilibrio. Si teníamos a Enrique, un hombre que había trabajado con repuestos de autos, que tenía tortugas y quería ser piloto, era preciso contraponerle movimientos rápidos: necesitaríamos conejos. Y ahí estaba María. Y también necesitábamos a alguien que representara el concepto clásico del animal como sustituto, que es el caso de Stella, la dueña de la perra Garotita. Y en un momento nos dimos cuenta de que sería bueno tener a un joven en la obra y apareció Martín... A mí los cástings me encantan porque tengo una chance muy única de explicarle mi teatro a gente que no tiene la menor relación con el teatro. Los primeros 15 minutos los dedico siempre a explicar para qué hago lo que hago, por qué, por qué acá, en el Teatro Sarmiento... Es muy importante, porque para mí la obra empieza en el momento en que voy "molestando" a la gente con mis ideas. Trabajar con ready-mades genera mucha resistencia, porque los problemas que traen no son inherentes al teatro. Los animales, por ejemplo: dónde van a vivir, quién los va a alimentar, a quién le corresponde recoger la caca de los conejos, etc. Me ayuda mucho, para explicar lo que hago, el ejemplo del cine documental. Todos saben qué es un documental. Y yo digo que lo que vamos a hacer es eso, un documental, pero en un teatro. Eso baja enseguida el nivel de artificio. Nadie quiere ser artificial en un documental. Muchos se van pensando realmente que estamos filmando una película. Y en verdad no estamos muy lejos: conversamos, grabamos mucho con la cámara... Es una investigación. La gente no es muy consciente de que todo lo que dicen ya forma parte de la obra, pero cuando llego con los textos escritos, y ellos se dan cuenta de que ahí está lo que dijeron tres días atrás, en un ensayo, empiezan a entender. Ven lo que dijeron transformado en literatura y se asustan un poco, pero se sienten honrados porque se dan cuenta de que lo que hacen tiene valor. Enrique cambió mucho la manera de tratar a sus tortugas cuando se dio cuenta de que si las trataba mal, era su propio trabajo en escena el que se malograba. Es lo que pasa con los actores: por más divos que sean, tienen que llevarse bien hasta con el último extra de la escena, porque si no, todo se les vuelve en contra.
Cada intérprete habla directamente a público y dice siempre "nosotros", como si fueran socios en una serie de experimentos, y el estilo de los textos es el de un informe de una investigación en proceso.
–Todos los textos resumen cosas que conversamos con el elenco. De ensayo a ensayo vamos como en un juego de ping pong: charlamos, ellos dicen algo que yo anoto y dos días después vuelvo con una tarea de improvisación basada en lo que dijeron. Un día Enrique contó que una de las tortugas se había dado vuelta y yo les pedí a todos que la imitaran en esa situación. Y la forma dramatúrgica de diario íntimo es la más adecuada, me parece, para documentar todo ese proceso. Porqueefectivamente hicimos un montón de experimentos: la clase de "ciencia casera" que usamos cuando queremos saber algo. Porque lo que persiste en la relación con el animal es que nunca sabremos cuál es el grado de proyección que hay en lo que decimos de él cuando decimos que está feliz, o triste, o con culpa... Y lo interesante es que nunca nos cansamos de querer saber. En ese sentido, cada dueño de mascota es un científico de su animal. Un científico que muchas veces fracasa. Me encanta el momento de la obra en que se frustra la carrera de los animales: el conejo corre al revés, la iguana no entiende la orden... O cuando, en los ensayos, los conejos levantaban la cortina y asomaban la cabeza para espiar qué hacíamos en el escenario.
En un ensayo, uno de los intérpretes se escondió detrás de la cortina y gritó "¡Me perdí!", y vos le pediste que no se escondiera. Dijiste algo que sonó como un axioma: "El error en escena es teatro perfecto".
–Eso viene de mi propia experiencia. Cuando me aburro –y cuando voy al teatro me aburro mucho– me concentro en puntos muy pequeños: la tos del vecino en medio de una ópera, el que se levanta del asiento antes de que la obra termine o, viendo La Tempestad, por ejemplo, escuchar los truenos de una tormenta real entrando en la sala... O ese momento grandioso en que un actor se olvida el texto. O cuando vemos cómo están hechas las cosas en el escenario. Por eso no quiero que los actores se escondan. Para mí, la artificialidad del teatro es mucho más atractiva cuando veo cómo está hecha. Si no, siempre queda atada al concepto de lo sublime, a todos esos protocolos rígidos, restrictivos, como los que el ballet clásico le impone al cuerpo. Me puede gustar el kitsch de esa artificialidad, pero me gusta mucho más cuando la veo fracasar y cuando ese fracaso, además, atenta contra la idea de un timing "perfecto"... En mi proyecto Physik, que era sobre fenómenos de física, había escenas que tenían que durar un minuto y de repente duraban cinco. Una de las estrellas de la obra era una caja de hierro que se movía impulsada por una caja de sonido que tenía adentro y andaba bien bien despacito sobre el suelo. Pero la velocidad del movimiento dependía de la presión que había en la sala, que cada noche era diferente, y eso la volvía incalculable. Había ahí una tensión que jamás podrías encontrar en una película.
¿Estás en contra de la ilusión teatral?
–Diría que no la produzco de la misma manera que un teatro clásico. Pero para mí es muy importante que aparezcan rastros o restos de ilusión. Me encanta cuando María toma su conejo y le pone el micrófono en la nariz y el sonido de la respiración da la sensación de un helicóptero. O la escena de Shakespeare con las dos tortugas. Todo el mundo sabe que no son las tortugas las que hablan, pero tú admites voluntariamente cierto grado de ilusión porque te encanta la idea de asistir a una conversación entre tortugas. Pero me gusta también acompañar con una música super suave de película kitsch de Hollywood a Enrique, que explica por qué las tortugas se hacen pis cuando las sacan de su caja. Ese choque es necesario. El pis de las tortugas solo no alcanza. Y lo mismo pasa con el espacio: si hiciéramos la obra en la calle, por ejemplo, no funcionaría. Hace falta una distancia.
Usás el error como una máquina de producir distancia.
–La otra noche fui a ver El pánico, la obra de Rafael Spregelburd, y apenas empezó vi que el picaporte de una puerta de la escenografía giraba en el vacío. Estuve toda la obra viendo cómo cada actor que lo tocaba lo iba dando vuelta, hasta que terminó girando 360 grados, y todo el tiempo tenía miedo de que alguien terminara de romperlo y bloqueara la única puerta que los actores usaban para entrar y salir de escena. ¿Qué pasaba con la obra si no se podía usar esa puerta? Es ese miedo lo que me encanta: esa concentración... Lo contrario de lo que pasa en las artes plásticas, que es el campo donde yo me formé. Ahí tú pones cualquier cosadentro de un museo y ya es arte. No tienes la responsabilidad que asumes cuando tienes en tus manos una hora de la vida de un espectador. En las ferias de arte hay 10 mil artistas expuestos por mil galeristas y pasas de uno a otro y ves que ya todo ha sido hecho, pero nadie se interesa realmente por nada porque nadie dice: "OK: si tú quieres ver esta obra siéntate durante una hora y reflexiona". El espectador de teatro, en cambio, está quieto, y siempre se siente un poco responsable de que todo termine bien. Por eso se porta tan bien. (Ahora que lo pienso, a su manera, ellos también están enjaulados.) Lo que me encanta del teatro –y por eso dejé las artes plásticas– es que obliga al espectador a concentrarse en una duración, una narración temporal.
"Teatro". ¿No habría que encontrar otro nombre para una experiencia como Sentate?
–No veo por qué. Para mí, "teatro" es un lugar donde se representa el mundo y donde suceden cosas en vivo delante de espectadores. Y eso es lo que hago. Todas las decisiones que tomamos en Sentate tienen que ver con cómo los intérpretes representan su vida y sus relaciones con sus mascotas. Para representar el capitalismo salvaje, por ejemplo, hablamos de los precios de los animales y de cómo cuando se privatizó el zoológico la jirafa pasó a ser de Coca-Cola, el oso polar de Kibon y las víboras de Sony. Así que no veo ningún conflicto en ese sentido. Tal vez la diferencia esté en que lo que hago no se termina en el momento del estreno, y nunca se transforma en "Gran Arte": es algo que se presenta, sigue, va siendo utilizado y debe ser corregido. Yo no siento ninguna vergüenza de corregir según lo que me dice el público, siempre y cuando tengan razón. Porque el teatro sucede aquí, en la cabeza, no en el escenario. No es que hay algo sublime que sucede en escena y si el público no lo entiende es porque es burro. No. Teatro es una forma de comunicar contenidos y contextos; es una forma de abrir la visión, y sólo funciona si funciona con el público.

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