EXPERIMENTOS
Sabores ciegos
Está en Berlín, pero no es fácil encontrarlo. Sus menúes, nada baratos, están escritos con la lírica hermética del surrealismo. Pero lo que hace del Restaurante Oscuro una rara avis en el paisaje gourmet es que sus salones están en la más profunda de las tinieblas y las mesas son atendidas por ciegos. Erik Satieson, autor de la idea, explica cómo inventó este mundo al revés, donde los videntes necesitan ayuda y los ciegos hacen de lazarillos, y por qué comer sin ver es más rico.
Por Ariel Magnus
Berlín tiene un par de boliches bizarros. Hay uno, por ejemplo, donde los comensales pueden optar entre sentarse sobre sarcófagos o, como lo soñó Buñuel, sobre inodoros. En otro, llamado La mesa redonda, los caballeros están invitados a comer como en tiempos del rey Arturo: en incómodos bancos de madera, bebiendo de cuernos de vaca y trinchando la carne con un puñal. Un tercero, que está a cargo de un argentino, ofrece dos veces por semana tenedor libre de lo que venga con canilla libre de vino de la casa; al final de la comilona, cada huésped dona lo que le parezca a la estatuilla de la Virgen ubicada en la puerta. También hay uno atendido por sordomudos. Pero el que se lleva todos los premios en extravagancia es sin dudas el más que inquietante Restaurante Oscuro, tierra de tuertos donde el ciego es rey. Pasemos y (no) veamos.
El color de la noche
Encontrarlo ya es bastante difícil. Todo el mundo oyó hablar de él, pero nadie sabe bien dónde está. Incluso munido de calle y número es posible pasarlo por alto. Como la entrada más visible suele estar clausurada, hay que entrar por un patio interno. Una sala tenuemente iluminada con gente nerviosa y ciegos que van y vienen hace de recepción. La cosa se torna aún más escalofriante cuando llega la hora de elegir el menú. Hay siete. El que se titula “Pollo” ofrece de entrada “Un hombre con sombrero fundido con blanco oval”, luego “Delante del carro estirar el verde frío”, de plato principal “Cacarean con un ágil bohemio sobre un brezal violeta” y de postre “El dulce fruto se revuelca en una masa calentada”. En vano acudir a las otras opciones: comparado con ellas, que hacen alusión a miembros de la farándula alemana y a la coyuntura política actual, “Pollo”, aun con su poesía a la Erik Satie, es por lejos la alternativa más transparente. Asumido el hecho de que se trata de un acertijo, no queda claro si la sátira va contra los menúes en general o contra el idioma germano en particular, cuya fama no es precisamente la de ser muy diáfano que digamos. Sea como sea, hay que elegir. Por el título. A ciegas.
Una vez que uno ya sabe lo que no sabe que va a comer, un hombre de anteojos oscuros (si pensó que se trataba de un cieguito, acertó) se presenta y da las instrucciones iniciales. “Mi nombre es Marshi y estaré a su cargo durante toda la cena. Apague o esconda todos los objetos que puedan emitir luz, ponga su mano izquierda sobre mi hombro izquierdo y sígame. Primero vamos a pasar por una esclusa de luz, sin escalones ni muebles puntiagudos. Una vez adentro, la oscuridad será física.” La “esclusa de luz” es un minilaberinto que sirve de barrera contra la luminosidad y, por arrastre, contra todo sentido de la orientación. Adentro, en efecto, se ve menos que en el pozo donde se cayó la novia de Vicentico: nada, lo que se dice nada. La cosa es incluso más oscura que The Cure, más oscura que los cantos de Maldoror, más oscura que morirse en primavera.
Curiosamente, lo primero que se siente al entrar es que se ha salido. Por los techos altos, por el eco de las voces en las paredes desmanteladas, por la música que de tan bajita suena lejana o por vaya uno a saber qué, el iniciado tiene la repentina sensación de estar al aire libre, en la cima de una montaña o a la vera del mar. Una vez sentados, sigue el curso acelerado para turistas de la ceguera. “Imagine un reloj”, ilumina la escena Marshi, nuestro improvisado Virgilio en este corazón de las tinieblas. “A las dos está la panera y a las diez el vaso de vino.” Con mano temblorosa uno va al encuentro de los elementos. El karma de todo sudamericano en Alemania adquiere dimensiones inusitadas: cualquier impuntualidad podría ser fatal. La prueba, para colmo, se renueva cada vez que se abandona el vaso. “Póngalo contra la pared que tiene a su izquierda para encontrarlo más fácil”, sugiere Marshi con una sonrisa en la voz. Luego se va. O no. Quién sabe. Mientras se espera el primer plato no es improbable, aunque sí inoportuno, recordar la escena de El joven Frankenstein de Mel Brooks en la que el ciego Harald vuelca la sopa hirviendo en el regazo del monstruo. O aquella de Clue: Los siete sospechosos, en que el falso mayordomo falsamente ciego sirve platos vacíos. El temor, en una y en otra dirección, es infundado: Marshi trae platos llenos (en carrito, no en bandeja) y los sirve sin derramar una gota. Con ligera torpeza primero, con paulatina soltura después, uno va aprendiendo a manejar los cubiertos, pequeños y livianos para ayudar al tacto. O no aprende nada y come directamente con las manos; total, nadie ve. Marshi, que sí ve, intuye lo segundo y anuncia de pronto una toalla a las tres. “Noto si están comiendo con las manos y noto también si hacen otras cosas en lugar de comer”, confiesa casi con culpa el iraní, ciego de nacimiento. Por eso su tarea es mucho más que la de servir comida: “Se trata de despertar la confianza de la gente. La idea es que se sientan amparados, pero no controlados”. Con las patas sobre la silla de enfrente, y sacándose con los dedos algún resto de comida de la boca, uno no puede más que estar de acuerdo.
Curiosamente, al irse uno guarda imágenes en la memoria, como si de los ruidos se hubieran deducido distancias y las voces hubieran formado rostros casi visibles. A falta de algo mejor que hacer, todos los sentidos se concentraron en la comida, que acaso por eso resulta exquisita. Uno de los objetivos del Restaurante Oscuro, de hecho, es que los comensales vuelvan a descubrir el sentido del gusto, bastante maltratado aquí por tanta vaca loca y verduras sobredimensionadas que saben a agua. El otro objetivo es crear un mundo al revés, donde los videntes necesitan ayuda y los ciegos hacen de lazarillos. Menos temático que experiencial, el Restaurante Oscuro dista además de ser un mero negocio.
Una monedita para el ciego
“Tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes”, escribe Sabato en su célebre Informe sobre el tema. Contra esta superstición trabaja el autor de la idea del Restaurante Oscuro, Axel Rudolph, que desde 1988 estudia el aspecto acústico de la vida cotidiana. Con instalaciones y muestras, Rudolph viene probando métodos para acercar a los videntes ese universo que también supo despertar el horror de Saramago y de Trakl. Primero en la ciudad de Colonia y hace algunos meses en Berlín, el Restaurante Oscuro es parte de ese proyecto, además de constituir una fuente de trabajo para personas ciegas. “No estamos acá para perder plata”, explicó a Radar Volker Lenk, vocero de la Asociación de Ciegos, “pero el restaurante no está pensado como un negocio. Lo que se gana va a la Asociación, que es también la reclutadora del personal”. Al lado del restaurante funciona un Bar Oscuro, cuyas paredes están adornadas por un poema escrito en Braille. Allí, siempre en la más estricta oscuridad, se realizan conciertos, lecturas y hasta obras de teatro, quitándole a la vista su primacía para despertar los otros sentidos. Ni el bar ni el restaurante son especialmente baratos, detalle que se torna irrelevante en honor a la causa. O que hace todo un poquito más snob. Aunque tampoco hay por qué ver las cosas siempre negras.