PERSONAJES > BáRBARA LOMBARDO: EL éXITO SECRETO
› Por Mariano Kairuz
Lo de Bárbara Lombardo parece ser entrar medio a último momento y un poco por la puerta de atrás y, antes de que uno se pregunte de dónde salió, dónde estaba, haber tomado la porción que claramente le corresponde del centro de la escena. Al principio era, recuerden, apenas la chica que compartía departamento con Celeste Cid en Resistiré (hace ¡ocho! años), pero en poco tiempo las señoras televidentas ya le gritaban por la calle el tipo de cosas que les grita el público fanático a las estrellas de sus telenovelas favoritas: que, por poner un ejemplo, se olvidara de ese muchacho, Claudio Quinteros, que le iba a ir mal. Y cuántos se habrán intoxicado en ella en el clip de “Arrancacorazones”, de Attaque 77, a pesar de que aparecía poco, furtiva, recortada, en sombras, un poco fantasmal, apenas un par de imágenes pero las suficientes para que sus ojos, cerrados, y ese gesto de sus labios se volvieran los más tristes y también los más hipnóticos del rock argentino de 2004.
Este año volvió a pasar: cuando se convirtió en La Pochi, chica brava de barrio popular, casada con uno pero predestinada a complicada, eléctrica y carnal relación con otro, el quilombero Lombardo (Rodrigo de la Serna), todo fue bastante de apuro, sin tiempo para ensayar ni mucho menos para investigar, cuenta Bárbara. Pero enseguida la dinámica entre esos dos se transformó en uno de los ejes fundamentales de El puntero. Una de las pruebas de que la pareja había pegado fue que su personaje, que en los primeros libretos no se sabía cuánto iba a durar, no sólo se fue manteniendo con el correr de las semanas, sino que sus escenas fueron cada vez más, y más largas y sustanciosas. Otra, dice, es que nunca le habían dicho las cosas que le dicen hoy por la calle, que nunca antes tantos autos se le pararon para pedirle una foto, que nunca antes recibió declaraciones de amor profundo y auténtico como éstas (“La Pochi es la mujer de mi vida”, le han dicho y por un momento suena, dice ella, “¡a que el chabón lo estaba diciendo en serio!”).
Eso de entrar medio a último momento y un poco por la puerta de atrás es lo que le ha pasado siempre, dice. La televisión nunca le dio demasiado tiempo para pensar ni ensayar. Ahora que El puntero está llegando a su fin tras un año muy exitoso, se siente en libertad de decir que las primeras veces que grabó el programa volvió a su casa muy angustiada, sintiendo que había hecho un desastre. Retrocedamos: El puntero fue la razón por la que volvió a la Argentina. A principios de este año llevaba casi tres viviendo en México, a donde se fue acompañando a un novio, y donde se quedó cuando la relación terminó porque consiguió un par de trabajos interesantes en el canal mexicano Once TV. Y ya se estaba quedando, ya nos estaba abandonando, cuando le ofrecieron el programa protagonizado por Julio Chávez, con lo que se instaló de vuelta enseguida y como un torbellino en el mapa de la televisión local, como si nunca se hubiera ido. Pero a último momento, diez días antes de lo programado, le avisaron que tenía que grabar al día siguiente. Y ahí estaba La Pochi. En una televisión que, como el nuevo cine argentino, tuvo que aprender a ir sacudiéndose de a poco los peores clichés paternalistas/miserabilistas a la hora de retratar a pobres, villeros y marginales en general, Bárbara le imprimió una fuerza y una naturalidad a su personaje que no parecen nada improvisadas. “Siempre, toda la vida fui muy sociable”, ofrece como modesta explicación. “Y yendo al barrio al que íbamos a grabar las escenas de La Pochi aprendí mucho hablando con las chicas que viven allá, de estar con ellas, observar. En general me llevo bien con todo el mundo, pero es más bien intuitivo: mirar a la gente, sentir qué te están queriendo contar, desde el corazón. Una vez un chico que me contaba de su hermano, tenía vergüenza de decirme que estaba en la cárcel, hasta que yo le dije, ‘dale, boludo, ¿cómo no vas a saber dónde está tu hermano? ¿Está en cana?’. Y entonces me contó que sí; así que creo que lo único que hay que hacer es ser sensible, escuchar al otro, básicamente.”
En todo caso su secreto, su estrategia –ella no lo llama así, y acaso ni siquiera sea consciente de esto, lo cual por supuesto forma parte de su encanto– parece ser justamente no proponerse nunca ocupar el centro, sino “priorizar la escena y adaptarme”. “Digamos que soy precavida: lejos de querer invadir la escena, la observo desde afuera. Cuando alguien quiere llamar mucho la atención se vuelve muy molesto. Hay que actuar de lo que hay que actuar, y nada más, estar al servicio de que la historia se cuente de verdad”, dice, y lo dice con tan feliz espontaneidad que uno quiere creerle que no, efectivamente no hay estrategia.
Algo así pasa también con ese magnetismo sexual que late en ella y que se fue imponiendo en cada uno de sus personajes como quien no quiere –pero no puede evitar– la cosa. Se ríe ante la idea, pero dice que no, que trata de mantenerse alejada de eso, de la explotación de escenas sexuales, que es el primer lugar al que trataron de llevarla tantos programas de televisión.
Pero alejada, atención, hasta ahora: en unos meses va a estar interpretando a una chica “en el medio de la industria porno”, anuncia, y agrega que no puede contar mucho más; que su personaje es una stripper, que va a tener que bailar (lo que tanto le gusta), que por primera vez va a tener como un mes y medio para preparar un personaje –y hacer cosas tales como hablar con las verdaderas profesionales del tema– y que sabe que está bien haberlo aceptado, un poco porque la asusta, porque es un desafío. Lo que no dice es que seguramente va a volver, una vez más, a derretir la pantalla, todos fingiendo junto con ella todavía, vamos, como si a esta altura no fuera obvio, que no se lo esperaban.
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