Sáb 06.11.2010
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Pampa y pompa

Ignoradas, olvidadas o desconocidas durante décadas, han sobrevivido hasta nuestros días una cantidad importante de piezas de las culturas indígenas de la frontera pampeana. Los significados de los colores en los ponchos, el idioma de la plata repujada, los símbolos que identificaban a cada cacique, el rito en sus instrumentos musicales y varios enigmas esperan ser interpretados en ellos. Claudia Caraballo de Quentin, sutil y perspicaz coleccionista desde hace años, ha comenzado con ayuda de amigos, historiadores y antropólogos, la delicada tarea de entenderlos. La muestra Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX, de la que es directora general y que se inauguró ayer en Proa, expone objetos de caciques como Namuncurá, Catriel, Foyel, próceres como San Martín y Rosas, plateros, cautivas, mestizos, Lucio V. Mansilla, y la sombra de una economía informal de trueque, regalo y robo durante la guerra entre los blancos y los indios.

› Por Maria Moreno

Ni el Parlamento de Budapest con sus cuarenta y cinco kilos de oro en revestimientos, ni la iglesia de Santa Prisca en Taxco con más cantidad aún y sus columnas decoradas con granadas y conchas, ni la cueva de Alí Babá tienen la magnificencia de la última muestra de Proa: Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX. La lata del dato precisa: “más de quinientos trabajos de platería, ponchos y objetos de uso cotidiano pertenecientes a la tradición de las pampas y la Patagonia argentina y chilena de hace dos siglos”. No podía haber estado en mejor lugar, nada de museos especializados, sino un Centro de Arte Contemporáneo, porque lo que la muestra prueba es que hubo una especie de Bauhaus de los pajonales que nunca se vio, como ahora, toda junta. No creo que ninguna otra muestra, ni allí, ni en ninguna otra parte, la emparde, al menos, durante este año.

Leer en esta muestra una mera historia de vencedores y vencidos, sin sus matices, sus negociaciones, sus esencias rotas, sería equivalente a leer Operación Masacre como un policial. La dirección general es de Claudia Caraballo de Quentin (Luigi) y el diseño expositivo de Luis Fernando Benedit. Desde su oficina de la calle Libertador –piso sugestivamente 19 aunque no escrito XIX–, a Claudia Caraballo le gusta explayarse sobre esta patriada de patrimonios sobre cuyo espacio Adriana Rosemberg, la directora de Proa, no dudó un segundo. Para memorizar la muestra, que se inauguró el jueves, usa de machete sus dos libros, Arte de las pampas en el siglo XIX y Platería de las pampas (Ediciones La Rivière); al primero lo editó, al segundo lo coordinó, pero los dos tienen muchos especialistas invitados. Claudia es nieta de Alfredo Hirsch, presidente de Bunge y Born y fundador del Otto Krause –según ella un coleccionista ecléctico, mientras todos compraban sólo impresionistas– y que mereció una sala (la primera a la izquierda) en el Museo de Bellas Artes. También fue el tipo que se le plantó al general Roca para decirle: “Acá hay que hacer elevadores de granos para exportar”. “Pero usted ¿qué edad tiene?”, preguntó el autor de la Campaña al Desierto. “Veintitrés”, dijo el esteta-empresario.

–Además, yo tenía un tío que era coleccionista de cosas criollas. El me regalaba siempre algo: una fusta, un cuchillito. Cuando tuve más o menos 16 años conocí a John Walter Maguire. Era muy amiga de la hija y con ella formábamos parte de un grupo de esos que siempre se juntan los sábados. Y este señor, coleccionista, tenía un cuartito y yo lo veía que estaba siempre haciendo algo. No sabía qué. Un día me invitó a entrar. Fue la primera vez que yo vi cosas que eran muy diferentes a las coloniales. Me acuerdo de unos calzoncillos cribados. Tenía muchas piezas de soga de tendón de avestruz. Fue muy amoroso. Me dedicó su libro Loncagüé sobre la vida y el arte en la llanura: “Para Claudia, de este admirador, para que Loncagüé la acompañe para siempre”.

En las cuatro salas que ocupa la muestra hay series ordenadas de joyas y adornos de mujer, platería y objetos ecuestres, escenas de hogar y del comercio con sus puestas austeras de sillitas, morteros y bateas. Las vitrinas dejan bajarse a tomar agua –como diría el finado Miguel Briante a quien seguramente le gustaría Las Pampas...– en el espacio vacío entre piezas.

–Fijate que hay muchísimos objetos y no dan sensación de abigarramiento –dice el historiador Raúl Mandrini, que colaboró en los libros y la muestra, mientras relojea un mate de plata con tres patas de cobre–. Ya me lo quisiera para mí. Pero a esas bombillas no las usaban todos, eh. En un texto de Armagna, el médico militar francés que anduvo por las pampas y que visitó a Catriel, en las tolderías de Cipriano, dice algo así: “El último día de nguillatun, los caciques y los invitados especiales tomamos mate con bombillas de plata, los demás indios con bombillas de latón”.

La reconstrucción del parlamento podía sugerir un coloquio entre maniquíes o de espantapájaros, pero nada de eso. La luz baja sobre esos soportes antropomorfos de lana negra, de perfil bajísimo tras el lujo de los ponchos –lujo de diseño pero también de símbolos–, no sugiere la cita fashion de una derrota sino la de una conspiración, como la de 1874, en que Namuncurá, Pincén, Baigorrita y Juan José Catriel armaron “el malón grande”.

“Pensé: ¿hacemos una carpa o un toldo? No. Eso es un cacherío. Patricio López Méndez respetó exactamente el diseño de Tato Benedit”, Claudia Caraballo siente que eligió bien.

Es una pegada que a la primera sala la abra un piquete arty de mujeres con lloven ngutroe y tupu (imposible tentar un artículo determinante o indeterminante). Prefiero el que la ficha detalla como “lloven ngutroe: tocado de lana de oveja tejida y bordada, recubierta parcialmente por cupulitas de plata cosidas de factura mapuche; tupu: aguja de plata con disco de círculos concéntricos y centro floral de ocho pétalos”. Le hubiera quedado bien a Victoria Ocampo, que tenía algún rasgo de su antepasada, la india Agueda. Y hubiera matado de envidia a Coco Chanel.

LAS PISTAS DE LOS CACIQUES

Sobre la mesa de mármol grande como una pista, Claudia Caraballo manipula los dos libracos lujosos en donde ha sugerido, coordinado, propuesto, reclamado con esa obsesión de los fanáticos benignos que se disgusta por una mínima manchita y entonces hay que organizar una comisión para convencerlos de que es una cosa de nada, que el resto es monumental. Señala las fotografías y va contando los indicios.

–Yo descubrí que en la platería pampa, sobre todo en la parte del sur del río Colorado, en cosas de mapuches, tehuelches y pehuenches, la presencia del triángulos y la semiesfera repujada. Entonces lo llamé a Aldunate (Carlos Aldunate del Solar, director del Museo Chileno de Arte Precolombino) y le dije: “Carlos, yo necesito entender el kultrum” (el instrumento de percusión mapuche). Entonces, divino, me indicó un artículo sobre el kultrum sin decir que era de él. El triángulo está muy presente porque la parte de arriba del kultrum se forma con cuatro triángulos. Yo no afirmo nunca nada: siempre digo “posiblemente”. Luego empecé a obsesionarme mirando las semiesferas repujadas. Diez días antes de cerrar este libro, me iluminé: ¡si es la parte convexa del kultrum! Acá adentro (señala la imagen de un tamborcito ritual) ellos ponían dos pepitas de oro, dos de plata, dos de trigo, dos de maíz –a mí me dijeron que eran dos, yo nunca abrí ninguno, por Dios que nunca lo hice–: eran signos para que no falte la comida, que no falte el dinero. La platería es muy abstracta, entonces representaron el kultrum en esta semiesfera. Yo digo posiblemente sea. ¿Ves en la agarradera de ese cuchillo los puntos del kultrum?

No, no los miro, me obsesiona la pava de plata batida y burilada (en la muestra y en el libro), tan de entrecasa y de almacén de ramos generales, apenas arañada y con el asa y la perilla de una madera que parece no haber sido sobada hace mucho.

–¿Esta pava? La compré en Saráchaga por cien dólares. Fui con mi marido y dije ¡esto es pehuenche! En todo el borde hay un pequeño puntilleo, ¿ves? No bien tuve mis primeras piezas empecé a hacer comparaciones. Hasta les pedí a mis amigos que me prestasen las suyas para poder estudiar. Todos dicen: “Esta es la colección de Claudia”. ¡No! Tengo amigos sumamente generosos porque me han dejado las piezas por un largo tiempo.

Lo que hacés es empírico. Y por ahora no tenés quién te refute.

–A mí me llamó la atención que nadie me haya escrito para decirme: “Esto no es así”. ¿Cómo empiezo el descubrimiento de estas piezas? Agarré las cuatro cabezadas de Maguire que he visto en lo de él y pensé: “Si Maguire dice que ésta le perteneció a Ramón Platero, ésta a Mariano Rosas, ésta a Vicente Pincén y ésta a Nahuel Payún, y las cadenas y los detalles son diferentes, quiere decir que cada cacique tiene sus diseños: un Nahuel Payún no se va a poner cosas que no sean propias. Porque cada uno tenía un platero o retrafe. Estaba Manuel Virhué, que trabajó para Calfucurá; Ramón Cabral, que también era cacique. Entonces empecé a agrupar los distintos tipos de eslabones (señala una cabezada hecha de semiesferas planas unidas por una argolla) para identificarlos.

La diferencia está en los eslabones.

–Y cada eslabón no se encuentra en piezas de ningún otro.

Entonces el eslabón es el logo. Esa es tu hipótesis.

–Puede que el cacique y los capitanejos usen la misma figura como una camisa de Gap. Pero te quiero contar cómo llego a descubrir que esta cabezada es realmente de Mariano Rosas. Vi ese adorno del capullo de rosa, una flor que no está en la fauna autóctona, como el cardo santo, por ejemplo, que usan mucho. ¿Cómo era posible una rosa? De repente me di cuenta. Una amiga mía, la mujer del embajador Carlos Ortiz de Rosas, tenía un anillo con las armas de familia de los Rosas y aparece la misma rosa que está en la platería. Porque Mariano había sido raptado por Rosas en su niñez, pasó tiempo con él y después se volvió a los toldos, siendo su ahijado.

Una rosa que viene de “Rosas” y no de “las rosas”.

–Y mirá esta flecha para abajo (señala un estribo, unos aros, un cuchillo), es de Pincén. El otro día vino Luis Pincén, si vieras la emoción que sintió.

En una testera hay un rostro de mujer con tocado de plumas de ñandú. Las cadenas van formando v cortas. Claudia Caraballo –que ya no es la chica de 16 años que espiaba los calzoncillos cribados en el cuarto de Maguire– le discute al maestro que sean rayos estilizados, para ella son aves en vuelo, esa recurrencia de la pampa. La cabezada es de Ramón Platero posiblemente.

–Yo veía esta carita acá y me preguntaba ¿va a ir un cacique a la guerra con la imagen de una mujer en la cabezada? Entonces pensé: “Esta debe ser la cabezada que él le hace a la mujer y tiene un tocado de plumas como para decir “blanca”.

Entonces, ¡es Fermina Zárate, la de Una excusión a los indios ranqueles!

Fermina Zárate (cautiva del cacique Ramón el Platero) se quedó en los toldos a causa de sus hijos mestizos, sin culpar a Dios de que la hubieran agarrado los indios, sino a los cristianos que no cuidaban a sus mujeres.

–Mirá esto: ¿dónde hay huevos periformes? Los de ñancul (buteo polyosoma), uno de los pájaros que adoraban. Me di cuenta.

Cada vez que asocia, Claudia Caraballo pone la cara de ¡Eureka! que Sherlock Holmes se negaba a poner –era flemático– cuando deducía por unas huellas en un piso en el que se había volcado creosota que el asesino era rengo.

LA EVIDENCIA ESTA EN LOS PONCHOS

Las imagino montadas de a tres, a lo dama y sobre la misma yegua –mujer principal, hermana, una cautiva– levantando en el galope un humo rosado como en aquella película de Solanas (efecto crepúsculo en la pampa), lloven ngutroe en tirabuzones de plata y tupu tamaño cd de estrellita central, chinas como las que venían zalameras a justificar ante Mansilla las vueltas de los principales de la tribu para mostrarse. Pero hubo también caperas tehuelches que hacían capas de chulengo nonato y las pintaban para cada uno –había de joven, de casada, de viuda, de solterona, de caballo, de perros–, para todos “un nombre dibujo” según el código descubierto por Sergio Caviglia (“animal-pelo-hacia afuera”, “hombre-pelo-hacia adentro”). Y tejedoras mapuches que, entre el corral y el toldo, desarrollaban técnicas más propias del matemático y del geómetra que de la tejedora que no escarda sino que va retorciendo la lana virgen con un palito: el ikat (se hacen ataduras en la urdimbre, hasta 1600, según cálculo para las guardas escalonadas y se cubren con greda que, después de teñir, se quita) y el plangit (se pellizca un poco de la urdimbre y se ata la base fuerte antes de teñir, luego se desata).

¿Cómo calculaban si siempre teñían antes de tejer? ¿A ojo sabio o con regla comprada? La escolástica del poncho habla de “teñido por reserva”. La experta Graciela Suárez menciona tramas múltiples alternadas y secuenciales múltiples, toda una ingeniería en blando. Fui a releer lo que alguna vez me dijo el músico Juan Namuncurá:

–¿Tecnología huinca? No conozco muchas obras occidentales que sean como las de Machu Picchu. En la civilización incaica no hubo artesanos: hubo ingenieros, arquitectos, diseñadores. Pero, claro, el indígena no sabe. Al indígena hay que ayudarlo: “Tome esta beca y haga canastitas”. Pero si vamos a hacer revisionismo, el indígena al que todos consideran un simple artesano está así porque ha habido no sólo un robo de la tierra sino una destrucción en el plano artístico, cultural y científico. Yo siempre voy a comparar con otras culturas que han tenido continuidad, mientras la de nosotros ha sido destruida. Cuando los incas se reunieron para hacer la Puerta del Sol, indudablemente tienen que haber participado un astrónomo, un matemático, un físico... ¿Quién la hizo? ¿Quién la talló? ¿De dónde se trajeron las piedras? Para que toda esa gente se haya puesto a hacer eso de la noche a la mañana tiene que haber habido una escuela, una transmisión de esos conocimientos, que le dieron un formato académico a la usanza indígena. Pero ésa es la gente que fue asesinada: desde ideólogos hasta científicos. Con lo que nos ha quedado estamos empujando para salir adelante de nuevo. Pero durante mucho tiempo era mejor una copa soplada en Venecia que un cerámico de un horno aymará.

Estas comunidades ágrafas de la pampa juntan en sus diseños estética, identidad, amenaza y fe, pero nunca gratuidad. Cada poncho habla como si escribiera pero el código es difícil de interpretar.

–Así como para los caciques la plata no era una riqueza en sí misma sino un elemento de prestigio y cada pieza no sólo es de una gran habilidad técnica sino simbólica, el poncho tenía funciones que excedían lo meramente utilitario –dice Mandrini–. Era expresivo. Significaba poder y protección. Por eso Mariano Rosas le regaló un poncho a Mansilla diciéndole que mientras lo usara, aún en guerra, nadie lo iba a tocar. Para los distintos grupos de la pampa, es un código de adscripción en donde, si bien hay una tecnología común, hay pequeñas diferencias.

El catálogo indica que el poncho de Mansilla está en la sala de arriba junto a uno de San Martín y otro de Calfucurá. No lo creo. En el nº 4 de la revista Las ranas, la mansillista Adriana Amante ha hecho un dossier sobre el general en donde figura una crónica de Miguel Angel Cárcano en que se cuenta que a ese poncho se lo ha comido la polilla. Este debe ser falso, me encocoro, me contagio el arte de la asociación de Claudia Caraballo y, antes de visitar la muestra, consulto la revista. Leo la crónica de Cárcano: “¡Mónica, Mónica! Traéme el poncho de Mariano Rozas”. “¡Miguel Angel!, has de creer que es el único objeto que me queda de aquella gran amistad y extraordinaria empresa (...).” “¡Mónica, Mónica!, traéme el poncho de mi compadre.” “Es la prenda que más quiero, Miguel Angel.”

Mónica aparece en la puerta del escritorio con una caja de cartón atada con cintas de seda blanca. El general se apresura a colocarla sobre el escritorio y desata los moños rápidamente. El poncho está dormido ante tanto papel que lo envuelve. El general lo despierta, lo acaricia, lo toma con ambas manos y levantándolo frente a la ventana va desdoblándolo con cuidado. De pronto vuela de sus pliegues una polilla, después otra, son muchas las que revolotean doradas en los rayos del sol. El poncho suspendido contra la luz aparece cubierto de agujeros luminosos. El general lo estruja entre sus manos. Vuelan las últimas polillas. Hace de él un envoltorio y lo tira sobre el sofá.

–Mónica, Mónica, ¿qué has hecho de mi poncho? ¡El único recuerdo que aún me quedaba de mis pasadas hazañas está destruido!

¡Proa, te agarré! ¡Este poncho no puede ser el legítimo! Camino a la muestra y voy paladeando mi triunfo, pero me detengo en los ponchos ingleses de tejido industrial con tramas de William Morris, en los Poncho Patria que también eran ingleses y usaban los blandengues.

Ni miro el poncho que Mariano Rosas le regaló al general Mansilla. Leo: “Poncho con laboreo realizado en faz de urdimbre. Actualmente carece de flecos, y no se puede determinar si los tuvo porque en el borde de urdimbre se le ha cosido un ribete de una cinta de algodón. El borde de la boca también presenta un ribete cosido. Según documentación, podrían ser ribetes de protección adornado por el propio Mansilla, aunque la calidad de las cintas utilizadas es diferente. Se han realizado numerosas reparaciones, incluyendo retejidos” (las itálicas son mías) .¡Ah, bueno! ¡Es él! Todo coincide. Sigo leyendo: “Estos últimos (los retejidos) se hicieron por el derecho de la prenda (éste está claramente determinado por las terminaciones trenzadas del llancal) dejando allí bordes e hilos sueltos, lo que nos indicaría que fueron realizados por una persona que ignoraba las convenciones de uso de la pieza”. ¡¡¡¡Mónica, Mónica!!!!

LA PLATA DE ABAJO

Dice Mandrini que cada pieza ha sido comprada, conseguida, regalada o robada. Que el comercio con la Araucaria era fluido, que de ahí venían monedas, plata en barra y chafalonías que se cambiaban por ganado. La frontera era tutti frutti. Ramón Cabral (El Platero) era hijo de cautiva, Panguithruz Güor se hizo Mariano Rosas y gaucho de lujo. La tecnología huinca llegó hasta las mismas trutrukas, esos instrumentos de sonido tristísimo que acompañan la densidad monótona del kultrum en las rogativas: si antes eran de caña calentada, ahora son de manguera revestida con lana de colores. ¿En dónde terminan ellos? ¿En dónde terminamos nosotros?

Pero no es lo mismo vender o regalar que haberse quedado en bolas. Ramón el platero fue sacado de Carriló y convertido en teniente coronel de indios; en 1882 formó parte de la expedición que fundó Victorica. Murió en La Blanca, bautizado en rigor mortis, lejos de sus fuelles fabricados con la panza seca de una vaca y cuyos picos estaban hechos con el caño de una carabina recortada. El gran Inacayal, “salvado” por el perito Francisco Moreno, murió en el Museo de La Plata, donde custodiaba las calaveras de otros guerreros de su raza (pasó sus años de cautiverio borracho y saludando al sol con el torso desnudo mientras murmuraba en su lengua y en pena porque sus mujeres eran sirvientas del huinca). Ignacia y Ramona Rosas, sobrinas tataranietas de Mariano, que todavía viven, ¿vendrán a reclamar el poncho? No, si ya era de Mansilla, lo único que le quedaba de sus hazañas.

Claudia Caraballo: “Cabe decir que la mayoría de estas piezas están todavía enterradas. Yo estoy convencida de que sí. Cuando se aran los campos aparecen boleadoras, pero los enterratorios están tres metros más abajo. De vez en cuando aparece alguien y dice: “Yo sé en qué parte de la pampa están... Pero a esto no lo digas”.

La pampa entonces no era esa ausencia de acontecimientos que decía el filósofo Vicente Fatone: es civilización en tesoros que llevan escrito a través de joyas y enseres el nombre en símbolo de la gente de Caulamantu, Nau Payán, Relmo, Pichún, Melideo, Raiman, Jacinto, Cristo, Pichún Gualá, Painé, Namuncurá, Catriel, Foyel y siguen los nombres.


Las Pampas: arte y cultura en el siglo XIX
Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca)
Hasta el 4 de enero de 2011
www.proa.org

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