CINE > SE ESTRENA THOR, DE KENNETH BRANAGH
La nueva superproducción de superhéroes de la Marvel tiene su origen en el mito escandinavo milenario de Odin, Thor y Loki, los guerreros que custodian la humanidad desde Asgard. Pero, claro, el mito fue adaptado por primera vez a la historieta por Stan Lee y Jack Kirby en los años ’60 y tuvo que transitar un largo camino hasta que, en medio de la explosión actual de superhéroes –Iron Man, X-Men y la inminente Capitán América por citar algunas–, le llegó el turno. Con dirección del shakespeareano Kenneth Branagh y actuaciones de Anthony Hopkins como Odin y la recién oscarizada Natalie Portman como el interés romántico del hijo del rey de los dioses, la versión 3D de Thor llega a las pantallas del mundo esta semana.
› Por Mariano Kairuz
Aquellos que piensen que la historieta de superhéroes y las películas basadas en ellas son un género pueril, tan desproporcionadamente fantástico que tiende a caer en los abismos del ridículo, concebido para lectores medio analfabetos y ubicado en el extremo opuesto de las obras narrativas más perdurables de la humanidad, deberían echarles un vistazo a algunos relatos de las mitologías antiguas, que no por nada han sobrevivido miles de años. Esos risibles bicharracos humanoides, que constituyen toda una raza, la de los Gigantes de Hielo, que aparecen a poco de empezar Thor, la nueva película de la división de cine con que la editorial Marvel no para desde hace una década –desde por lo menos los X-Men de Bryan Singer y el El Hombre Araña de Sam Raimi– de contar dólares, no son el producto afiebrado de un guionista de viñetas de consumo y descarte veloz, sino que ya estaban en los mitos nórdicos originales. Así como el Mjolnir, ese martillo mágico y poderoso que vuelve como un boomerang a su honorable y meritorio portador, tampoco fue inventado para aportarle onda y justificar el 3D de otra película cara de vacaciones, sino que también se encontraba, con esas mismas características, en aquellos relatos que han viajado por siglos. Y este dios devenido superhéroe ya tenía un padre poderoso y honesto (y tuerto) llamado Odin, y ya pertenecía a un reino de dioses cuya función era controlar, más o menos, que las cosas no se descalabren del todo en la Tierra.
En los mitos nórdicos Thor es el más poderoso de los dioses. Después de su padre Odin, claro, que era el rey de los dioses –un título excesivo por decir lo menos, pero así eran las cosas–, que lo concibió junto a su madre Gaea, quien, como su nombre lo indica, representa a la Tierra. El reino de los dioses es Asgard y es desde allí que se supone que vigilan y protegen a la humanidad. Descripto normalmente como un vikingo, de larga cabellera y barba rojas, Thor está asociado, según la versión, a la fuerza física (y al roble), a la fertilidad, a la capacidad de curar, y a las más furibundas expresiones meteorológicas, en particular el rayo y las tormentas. De hecho, su nombre significa trueno y de ahí provienen las denominaciones alemana e inglesa del día jueves (Donnerstag, donde Donner=Thor, y Thursday, o Thor’s Day), que es el día del trueno.
Como corresponde, Thor tiene su némesis, que es Loki, dios del engaño, del desastre, del fuego. Hijo de dos gigantes del frío, se mezcló con los dioses y en alguna parte del relato el propio Odin lo adoptó en su familia. Un evento fundamental que forma parte del mito es el “crepúsculo de los dioses”, la batalla del fin del mundo conocida como Ragnarök y en alemán como Götterdämmerung, como lo sabrán los conocedores del ciclo operístico de Richard Wagner El anillo de los nibelungos, que narra este episodio. En esta secuencia apocalíptica, los Aesir –habitantes de Asgard, liderados por Odin– y los jotuns, liderados por Loki, se enfrentan y todos pierden: dioses, gigantes, monstruos. Allí también muere Thor, por el veneno de la serpiente de Midgard, uno de los hijos de Loki. La historia es complicada, enredada, amarga y fascinante; los vikingos, que no concebían una muerte más digna que la que se da en la batalla, veneraron ese panteón pagano de guerreros muertos, y luego los pueblos escandinavos mantuvieron vivos los aspectos más heroicos de estos relatos. En el siglo XX, donde nunca hubo mucho respeto por los grandes relatos milenarios, alguien vio en esta historia una historieta afín al mundo de los superhéroes y luego una película.
En algún momento de 1962, mientras buscaba una nueva fuente de inspiración, el guionista estrella de la Marvel, Stan Lee (nacido Stanley Martin Lieber en 1922, cocreador de El Hombre Araña, El increíble Hulk, Los Cuatro Fantásticos, Daredevil, Silver Surfer y muchos otros paladines de calzas de colores), dio con Thor y su enrevesado universo mitológico, y decidió adaptarlo para una serie en la que, sin pudor, lo convirtió en otro paladín “moderno”. El debut de The Mighty Thor tuvo lugar en el número 83 de la revista Journey Into Mistery, en agosto de 1962 –el mismo mes en que hizo su aparición The Amazing SpiderMan, en otra revista– pero no tardó en tener su propia publicación. En su primera tapa, el nuevo dios-héroe blande su martillo todopoderoso contra unas criaturas de piedra que descendían sobre Manhattan. El dibujante Jack Kirby (1917-1994), otro legendario de la Marvel, había conseguido des-vikinguizar un poco al personaje, quitándole sus rústicas pieles, poniéndole una capa roja, afeitándolo y agregándole unas alitas a su casco. Los guiones de Larry Lieber, el hermano de Lee, hicieron buena parte del resto del trabajo de “marvelización”.
¿En qué consistía adaptar a un personaje a la línea de superhéroes Marvel? Mientras que los héroes de la casa competidora DC Comics fueron siempre esos forzudos todopoderosos tan pagados de sí mismos (Superman, la Mujer Maravilla, incluso Batman, con su oscuridad y sus millones de dólares), los de la Marvel tienden a acarrear algún que otro trauma, viven sus condiciones como enfermedades o maldiciones (los X-Men, Hulk), tienen severos problemas para relacionarse con otros (los 4 Fantásticos son una suerte de familia disfuncional) o sencillamente son adolescentes que se encuentran con grandes responsabilidades entre manos antes de completar sus ritos de iniciación (El Hombre Araña). ¿Qué fallita podría tener entonces un dios que desciende a la Tierra desde los cielos y más allá? Además de sus ocasionales enfrentamientos con su padre Odin (que puede restarle poderes cada vez que desea castigarlo), Thor no parecía tener muchas otras vulnerabilidades, así que los artistas de Marvel le crearon algunas. Así es como entra en escena Donald Blake, un hombre de ciencia que camina apoyándose en un bastón (sin que por mucho tiempo se sepa por qué) y que un día encuentra en una cueva el Mjolnir, al que, resulta que, como en la leyenda artúrica con la espada, él es capaz de levantar. Con el martillo en la mano, este lisiado canaliza en su cuerpo la presencia de Thor en la Tierra. Esta premisa, como suele ocurrir en el mundo de las historietas, dará infinidad de vueltas y tendrá innumerables versiones con el correr de las décadas, mientras los sucesivos guionistas van incorporando y desechando distintos elementos del mito original –cada uno más fantástico que el otro, como las cabras que tiran del carro de Thor, y que éste puede devorar y devolver a la vida cada vez que lo considera necesario–, e inventándole diversos orígenes, en uno de los cuales Thor y Odin no son los Thor y Odin originales, sino sus reencarnaciones tras sus respectivas muertes en el Ragnarök. Y ocurre que, con esa carta blanca que se da a veces el comic a la hora de diseñar sus argumentos, en alguna de sus aventuras Thor puede ser convertido en una rana y pasarse un tiempo buscando su martillo por Central Park, en su nuevo cuerpo pero con sus ropas y capa de siempre. Muchas mutaciones deberían pasar antes de que el personaje asumiera la forma con la que esta semana llega al cine, entre el éxito de las dos primeras Iron Man, y el futuro estreno de la primera película del Capitán América (esto es, sin contar dos productos vergonzosos de un par de décadas atrás) y, el año que viene, el film de los Avengers. Lo dicho: la Marvel, que en 1996 se declaraba en quiebra, está contando dinero como nunca.
Y ésta no es la primera vez que Thor llega a la pantalla pero sí la primera que lo hace sin dar vergüenza ajena. Cuando la historieta no llevaba ni cuatro años en la calle, en 1966 Thor fue protagonista de uno de los segmentos de la serie de dibujitos The Marvel SuperHeroes, recordada por muchos de quienes fueron niños en los ’60, ’70 y ’80 como un esperpento rígido, de animación limitadísima, que era poco más que una fotocopia color de unas cuantas viñetas del comic original. La primera vez que el personaje se hizo carne y hueso fue en un telefilm olvidable llamado El regreso del Increíble Hulk (1988), en el que Bill Bixby y Lou Ferrigno retomaban los personajes que habían interpretado semanalmente unos años antes y Thor era un personaje secundario con no demasiado que ver con el mito nórdico. En los ’90, Sam Raimi, el director de El Hombre Araña, quiso filmar su versión del dios escandinavo, pero el proyecto no prosperó. Hizo falta que Marvel facturara todo lo que facturó para que empezara a desempolvar a sus empleados de saldo. Y así es que llegamos a esta superproducción de 150 millones de dólares, diseñada en parte sobre los aportes de J. Michael Straczynski (creador de la serie de culto Babylon 5 y guionista de una etapa reciente de la historieta Thor) y con el inglés Kenneth Branagh en la dirección. Este último dato parece explicarse sobre cierta densidad shakespeareana que se le asigna al relato mitológico de Thor: las disputas de poder entre padres (Odin) e hijos, y entre hermanos (porque en esta versión Loki es el hijo adoptivo de Odin, rescatado de entre las ruinas de sus enemigos los gigantes del frío. No pregunten).
La película arranca con una narración muy entretenida de la pelea de Thor con su padre, su destierro de Asgard y su caída en la Tierra. Las cosas son menos entretenidas, bastante más rutinarias y hasta anticlimáticas, como han señalado las primeras críticas extranjeras en estos días de estreno mundial del film, cuando la acción se muda a un pueblito de Nuevo México en el que Thor conoce a los miembros de un equipo de investigación científica (principalmente, el escandinavo de verdad Stellan Skarsgård y Natalie Portman, que hacen lo que pueden con sus desdibujados personajes). Las verdaderas gracias ocurren todas en el cósmico reinado de los dioses, donde Odin tiene la cara de (Sir) Anthony Hopkins –un auténtico mercenario, nunca más lejos de Hannibal el caníbal ni más cerca del Tolomeo que interpretó en la inenarrable Alexander, de Oliver Stone–, Gaea la de Rene Russo (¿?) y Loki la del no muy conocido inglés Tom Hiddleston, que se conoció con Branagh en el teatro y en la versión inglesa de la serie Wallander, probablemente lo más nórdico que ambos hayan hecho antes. Allí todo es dorado y plateado y brilloso y un poco grasa, como era el futuro en las series y películas de ciencia ficción que se hacían en los años ’70, lo cual sumado a las máscaras de goma de los gigantes del frío (un detalle saludablemente retro en plena era del fx digital) le da un regusto berreta (es posible que recuerde, por un instante, al ¡Flash Gordon de 1980!) verdaderamente encantador. Hay un monstruo que a pesar de que parece salido de las mismas entrañas virtuales de, por poner un ejemplo mitológicamente afín, el Kraken de la reciente y mediocre remake de Furia de titanes, se come una secuencia entera. Y hay un par de imágenes, al principio, en la ceremonia de coronación real de Thor, en la que empiezan todos los problemas, imágenes de masas aclamando a un futuro rey que es puro ímpetu joven, guerrero, irresponsable, que tiene esa resonancia totalitaria (de huestes hitlerianas, por si no queda claro) que es uno de los aspectos laterales más interesantes del tratamiento contemporáneo del superhéroe en el cine: la oscura postura fascista de sus protagonistas. Que es obvia en ese justiciero clandestino que es Batman, complicada e interesante en esa corporación militar privada que encabeza el millonario Tony Stark, alias Iron Man (Robert Downey Jr. dice, en la segunda película, como si nada, como si fuera digno de un abanderado del bien: “Hemos privatizado la paz mundial”), y que no se asume totalmente en la figura de este dios escandinavo al que no le hubiera venido nada mal ser un poco más vikingo, más bestial y desgreñado, en lugar del atlético veinteañero de barba prolijamente recortada que interpreta el australiano Chris Hemsworth.
Dicho lo cual, el que quiera ver más Shakespeare por acá, está por las suyas, apenas acompañado por el actor Ray Stevenson (que hace del guerrero Volstagg, en sus palabras, un Falstaff más gordo y duro), otro poco por Hiddleston (que dice que “Loki es una versión pop y un poco más desagradable del Edmundo del rey Lear”) y otro poco por Branagh, que, como se debe a su público, ha dicho que su película podría ser una “versión nórdica y en tono de comic del tema de Enrique V, con su rey joven pasando por una serie de pruebas y tribulaciones, que incluyen pelear una guerra, y conquistar una chica de otra tierra”. Eso, o simplemente, “un divertido y catártico escapismo con personajes increíbles que han sobrevivido a miles de años de mitología nórdica y a 50 de la Marvel. Personajes e historias sobre los que uno todavía puede conversar con Stan Lee, lo cual está buenísimo. Porque, lo he intentado una y otra vez, pero uno de los problemas con Shakespeare es que nunca se lo puede llamar por teléfono”.
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