NOTA DE TAPA
Hace treinta años salía
a la venta El lado oscuro de la luna
y todavía hoy gozamos y padecemos sus efectos. Conexiones insospechadas
con el cine de Hollywood; grupos de rock que se sienten obligados a parir en algún
momento su obra conceptual; eufóricos del rock depresivo; bandas que trabajan
como ejecutivos:
Rodrigo Fresán indaga en las secuelas de un disco que ya se vendió
treinta
millones de veces y del que todavía hoy se compran casi mil copias diarias.
El lado luminoso del producto
Me lo compré el domingo pasado. En Europa –como las aspirinas y
los diarios y los cigarrillos–, Pink Floyd se vende en esos sitios que
no cierran los domingos. El lado oscuro de la luna es, sí, un artículo
de primera necesidad. Aquí lo tengo, ahora lo escucho: la clásica
portada sin título y con prisma piramidal y rayo de luz sutilmente remozada
para conmemorar los fastos de la tercera década y para que sea diferente
pero igual a la de la primera vez y haga salivar a los fanáticos sin
por eso ofender su sentido de la tradición. El cuadernillo trae –otra
vez– las letras y rejunta reproducciones de parafernalia de pasadas celebraciones
(la de la caja Shine On, la del 20º aniversario, la del 25º aniversario)
y un texto en letra muy pequeña advierte que esta vez el sonido es mucho
mejor porque ha vuelto a ser masterizado digitalmente y reconvertido, para su
posible audición, en una cosa llamada Hybrid SACD o algo así.
Es cierto: el sonido es mucho mejor porque –la verdad sea dicha–
ésta es la primera vez que me compro El lado oscuro de la luna en CD.
Hasta ahora conocía –de memoria– la versión original
y long play girando en el estéreo de mis padres, cuyo parlante izquierdo
no funcionaba. Ergo: lo que yo oía era el lado menguante y oscuro de
la luna. Ahora oigo la luna llena y nueva y perfecta. Y se la oye muy bien.
El lado oscuro de la luna –a diferencia de lo que ocurre con otras producciones
míticas y fundacionales– no ha envejecido en absoluto. Podría
pasar perfectamente por cualquier cosa orquestada hoy por Brian Eno o Nigel
Godrich o el último gurú sónico de Madonna.
El lado oscuro de la luna es el soundtrack perfecto para el domingo por la mañana:
música activa y elaboradamente perezosa (en el mejor sentido de la palabra),
música de Pink Floyd, música clásica que de tan digerida
ni siquiera hay que pensar en que se la está escuchando. Todo está,
todo sigue estando en su sitio: los latidos de corazón relajado y los
despertadores en celo, la frase/definición que nos informa que “ir
aguantando en la más tranquila de las desesperaciones es the english
way”, el saxo de Dick Parry, la garganta profunda de Clare Torry en “The
Great Gig in the Sky” (votada hace poco como “la mejor canción
para hacer el amor jamás compuesta”), el formidable principio de
“Time”, esa línea de bajo en “Money”, el “On
the Run” (que inventa la house music quince años antes de que la
bauticen de ese modo), la guitarra marca Gilmour en “Us and Them”,
el gran finale de “Eclipse” y esa vocecita –la voz de Jerry
Driscoll, el portero de los estudios de grabación Abbey Road, donde fue
parido el disco– que justo antes de que todo acabe nos informa: “En
realidad, no hay lado oscuro de la luna. De hecho, es completamente oscura”.
Los revisionistas snob de hoy aseguran que en realidad el mejor disco de Pink
Floyd es el debut, The Piper at the Gates of Down (1967), de la época
en que todavía Syd Barret no se había caído cual Obélix
en una marmita de LSD. Los sociólogos no dejarán de señalar
la importancia behaviourista de The Wall (1979) como –a partir de su adaptación
fílmica– responsable de buena parte de la peor estética
MTV, así como de la obligación iniciática de arrojar televisores
por la ventana del hotel para acceder al status de rocker cabal. Y –en
lo que a mí respecta– mi corazón estuvo, está y siempre
estará con Wish You Were Here (1975), seguido de cerca por –ya
sé que suena raro– The Final Cut, de 1983. Pero no hay duda de
que nada puede vencer al invulnerable El lado oscuro de la luna en términos
de impacto y de mística y de poder residual y, sí, de rumores
completamente absurdos y demenciales. Considerado uno de los discos imprescindibles
de la historia del pop –no deja de aparecer en todas y cada una de esas
listas especializadas y de favoritos y de clásicos y de famosos y de
ventas–, su influencia es claramente detectable tanto en el O.K. Computer
de Radiohead (una suerte de El lado oscuro de la luna para las nuevas generaciones)
como en la breve pero divulgada discografía de los francesitos de Air,
como a la hora de traducir la feliz vida pop a algo depresivo y terrible, cosa
de que el mundo todo comprenda que los rockeros también lloran. El lado
oscuro de la luna es la piedra fundamental de lo que podría definirse
como depre-rock, y también es la viga del tejado de un malentendido que
sugiere –craso error: recordar siempre esa escena del film This is Spinal
Tap donde a esos pobres tipos se les ocurre montar algo llamado Stonehenge–
que una obra conceptual no puede sino ser la receta infalible para consagrar
y volver millonaria a una banda hasta entonces de culto. El lado oscuro de la
luna es también, como ocurre casi siempre, la prueba palpable de que
los productos más redondos suelen ser más el resultado del azar
y la pura intuición del momento que del calculado fruto de ensayos y
estrategias.
Lunático como tu madre
La premisa original era hacer un disco que sonara bien en los audífonos
y que predicara las virtudes del sonido cuadrafónico, fenómeno
que duró tanto como aquellos absurdos casetones, el sistema Betamax y
la nueva Coca-Cola. Y punto. Y eso es lo bueno de Pink Floyd: lejos de las pretensiones
demenciales de sus contemporáneos sinfónicos, los chicos se limitaban
a ir a trabajar como ejecutivos con ganas de hacer dinero. O de recuperarlo:
la banda lo había perdido casi todo en malas recomendaciones bursátiles
y ya no disfrutaba del prestigio under que –allá por 1967–
los definía como la versión cerebral y más avant-garde
de los Beatles y los celebraba por sus conciertos “con efectos especiales”
en el UFO Club, perfectos para flotar química y ácidamente, y
–por el mismo precio– por haber inventado la estética del
rock show moderno que viene persiguiéndonos desde entonces. De acuerdo:
seguían vendiendo y llenando salas, pero lo cierto es que sus discos
sonaban cada vez más desganados y fácilmente sofisticados. ¿Y
cuántas más bandas de sonido para Antonioni o Barbet Schroeder
podían grabarse? Alcanza con ver sus fotos de entonces: cuatro tipos
con aspecto de hippies plácidos y sin nada de la mística egomaníaca
y “artística” de sus colegas de Yes, ELP, Roxy Music o Genesis.
Digámoslo: Roger Waters, David Gilmour (que llegó después
de la salida de Barret como reemplazo del alucinante alucinado), Nick Mason
y Richard Wright no hubieran desentonado vendiendo incienso en Plaza Francia
o tirados en el césped de los chalets de sus padres millonarios en Punta
del Este. Todos ellos habían salido –al igual que John Lennon,
Ray Davies, Eric Clapton y Keith Richards– de las aulas de una public
art school inglesa, esos laboratorios sociales de posguerra y semilleros inesperados
de buena parte del rock inglés de los sesenta.
Es más: Pink Floyd ni siquiera tenía una mística de banda.
“Ninguno fue muy amigo de los otros. Ni siquiera en los buenos tiempos.
Nunca nos llevamos muy bien y siempre nos consideramos compañeros de
trabajo”, declararon David Gilmour o Roger Waters –da lo mismo–
no hace mucho.
¿Qué hacer? ¿Cómo seguir? Meddle –editado
en 1971 y con los paradigmáticos “One of these Days” y “Echoes”,
responsables (dicen) de matar a todos los peces del Crystal Palace cuando fueron
interpretadas live ahí cerca– era el mejor camino a seguir, a continuar.
Y así, en principio, El lado oscuro de la luna fue planeado como un Meddle
II. Como había ocurrido con “Echoes”, los cuatro llegaron
a los estudios de Abbey Road con pedazos de canciones. Waters se ofreció
a hacerse cargo de todas las letras: así sería más fácil
darle algún atisbo de unidad a semejante desorden. Nadie protestó.
Waters anunció que todo tendría que ver con la idea de “volverse
loco”. Nadie protestó. El título del work in progress fue
Eclipse: A Piece for Assorted Lunatics. La banda salió a tocarlo en vivo
antes de entrar al estudio a grabarlo. Les gustaba eso: investigar el material
sobre el escenario, conocerlo y recién entonces inmortalizarlo y sacárselo
de encima.
Así que lo dan a conocer en 1972, en Brighton, en el escenario del Rainbow
Theatre de Londres. Alguien graba un pirata del concierto y lo saca a la venta
con el título de El lado oscuro de la luna. A Pink Floyd el título
le encanta, pero una banda desconocida llamada Medicine Head edita un disco
con el mismo nombre. Como no pasa nada con ese LP, Pink Floyd le roba el título
a Medicine Head y piratea el pirata del propio disco y se encierra en Abbey
Road durante un total de treinta y ocho días diseminados a lo largo de
seis meses. La idea de unir las canciones con ruiditos también es de
Waters, que ya había explorado esas cuestiones en el track “Alan’s
Psychedelic Breakfast” de Atom Heart Mother y ahora, además, escribe
varias preguntas en fichas para que amigos y visitantes (entre ellos, Paul y
Linda McCartney) las lean ante los micrófonos: “¿Qué
significa para vos la frase ‘El lado oscuro de la luna’?”,
por ejemplo, o “¿Cuándo fue la última vez que te
pusiste violento?”. Las respuestas se utilizarían como parte del
tapiz sonoro que uniría una canción con otra. De golpe todo comienza
a sonar nuevo e importante: desde un punto de vista íntimo, El lado oscuro
de la luna –junto con su coda lunática Wish You Were Here–
es el último y el mejor exponente de la sincronicidad musical entre los
músicos de la banda. Todos aportan lo mejor de sí y se respira
un aire de perfecta democracia creativa, por más que Gilmour, al recordarlo,
asegure que “Roger trabajaba mientras nosotros disfrutábamos de
nuestras cenas”. Discuten un poco –un poquito– a la hora de
la mezcla final, así que traen a Chris Thomas (responsable del mixing
del Album blanco de los Beatles) para que dirima la cuestión.
El último ladrillo en la pared lo aporta la gráfica del estudio
Hipgnosis. Desde entonces, esa portada misteriosa formará parte no sólo
de la iconografía del rock sino, también, de la del siglo XX.
El lado oscuro de la luna salió a la venta en marzo de 1973, alcanzó
el puesto número 2 en las listas de ventas de Inglaterra y –durante
una semana– el número 1 en Estados Unidos. Después empezó
a descender y a descender, pero –sorpresa– nunca terminó
de salir: se quedó dando vueltas por ahí trescientas semanas consecutivas.
Y cuando se le da la gana –como, seguro, en estos días– vuelve
para ver cómo anda todo.
El lado oscuro del arco iris
De las muchas leyendas urbanas que ha originado El lado oscuro de la luna, ninguna
tan famosa y disparatada como la que lo relaciona carnal y espiritualmente con
el clásico film El Mago de Oz, dirigido por Victor Fleming en 1939. El
origen del rumor y la locura comenzó a mediados de los noventa, cuando
la fiebre de Internet posibilitó que cualquier chiflado que hasta entonces
rumiaba sus teorías en el living de su casa o en su celda manicomial
pudiera difundirlas en el universo entero a través de las muchas habitaciones
de la mansión virtual del Dios Web.
La cosa, dicen, tiene que ver con las muchas casualidades y sincronías
entre disco y película, y la cosa –dicen los que saben o deliran–
es así: hay que poner a funcionar copia de la película protagonizada
por Judy Garland en el DVD y –justo en el instante en que el león
de la Metro da su tercer rugido, presionar el ON en el reproductor de compacts,
bajar el volumen de la televisión y subir el de El lado oscuro de la
luna y... allá vamos.
En el tema “Breathe”, en el momento exacto en que David Gilmour
canta un “Look around...”, Dorothy gira su cabeza; cuando se oye
“No one told you when to run”, Dorothy comienza a trotar; las campanadas
de “Time” coinciden con el arribo de la actriz Margaret Hamilton,
la inolvidable Miss Gulch y/o Bruja Mala del Oeste; “The Great Gig in
the Sky” dura exactamente lo mismo que la secuencia del tornado; y al
terminar –final del lado 1 de la versión en formato LP de El lado
oscuro de la luna– marca el pasaje de blanco y negro al furioso technicolor
de la película anunciado por el sonido las cajas registradoras al principio
de “Money”, donde los más radicales juran que los muchkins
enanitos danzan perfectamente coordinados con el ritmo de ese hit-single. Más
adelante, en “Brain Damage”, cuando se canta “the lunatic
is on the grass”, el Espantapájaros se pone a bailar. Y el final
de “Eclipse”, con esos ominosos latidos cardíacos, coincide
justo con el momento en que Dorothy apoya su oreja en el pecho del Hombre de
Hojalata. Y así sucesivamente, hasta contabilizar setenta casualidades
que –según los más respetados doctores en pinkfloydlogía–
no tienen nada de casual.
Pequeño detalle a tener cuenta, claro: la película es más
larga que el disco. Solución al problema luego de múltiples investigaciones:
se vuelve a escuchar El lado oscuro de la luna a partir del momento en que se
acaba –replay– y nuevas y pasmosas coincidencias, por supuesto.
Algunos extremistas del asunto recomiendan completar la visión del film
con fondo sonoro de Meddle o Animals, pero los fundamentalistas los consideran
alucinados o simples oportunistas sin ningún tipo de preparación
académica.
A la hora de la verdad, advertidos de la existencia de semejante Expediente
X, los responsables se pronunciaron sobre la cuestión riéndose
de los rumores y, al mismo tiempo, fortaleciendo la leyenda. Alan Parsons –ingeniero
de sonido durante la grabación del disco– aseguró no recordar
comentario alguno sobre El Mago de Oz durante la grabación del monstruo.
David Gilmour ha dicho con despectivo cariño que “es evidente que
tenemos fans con mucho dinero y mucho tiempo que perder”. Nick Mason,
en cambio, descartó toda posibilidad de que la teoría tuviera
algún fundamento, a la vez que ironizaba: “Todos sabemos que El
lado oscuro de la luna fue compuesto y grabado siguiendo escena por escena La
novicia rebelde”. Y Roger Waters se limitó a comentar que todo
le parecía “muy gracioso”, lo que para los sectarios de Pink
Oz no es otra cosa que una sutil confesión y la prueba de que fue él
quien maquinó toda la idea sin comentar ni consultar nada –según
su costumbre– con los demás integrantes de la banda.
Dicho esto, hay nuevas pistas a seguir. Se dice que si se mira muy pero muy
fijo, en la portada de Pulse –CD doble de 1995 con packaging de lucecitas
parpadeantes que incluye la versión en vivo de El lado oscuro de la luna–
se puede entrever el hacha del Hombre de Hojalata, así como las figuras
de una niña con zapatitos rojos y de Miss Gulch pedaleando en su bicicleta.
Y eso no es todo: peligrosos grupos separatistas aseguran a todo aquel que quiera
verlo y oírlo que Whish You Were Here funciona muy bien en tándem
con Blade Runner, que Meddle se aparea a la perfección con Fantasía
de Walt Disney y que el reciente grandes éxitos Echoes propone extraordinarias
concordancias con Contact, donde Jodie Foster viajaba a los confines del espacio.
En lo que a mí respecta, propongo que durante el próximo congreso
analicemos a fondo –esos alaridos de la Mamá Cora de Antonio Gasalla
perfectamente silenciados por los gritos del Pink de Roger Waters– los
incuestionables puntos en común existentes entre The Wall y Esperando
la carroza.
La leyenda continúa
Ahora están separados y se comunican a través de abogados y no
pueden verse. En realidad, como ya se dijo, nunca pudieron verse demasiado.
Pensar en Pink Floyd –nombre creado a partir del de los bluesmen Pink
Anderson y Floyd Council– como en un accidente: una banda cuyo líder
se vuelve loco a la altura del primer disco y cuyos miembros se las arreglan
para seguir trabajando. De algún modo, El lado oscuro de la luna fue
el principio del fin: marcó el principio de la dictadura creativa de
Roger Waters y condenó a la banda al infierno de someterse al Gran Tema
Inevitable y Obligatorio que los convirtió en megamillonarios: Wish You
Were Here (alienación y locura invocando la figura de Syd Barret, quien,
sorpresa, una noche salió de los sótanos de la casa de su madre
en Cambridge y se dio una vuelta por el estudio dispuesto a “grabar mi
parte” ante el horror de sus antiguos camaradas); Animals (alienación
y locura con cerdo inflable y fondo orwelliano de Rebelión en la granja);
The Wall (alienación y locura en el infierno del music-business apoyado
por un megashow que hizo historia e histeria y un perfecto Lado 3) y The Final
Cut (alienación y locura durante la Guerra de Malvinas mientras se recuerda
la muerte del padre en la Segunda Guerra Mundial). A Momentary Lapse of Reason
y The Division Bell, ya sin Waters y con Gilmour como resignado líder,
son canciones automáticas, coloreadas por un sonido tan inconfundible
como previsible: Pink Floyd prefabricado. No importa. Pink Floyd es una marca
que vende por sí sola: el único dinosaurio que en su momento soportó
el embate del punk y la new wave. Ahora ni siquiera necesita existir para seguir
cosechando. Prueba de ellos son sus puntuales greatest hits o los reflotes live
de El lado oscuro de la luna o The Wall recibidos como grandes acontecimientos
por adictos sin ganas de desengancharse. Si mañana saliera un nuevo disco
de Pink Floyd sin ninguno de sus miembros originales, es casi seguro que vendería,
por reflejo, un par de millones. Mínimo. Como bien dijo alguien: en un
mundo acostumbrado a que los artistas digan sí a todo, Pink Floyd se
las ha arreglado para eternizarse diciendo una y otra vez que no. Como ocurre
con los Beatles, no hay ediciones económicas de los discos de Pink Floyd:
la gente sigue pagando por los viejos y eternos títulos del catálogo
como si acabaran de salir. Todo OK.
Por estos días, Waters se la pasa saliendo de cacería por los
bosques de España y Gilmour vuela en un biplano de su colección.
De vez en cuando ofrecen algún concierto por ahí. Cuando les preguntan
si algún día van a volver con la banda, o si la banda volverá
alguna vez a un estudio de grabación, o sin son ciertos los rumores sobre
un supuesto retorno de Waters al redil, ambos cambian de tema y hablan de perros
de presa y de aviones en las nubes y –mientras tanto, en el lado oscuro
o luminoso de este planeta– alguien sale a la calle para comprarse por
última o primera vez El lado oscuro de la luna.
Y –I'll see you on the dark side of the moon– volvemos a vernos
y oírnos en cinco años, por supuesto.
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