Dom 13.04.2003
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MúSICA

Fina estampa

Empezó tocando el cello, pero no tardó en darse cuenta de que los negros no eran bienvenidos en el mundo de la música clásica. Entonces saltó al contrabajo, para felicidad del jazz y de Miles Davis, que escuchó su sonido pleno, su inventiva y su elegancia y lo alistó en las filas de un quinteto legendario. Esta noche, con un verdadero record de grabaciones sobre los hombros, el gran Ron Carter repasa en Buenos Aires temas de Stardust, su último disco, y los hitos de una trayectoria notable.

por Pablo Gianera

A fines del siglo XIX, el escritor y humorista inglés Max Beerbohm escribió un elogio del Bello Brummel, amigo de príncipes y árbitro de la moda. Descubría en su ensayo el primer objetivo del dandismo moderno: producir el efecto supremo con los recursos menos extravagantes. De ahí deriva ese recato que el dandy eleva al rango de estética. De ahí, también, el dandismo que caracteriza al contrabajista Ron Carter, cuyos rasgos musicales y personales son el control extremo, la reticencia, el desdén por el exceso y la tendencia a no tocar nunca más de lo necesario. La imagen misma de Carter, la elegancia y solemnidad de su figura (más de una vez lo contrataron para hacer publicidades de pipas y de ropa), corroboran visual, frívolamente, esa marca estética.
Como suele pasar, el primer instrumento de Carter no fue el definitivo. O sí, porque nunca lo abandonó del todo. Entre los diez y los quince años, en Michigan, donde nació en 1937, Carter estudió cello. Rápidamente advirtió que los negros no eran bienvenidos en el diáfano mundo de la música clásica. Saltó entonces de instrumento y de género; empezó a tocar el contrabajo, estudió en Nueva York y colaboró con Chico Hamilton, Eric Dolphy y Cannonball Adderley. En una época en que emergían contrabajistas notables como Reginald Workman, Scott LaFaro o Gary Peacock, con Oscar Pettiford todavía vivo y Charles Mingus en uno de sus mejores momentos, Carter era ya un intérprete con una técnica pasmosa con arco y pizzicato. El sonido pleno, más bien terso y voluminoso, la morosidad, la elasticidad, el estiramiento de las notas, la pericia para acomodarse a todo tipo de complejidades rítmicas, la profusa inventiva melódica: todo eso, sumado a su formación en la música clásica, fue posiblemente lo que decidió a Miles Davis a convocar a Carter para que integrara la sección rítmica del nuevo grupo que estaba formando desde cero, luego de la época de Kind of Blue y la aparición del jazz modal, donde ya estaban el pianista Herbie Hancock y el baterista Tony Williams. “Paul [Chambers] ya me había dicho que era un hijo de puta como bajista. Lo conocí en una actuación en Detroit. Él estudiaba en la Escuela de Música Eastman. Volví a verlo en Toronto unos años después y me acuerdo que hablaba mucho sobre lo que nosotros tocábamos. Ya graduado, vino a Nueva York y lo vi con Art Farmer y Jim Hall. Le pregunté inmediatamente si quería unirse a la banda”, recordaría Miles Davis muchos años más tarde. La incorporación al poco tiempo de Wayne Shorter en saxo tenor consolidó uno de los quintetos más importantes de la carrera de Davis –el otro fue el que había formado hacia 1955 con John Coltrane– y uno de los grupos más influyentes de la historia del jazz, el mismo que dio origen a discos insoslayables como ESP, Nefertiti o Miles Smiles. Aparte de estos registros fundacionales, Carter dejó su sonido en un puñado de discos emblemáticos de ese jazz de los ’60 procreado al amparo del sello Blue Note: Speak No Evil de Shorter, Maiden Voyage de Hancock y The Real McCoy de McCoy Tyner.
Disuelto el quinteto hacia el final de la década del ’60, el itinerario de Carter no tuvo el brillo de otros músicos que pasaron por la “escuela Miles” (Dave Holland es un ejemplo notable). Más tradicionalista, tampoco se electrificó. Se dedicó a la enseñanza, ejecutó un nuevo instrumento –el contrabajo piccolo–, lideró un cuarteto que tenía a Kenny Barron como pianista; y –dato meramente estadístico aunque no desdeñable– se convirtió en el bajista con mayor número de grabaciones en su haber: algunos calculan quinientas, pero según Carter superan las mil.
La última como líder se llama Stardust y es del 2002. “Me siento muy feliz con este nuevo cd”, comenta Carter. “Pero en realidad todos mis discos son una forma de felicidad: cada uno representa un momento importante de mi vida.” Y entre los picos más altos de esa felicidad, ya no como sideman sino como solista, se impone mencionar dos. En el Concord Jazz Festival, un lugar probadamente favorable a la producción de obras maestras (Phil Woods, por ejemplo, registró Bop Stew), Carter grabó suTelephone (1984), formidable disco de dúos con el guitarrista Jim Hall. Y un año después alcanzaba otra de sus cumbres: State of Tenor (1985) con el saxofonista Joe Henderson.
Ahora, volcado al conservadurismo, Carter no demuestra demasiado entusiasmo por los músicos jóvenes, salvo por los que integran su cuarteto actual. “La verdad es que no tengo demasiado tiempo para examinar lo que están haciendo los músicos más recientes. En este momento de mi vida trato de que escuchar música sea una experiencia ligada a la alegría y el placer.” Pero agrega, abriendo una distancia crítica con el jazz de los ‘60: “Los músicos tocan menos que antes, y sets cada vez más cortos. Lo que disminuye y desacelera el desarrollo de su destreza técnica y compositiva, de la interacción con la banda y de su calidad como músicos, así como menoscaba al género. En general, creo que están en un período de formación”.
En el concierto que dará hoy a las 21 en el Teatro Coliseo –del que participará además el trío del pianista Adrián Iaies–, Carter recorrerá con un cuarteto rotundo (Stephen Scott en piano, Steven Kroon en percusión, Payton Crossley en batería) un repertorio integrado por algunas composiciones nuevas, música del último cd y también temas más antiguos. “Conocí a muchos músicos en Buenos Aires. Todos nos trataron muy bien: me recomendaron cds de tango, que yo disfruto escuchando en Nueva York. En casa escucho música de Piazzolla muy seguido, realmente muy seguido.” La presentación en el Coliseo es la tercera visita de Carter a la Argentina. La anterior fue en el 2000, con el mismo grupo. “Evidentemente, cuanto más tiempo toco con los mismos músicos, mayor es también el placer que experimento y extraigo de las nuevas cosas que van apareciendo y habitan en el interior de la música. Estudiamos los temas, probamos nuevos arreglos del material... ¡y los músicos confían en que voy a ser capaz de recordar la nueva música!”, bromea Carter. La primera visita, en cambio, es más lejana: fue en 1992, con el grupo de homenaje a Miles Davis que formaban Shorter, Hancock, Williams y el trompetista Wallace Roney. Lo que nos lleva a una última cuestión. Varios de los músicos que tocaron alguna vez con Davis no ahorran efusiones de gratitud eterna y admiración, ni omiten el relato minucioso de su aprendizaje junto al maestro. Carter es menos locuaz. Cuando se le pregunta por la influencia de Miles, dice: “La respuesta sería muy larga. Sólo puedo decir que esos años fueron realmente muy buenos”. Y el laconismo de Carter conecta otra vez con el humorista Beerbohm, para quien las únicas personas que pueden mostrar cómo se hacen las cosas son las que no pueden hacerlas. Y Carter, claro, es de los que las hacen.

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