PERSONAJES
He visto a las mentes más brillantes de mi generación
Perteneció al Grupo Lobo, una familia teatral que en los sesenta se convirtió en pionera de la experimentación mientras convivía en una casona por la que deambularon desde Sabato hasta el Che Guevara, pasando por Manal, Tanguito y Norman Briski. Después viajó por Brasil, México y Estados Unidos de acuerdo con los dictados beatniks. Hizo Sam Shepard en Nueva York y Julio César en Nave Jungla. Salió de copas con John Casavettes y es amigote de Martin Sheen. Ahora, Robertino Granados está de vuelta en los escenarios porteños.
Por María Moreno
–Te conozco del Di Tella –me disparó una nena dark. Tenía ojos como persianas venecianas y sostenía un cigarrillo en sus labios.
–Soy pintora action painting. Sos muy chiflado, ¿no?
Nos fuimos a vivir al pasaje San Lorenzo junto al Bárbaro. Era esa clase de chica high class, colegio francés, que amaba las manzanas de Cézanne y las novelas de Jane Bowles. En la noche vimos el film Kimono escarlata, un policial negro de Sam Fuller y en la oscuridad nos estremecimos con la violencia de los sentidos. Una mañana prendió fuego a sus cuadros. No dije una palabra y nos fuimos a una isla en Bahía, Brasil. (Travelling Movie)
En el bar del Centro Cultural Rojas, al costado de una pantalla que proyectará incesantemente imágenes de marginados y de guerras, al ritmo o no de la guitarra de Jimi Hendrix y mientras fluye el público hacia la sala de cine lateral, el actor Robertino Granados dirá todos los jueves de junio y julio, a las nueve y media de la noche, una versión de dos poemas de Allen Ginsberg: Aullido y América. El actor perteneció al Grupo Lobo, una familia teatral compuesta, según la crítica siempre enfática de Primera Plana, por caníbales semidesnudos que, por los años sesenta, solían amenazar al espectador, anteponer el gesto a la palabra, explorar el cuerpo físico aun en sus propiedades más abyectas y ejercer módicas acrobacias que no dejaban de lucir arcaicas habilidades técnicas. Sus obras cumbres fueron Tiempo Lobo, Tiempo de fregar y Casa, una hora, un cuarto, acusadas admirativamente de quebrantar el tabú ancestral que se alzaba entre los argentinos y su desnudez. Robertino nació en esa familia pagana que funcionaba como un coleóptero creativo y que no se separaba al bajar del escenario del Instituto Di Tella: sus miembros, empeñados en vivir artísticamente y amuchados, habían alquilado una casona en la calle Pueyrredón que funcionaba como laboratorio y salón avant garde, aunque detestaran a las vanguardias por considerarlas exteriores e infectas de ideología mientras que ellos consideraban necesario privilegiar la ceremonia sagrada, el ritual primitivo y lo que el maestro Von Laban denominaba “biomecánica”. El grupo se disolvió el mismo día y el mismo años que Los Beatles.
–Lobo intentaba una búsqueda que le restituyera al teatro algo que el realismo psicológico que estaba reinando en Buenos Aires todavía no había conseguido. Comenzamos con textos paranarrativos y el estudio de la percepción estética con significación tangencial en la escritura dramática próxima a los signos y el grado cero del drama. Aunque lo que la gente veía era a un grupo de jóvenes que trepaba con cierta destreza por los caños del escenario, lascivos y corporales, recitando textos poéticos que no dejaban de contar una historia de amor: la de X y Z. Una banda de veinte personajes descalzos produciendo un pentagrama de voces distorsionadas. En el Theatron eso causó mucho escándalo. Cuando nos vio Roberto Villanueva, nos invitó al Di Tella.
Cuando, en 1968, el Grupo Lobo dio una conferencia donde se quemó un objeto acartonado con los nombres de los más conocidos críticos de teatro, se aulló invocando a Benita Puértolas, se burló a los creyentes de Stanislavsky con la exhibición de un cartel donde se leía “El teatro se hace sufriendo” y se abofeteó tímidamente a los espectadores, el crítico Miguel Briante, que era un metódico de la riña, se quejó desde la revista Confirmado de que no haya habido derramamientos de sangre: “Si se hubiese causado siquiera una nariz sangrante, quizás se hubiese presenciado una revolución teatral y no lo que apenas resultó: un talentoso coqueteo con la audacia”. Luego de ver Tiempo de fregar, Ernesto Schoó, nostálgico de la orgía griega o romana, se quejó en Primera Plana de que las provocaciones al público fueran unilaterales y su máxima expresión, el roce de una camiseta sudada. Sin embargo, para los tiempos de Juan Carlos Onganía ya era demasiado. –Tiempo de fregar se hizo en el Di Tella en 1969 y era la historia de un grupo de fregonas que vivía en una casa vieja y eran sometidas por una patrona obsesionada de la limpieza. Había una adolescente zombie que tenía por parto natural a dos mellizos: unos personajes atados espalda contra espalda con unas vendas que chorreaban un líquido viscoso y a quienes las fregonas, como una corte de los milagros, les enseñaban todos los signos de la cultura. En algún momento empezó a venir al espectáculo gente de traje y corbata. A veces se paraba un espectador arrastrado por el phatos, subía al escenario para mezclarse con esos mellizos resbalosos y comenzaba a revolcarse, a lanzar fonemas y a babearse. Fuimos los primeros que provocábamos la participación del público. Ya desde el principio, cuando nos poníamos a lustrar los zapatos y las carteras después de cambiar a todos de lugar. Tiempo de fregar terminaba con la aparición de la patrona que se ponía a expulsar a los espectadores. Una vez llevamos al Mono Villegas hasta el piano que estaba a un costado del escenario e improvisamos con él. Todas las putas fregonas cantando y fregando.
Ahí estaba la marca de Las criadas
de Genet.
–También se nos encontró conexiones con el Living Theatre. Pero, si bien estábamos al tanto de las experiencias internacionales, lo que hacíamos no eran copias de vanguardias extranjeras sino que hubo una analogía de búsqueda conceptual y técnica. Con el Living Theatre trabajamos en Brasil y les interesó mucho lo que hacíamos. También habría que hablar de la marca común de Artaud, que es quien se da cuenta de la decadencia del teatro contemporáneo y emprende su búsqueda del teatro sagrado, un tipo de drama donde los hechos ocurren aquí y ahora. A Artaud se le critica no haber hecho un método. Él es su método. Cuando uno escucha la voz de Artaud entiende toda la experimentación que él hizo con ese instrumento. Con el Grupo Lobo leíamos a Suzuki y tomábamos elementos de los sufis de Kalendar, un centro que quedaba en la calle Paraguay. Pero sobre todo intentábamos vivir de una manera artística. Hoy no hay actores que piensen, no en el sentido de la adquisición de un bagaje intelectual de información sino en el de que la actuación es un lenguaje. Nuestro delirio creativo tenía sostén intelectual o de conocimiento. Ahora son todos loquitos. ¿Estoy diciendo que para darle sentido a la vida y algún tipo de evolución es necesario ser culto? No, absolutamente no. Pero es evidente que lo que hoy se llama Nueva Dramaturgia es un conjunto de procesos de escritura en transición e ideas dramáticas en fragmentos.
En una Buenos Aires visitada por el antipsiquiatra David Cooper y donde Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato asociaba oligarquía en decadencia con incesto consentido y locura neopoética, y la píldora anticonceptiva garantizaba un viaje erótico de LSD sin consecuencias, la familia se veía patógena. Los Lobo mostraron una que parecía tener la influencia del psicoanalista macumbero Emilio Rodrigué.
–Casa, una hora, un cuarto era la historia de una familia que convivía en una casa tubular de caños y que era una obra en construcción. Un tiempo sin tiempos recordando situaciones vividas con la experiencia de la historia familiar de los actores y utilizando el efectismo y las habilidades de la actuación experimental.
Si bien el Grupo Lobo nunca llegó a introducir en sus experiencias alusiones políticas explícitas, los viajes internos ciudadanos habilitaban el encuentro entre experimentales políticos y estéticos permitiendo a Rodolfo Walsh en un happening y a Paco Urondo tolerando los arranques lingüísticos de un Bonino. Antes del exterminio, la revolución fue la separación entre el panfleto pop y el comunicado clandestino, entre la purpurina y la molotov. Pero el aparato represivo no se la tragaba. Ser hippie, aunque la guerra de Viet Nam quedara lo suficientemente lejos como para no exigir reclutas, podía significar ser violento en un sentido noliteral, desnudarse artísticamente, un prolegómeno de explosión demográfica degenerada.
–Cuando con Roberto Villanueva ensayábamos Las bacantes había comenzado a llegar al Di Tella un público de los barrios de Buenos Aires. Y entonces desde la dictadura de Onganía se pensó que estaban sucediendo acontecimientos que ellos no podían interpretar dentro de la cultura masona judeocristiana y, cuando cayó la policía al ensayo, uno fue derecho a Villanueva, que tenía el pelo muy largo y anteojos redondos, y le preguntó: “¿Usted es hippie?”. Él contestó: “Sipi”. Era el comienzo de la semántica de la persecución, el death trip.
El grupo ¡Qué pasión!
Desde Taco Ralo hasta la clínica del Dr. Fontana, pasado por el Di Tella, el grupo era la religión de las tribus que se movían por ese mapa que iba de Florida y Charcas hasta Corrientes y Callao, y que sus indios caminaban como un espigón. A puertas cerradas moraban sacerdotisas que rendían homenaje a la Ivich de Sartre (Los caminos de la libertad), aunque no se animaran como ella a quemarse la palma de la mano con un cigarrillo encendido para sentirse vivir. Fofina, mujer de Santiago Lamarca que militaba en el peronismo, dictaba sus oráculos desde la cama; La Negra René le boicoteaba a Oscar Masotta la adquisición de los textos de Lacan con manoseadas cartas de tarot; y Graciela Daneri, pequeña como un hada, lúcida y trágica, era la Gala de Robertino Granados en lugares de alegre no privacidad.
–La casona de la calle Pueyrredón tenía un gran salón blanco donde ensayábamos. O vivíamos en el hotel Melancólico que quedaba en Belgrano R, a una cuadra de la estación. Era un lugar fantástico por su belleza europea, un edificio de dos pisos en medio de un gran jardín con un fondo de plantas gigantes, con un mayordomo que se llamaba Armando y una vieja loca millonaria como dueña. Por allí pasaron desde Sabato hasta el Che Guevara. Estaban siempre Manal, Tanguito, Norman Briski, Pedro Barraza. Me acuerdo de que Tanguito siempre me usaba los zapatos de gamuza azul. Y si se lo reprochabas, fingía no entender. En esa casona podías abrir la puerta y encontrar a la chica que estaba con vos franeleando con un compañero tuyo sin que nadie te hubiera pedido permiso. Mi mujer de entonces, Gracielita Daneri, se quedaba hablando con Carlos Trafic, que era el líder del Grupo Lobo, hasta las cinco de la mañana. Yo trataba de pegar la oreja a la pared para ver que decían y cuando ella volvía al cuarto, me hacía el dormido.
Pero esas parejas abiertas a menudo eran un look, precisamente porque no dejaban de ser parejas.
–Era un look y a veces era una guerra. En la casa vivía Javier Martínez, un gran seductor con gran capacidad de hipnosis. Entonces el conflicto saltaba inevitablemente, pero había también una capacidad de comprender el sinsentido en la idea de la posesión entre un hombre y una mujer. Veíamos Una chica y dos fusiles de Claude Lelouch, La felicidad de Varda, El knack y cómo lograrlo de Richard Lester y nosotros vivíamos como en esas películas. Todo era colectivo. La marihuana, el amigo, el sexo y la música. La idea de transgresión era la de un ejercicio intuitivo para dejar lo que no servía.
Obligaron a improvisar a una grande como Marilú Marini, criada en otra familia teatral. ¿Cómo se adaptó al estilo Lobo?
–Cuando con Carlos Trafic hicimos El Sr. Retorcimiento en el siglo agónico en el Centro de Arte Dramático Buenos Aires, le propusimos que ella que hiciera el personaje de la hermana, Beatrice Cenci. Marilú mantenía elementos que había encontrado y que mantenía fijos, pero trabajando con nosotros empezó a tomar la fuerza de nuestras acciones y se animó a improvisar. Durante una función, cuando tenía que matar a supadre, el conde Cenci, no encontró los elementos con los que debía trabajar (un copón con salsa de tomate y una daga antigua) porque en momentos anteriores Trafic y yo habíamos empezado a delirar con esos objetos hasta que desaparecieron. Entonces, de pronto, Marilú empezó a hacer un monólogo en alemán hablando de la situación, es decir, puso en acción dramática la imposibilidad de matar al padre. Mientras, maldecía una y mil veces a todos los dioses que ella recordaba de la mitología germana hasta que terminó en un canto operístico de valquiria. En el ínterin nosotros habíamos conseguido el cuchillo y el copón. Recién entonces pudo hacer la acción y quedó perfecto. Con Roberto Villanueva, que había visto la función cincuenta veces, recuerdo que terminamos en el camarín sin poder pronunciar una palabra. El tiempo se había suspendido.
De mí
Cuando era chico, en la línea Temperley-Adrogué, en una quinta con gallinero y bosques de eucaliptus, Robertino Granados obligaba a una vecinita a simular un adulterio con el hijo del almacenero, amenazándola con un puñal de madera de cajón de manzanas Río Negro.
–Al lado de mi casa vivía Ercilia Disciullo, que había sido cantante de ópera en Italia y luego prostituta en los puertos de Bahía Blanca. Ella fue mi primera maestra de actuación. Luego estaba la radio con los radioteatros con eso de “Por las calles de Pompeya llora el tango y La Mireya”. Conocí a un chico que iba a la Capital a estudiar teatro y veía obras de Alfredo Alcón. Había un lechero que venía a caballo para el reparto al que yo llamaba “maestro” y que me daba tareas de dictado y me corregía. Recuerdo, en la plaza frente a la estación de Temperley, la puesta de Juan Moreira bajo las luces de la municipalidad: tipos vestidos de gaucho que salían de unas carpas, y decía esos textos de manera enfática y con las emociones desbordadas. Y el Krishnamur, que era un circo de cuarta con un correntino de ojos negros penetrantes que se hacía el hindú. Los chicos del barrio ayudábamos a armar las sillas plegables alrededor de la pista. Y él salía y metía la cabeza dentro de la boca del elefante. Yo me quise ir con el circo. Pero mi mamá lloraba. Muy Zampanó, todo.
Ésa es la novela de su vocación que hizo que Robertino Granados estudiara mímica con Angel Elizondo cuando todavía no se animaba a ser actor. El azar lo llevó a mostrarle a Leónidas Barletta su imitación de James Dean. Él lo hizo debutar en el Teatro del Pueblo en el Tartufo de Molière. Tenía el rol de criada (aparecía con una peluca, una canasta llena de flores de plástico y una sombrilla). Ese sería el comienzo de un largo entrenamiento. En los sesenta, ser un actor experimental exigía una dura disciplina.
–Tuve cierta vinculación con el realismo a través de Galina Tolmacheva, una actriz de teatro de arte de Moscú que estuvo siempre en Mendoza y nunca quiso trabajar en Buenos Aires. Galina era muy severa, con una forma casi prusiana, a la manera de lo que es el Bolshoi o el Teatro de Arte de Moscú. Marcaba el sentido de la escena a través de una concentración absoluta en consonancia con lo que estaba sucediendo en ese instante. Muy en el presente de la acción. Continué en los setenta con Stella Adler, una de las creadoras del Actor’s Studio, con la que ahora estudia Antonio Banderas. Ella rompió con Strasberg debido a sus influencias del psicoanálisis. Todo eso de la memoria afectiva, donde un actor debía revivir experiencias personales para transferirlas como catarsis. Lo que más me impresionó de ella fue su sencillez. La recuerdo sentada junto a una bandeja con su té servido, un perro a los pies. Usaba una frase fundamental: “Está muy bien, pero también puede ser de otra manera”. Esa otra manera tenía que ser un descubrimiento. La técnica tenía que convertirse en una segunda naturaleza. Robertino Granados viajó con Carlos Trafic por Brasil, México y Estados Unidos de acuerdo con los dictados de la cultura beat, pero matizados por experiencias teatrales que incluyeron una versión de Macbeth y otra de Julio César transformada en Julio César en el Cotton Club, que puso en Nave Jungla en la década del ochenta. En el Public Theatre de Brooklyn, durante el año ‘74, trabajó en Rock Garden de Sam Shepard y El esclavo de Leroi Jones, en el Marginal de Bahía. Se hizo amigo de Martin Sheen, al que conoció en el Living Theatre; escribió Travelling Movie; y filmó muchos Súper 8 con el espíritu de Shadows. Fue de bares con su autor, John Casavettes, y reporteó a Roman Polanski, constatando que ambos podían incurrir en el lugar común: opinar que el tango es una de las músicas más melancólicas del mundo. Todo a la manera de Los vagabundos del Dharma de Jack Kerouac, aunque su marca más beat sea la de ese judío que recitaba acompañado de un organito, demoliendo en homosexualidad budista la sombra apolínea de Whitman: Allen Ginsberg.
–Aullido fue creado en un clima de violencia y opresión que iluminó la mente de los jóvenes que vieron en Ginsberg a un monje urbano. Trabajaba sus textos de una manera primitiva y salvaje, donde la palabra era una visión, como una letanía. Creo que Ginsberg hubiera sido amigo de Artaud, que era vidente, un chamán con todo el catolicismo. Los aullidos me interesaron porque la guerra es el tema de la humanidad. El origen del drama es la guerra (éste es un logotipo para que pinte con aerosol Charly García en su casa). Empezando por la guerra interna, que es la de la propia dualidad.
Si la vida en arte de Robertino Granados suena hoy a nostalgia habría que recordar que sólo se tiene nostalgia de lo que no se ha vivido. Que evocar los sesenta no necesariamente significa entrar en la mistificación acrítica sino descubrir una variada tradición cuyos efectos hoy se registran desmemoriados en los espacios culturales. Quien lo vio deslizarse por cañerías en el sótano de una iglesia mientras formaba parte de la Familia Lobo o haciendo Hamlet en Cemento recordará una actuación iluminada, transparente a una disciplina que acercó precozmente el teatro Kabuki, el pobrismo de Grotowsky y la psicofísica del Actor’s Studio al ademán pendenciero de un chico del oeste y que la tradición trashumante hispana denomina “duende”.
–Yo me veo como un beatnik o como El extranjero de Camus en la versión que hizo Antonioni. Un maestro que enseña teatro no como una especialidad técnica para ocupar un lugar en el status cultural ni como la proyección del yo en la creación de objetos de arte, ni para hacer consciente lo inconsciente a través de la teoría o la academia. Edmund Kean decía: “No se actúa para ganar el pan, se actúa para sobrevivir, para mentir, para no volverse loco”. Porque lo que no está en la vida no puede estar en el teatro. ¿Vos querés saber si alguna vez me corté las venas con una gillette? No. Para mí estar en Buenos Aires, en espacios que todavía continúan, como el bar Losada, donde estaba el Lorraine, es como estar en otro país. Es la ilusión de comprobar el tiempo. Cuando vas al baño de Losada caminás por el mismo pasillo del Lorraine, pero no se trata de un recuerdo sino de una percepción. O sea que no es el producto de una memoria que se organiza como en una novela que, sospecho, ya está escrita y tiene un final como cualquiera de las de Vargas Llosa. Aunque no hay un final de esta novela porque uno todavía la está leyendo. Al mismo tiempo, la vida no tiene las necesidades de relatos. Pero en Érase una vez en Hollywood, Frank Sinatra dice: “Esto no volverá a suceder”.
Aullidos en América se presentará todos los jueves de junio y julio a las 21.30 en el Centro Cultural Rojas (Corrientes 2036), con música de Coltrane, Hendrix y Spinetta.