Dom 13.04.2003
radar

CINE

Cuesta abajo

Conocido como un artesano prolijo y con propensiones humanistas, Lawrence Kasdan (Un tropiezo llamado amor, Mumford) quiso cambiar y apostó a lo seguro: una novela de Stephen King. Eligió El cazador de sueños, el pastiche que King llegó a balbucear mientras se recuperaba de un grave accidente. El resultado es de terror, pero no precisamente por esos aliens dientudos que lo protagonizan.

POR MARIANA ENRIQUEZ
Stephen King supo ser un escritor importante. Con Carrie y Rabia se adelantó veinte años a la epidemia de adolescentes asesinos que abren fuego sobre sus compañeros en las secundarias de Estados Unidos. Tocó las fibras íntimas de la sensación de invulnerabilidad del norteamericano medio, de su horror a la muerte y su obsesión por la salud en novelas como Cementerio de animales y en cuentos estupendos como Basta S.A. En Maleficio llevó al paroxismo el desvelo de los ciudadanos norteamericanos por perder peso y evitar la imagen de obesos made in McDonald’s. Misery es la mejor novela de terror sobre groupies obsesionadas y quizá la mejor novela –así, a secas– sobre la devoción como enfermedad. La historia de un padre alcohólico y golpeador podía convertirse en El resplandor. Y cuando abandonaba el horror era capaz de libros notables y conmovedores como El cuerpo, o folletines fantásticos de gran nivel como El pasillo de la muerte. La lista puede seguir.
El problema es que la lista de novelas fallidas es igualmente extensa y está mucho más cerca de nosotros en el tiempo. Hay varias hipótesis, todas válidas, que explican la decadencia de King. Que escribe de forma industrial para saciar la avidez del mercado. Que ya ni siquiera escribe él, que sólo entrega sus ideas al grupo de escribientes que le permiten esa continuidad frenética. Que después de tantos años ya no tiene nada más para decir y que le importa muy poco, con tal de seguir facturando. Que su inminente ceguera lo condena a usar ghost writers que imitan su estilo, pero carecen de su sutileza. Los fans de King, esperanzados con abrir una de sus novelas y encontrarse con, aunque sea, La zona muerta, se enfrentan últimamente con textos que suelen empezar muy bien y derrapan rápidamente hacia el exceso y el absurdo y el aliento largo, larguísimo, que se extiende a lo largo de seiscientas innecesarias páginas. Los fans pueden hacer su duelo y rezar para que King se llame a silencio. Pero, ¿por qué Hollywood insiste en llevar al cine todas esas penosas novelas?
King escribió El cazador de sueños después del accidente que casi le costó la vida. Es de presumir que no estaba del todo en sus cabales. La novela es una dolorosa repetición de clichés y lugares comunes con un poco de escatología espolvoreada. Podría agregarse a su favor que King da justo en la tecla con la incredulidad y su correlato en terror y búsqueda de “seguridad” cuando los extraterrestres atacan inopinadamente a Estados Unidos, y es casi una triste sátira la conmoción que sufren los habitantes al descubrir que sus Fuerzas Armadas no son tan éticas y nobles como hasta entonces creían. Pero éstos son apenas fogonazos de lucidez en un libro que, por lo demás, pone en escena a cinco amigos enfrentándose con unos aliens dientudos con forma de gusanos que infectan a los seres humanos y salen por el ano a través de unas flatulencias pantagruélicas. Los amigos –que se conocen desde la infancia– se comunican telepáticamente entre sí, y el que sirve de antena o radar para la comunicación es Duddits, un retrasado mental. Hasta aquí, King reflota ideas de El cuerpo, It, Los Tommyknockers y vaya una a saber cuántas otras novelas previas más. Como viene sucediendo, la primera mitad del libro es correcta y la segunda, ilegible.
Con la película pasa más o menos lo mismo. Dirigida por Lawrence Kasdan (Mumford), con guión de William Goldman (Todos los hombres del presidente), comienza con el planteo de la situación, flashbacks encantadores hacia la infancia y los amigos reunidos en la soledad de una cabaña en los bosques nevados, dispuestos a pasar un fin de semana de complicidad, caza y cerveza. La escapada se arruina cuando el ejército cerca la zona ante la caída de una nave extraterrestre que infecta con un musgo rojo. Un hombre infectado cae en la cabaña con el alien en su panza hinchada; basta que lo evacue en el bañito del fondo para que la sangrienta matanza se desate. Hasta ahí el suspenso funciona, aunque insistir con el tono de seriedad en medio de salvas de eructos y pedos hace un poco de ruido. Pero Morgan Freeman es una elección muy poco afortunada para encarnar a un militar que ha enloquecido de tanto matar aliens, Tom Sizemore (como su contraparte más cuerda) es poco creíble, todo se acelera en busca de un rápido final, nadie se molesta en atar cabos ni en buscar coherencia y la película naufraga. Ni un director correcto ni un guionista prestigioso pueden rescatarla de la ruina. Es tan mala como una clase Z, pero sin su humor; tiene el presupuesto de una clase A pero despilfarrado, y un guión errático de principiante. No es el burdo festín de sangre y asco lo que hace que el film sea tan malo –eso, más bien, es lo más rescatable–: es la imposibilidad de conectarse con los personajes. Precisamente lo que solía brillar en los libros y en algunas películas basadas en los libros de King. El horror que irrumpía en lo cotidiano y desestabilizaba la endeble vida diaria lo sufrían hombres comunes; ahí radicaba el espanto. Aquí nadie parece preocuparse por qué las circunstancias extraordinarias les sucedan a personas.
Hubo un tiempo en que las novelas de Stephen King tenían un destino digno. Carrie (1976) de Brian De Palma y El resplandor (1980) de Stanley Kubrick son los ejemplos más claros. Pero también Cementerio de animales (1989), donde Mary Lambert (la directora de los primeros videos de Madonna) se atuvo a las reglas del terror cinematográfico y logró un film de género sólido y por momentos francamente emocionante, y la versión de La zona muerta (1983) que dirigió David Cronenberg con el imbatible Cristopher Walken. En otro terreno, Rob Reiner dirigió películas inteligentes como Cuenta conmigo (1986) con River Phoenix y Misery (1990) con Kathy Bates, actriz que repitió en Eclipse total (1995) de Taylor Hackford. Hasta John Carpenter hizo maravillas con una novela menor como Christine (1983). E incluso King, no hace tanto (1999), escribió un muy buen guión para una miniserie de televisión, La tormenta del siglo, dirigida por Craig R. Baxley, donde volvía al hobby que tan bien conoce: encerrar a un puñado de norteamericanos standard medianamente felices y enfrentarlos con un horror que les pide todo –demasiado– para devolverles el american way of life.
Lo que viene a demostrar que no todo está perdido. Pero también que el maestro del horror de Maine es una empresa que ya no se preocupa por la calidad de sus productos y trata con condescendencia a sus consumidores. Si ya no es posible pedirle calidad, lo que hay que exigirle, al menos, es entretenimiento. Y El cazador de sueños, pese a los efectos visuales millonarios y los gusanos con boca de tiburón, es un festival de tedio.

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