Dom 08.06.2003
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MúSICA

El Señor de los Ritmillos

A pesar del flop de Up, su último disco, tan esperado como desatendido, Peter Gabriel cerró el tramo europeo de su gira Growing Up Live 2003
con la actitud relajada del que se pasea en piyama y chancletas por su casa.
A lo largo de dos horas y media, vestido de negro, calvo y con barbita blanca, Gabriel ratificó en el Palau San Jordi su condición de pop star y su confortable desinterés por las innovaciones. Rodrigo Fresán estuvo ahí.

Por Rodrigo Fresán (Desde Barcelona)

Es la noche del domingo pasado y es la última fecha del tramo europeo del Growing Up Live 2003 Tour y Peter Gabriel sale al escenario del Palau Sant Jordi. Es un Peter Gabriel diferente al último Peter Gabriel que salió a un escenario de Barcelona, esa ciudad en la que desde hace rato fantasea con construir un parque temático en sociedad con Laurie Anderson y Brian Eno. Este es un Peter Gabriel con una década más encima, un Peter Gabriel de cincuenta y tres años que ahora –vestido de negro, calva ominosa, barbita blanca y en punta, panza tan satisfecha de sí misma– es más hobbit que elfo. Es, sin embargo, un Peter Gabriel que sigue siendo Peter Gabriel. Un Peter Gabriel que saluda sonriendo a las más de diez mil personas que lo aplauden como si fuera un dios o –lo que es más interesante y poco común– una pop star que no ha perdido nada del respeto que supo conseguir durante su larga y lenta carrera. Un Peter Gabriel que ahora se sienta al piano, anuncia que “Voy a empezar exactamente igual a como terminé diez años atrás” y –con esa inconfundible voz entre agónica y poderosa, en penumbras, tan parecido al apocalíptico Kurtz modelo Marlon Brando– arranca con “Here Comes the Flood”.

La lentitud
Los años pasan y Peter Gabriel sigue siendo un tipo raro, una excepción atendible, un feliz accidente geográfico en el inocurrente paisaje de la música popular. Un artista respetado hasta la obsecuencia por sus colegas y, fundamentalmente, un hombre que hace las cosas a su manera: despacio, muy despacio. Gabriel no es un corredor de fondo; es un caminante de fondo o –mejor todavía– un observador de fondo: alguien que mira el mundo desde la ventana de su doméstico estudio de grabación Real World, en las afueras de Bath, y se sabe felizmente fuera de carrera después de haber ganado todo lo que le interesaba ganar.
La lentitud de Gabriel –algunos prefieren hablar de pereza o de inseguridad– ha jugado, está claro, en su contra. Veinte años no son nada en el tango, pero diez, en el rock, son una eternidad; sobre todo si quien los deja pasar es alguien considerado un vanguardista apto para todo público, uno de esos nombres singulares que, sin embargo, se las arreglan para contener multitudes en las que conviven el snob, el consumista y el último videoadicto. Así fue como a fines del año pasado la edición del esperadísimo Up pasó sin pena de gloria o –en el mejor de los casos– fue considerado “más de lo mismo, y ¿para esto esperamos tanto?” Poco importó que Up –como en su momento el retorno de Bob Dylan con Time Out of Mind– fuera un digno y adulto exponente de twilight-rock: ese subgénero flamante donde las estrellas comienzan a reflexionar en voz alta sobre la vejez y el adiós. De nada sirvió que Up reuniera algunas de las canciones más hermosas y lánguidas jamás compuestas por Gabriel –”Sky Blue”, “I Grieve”, “My Head Sounds Like That”–; que hubiera sitio para el potencial hit-single en la pegajosa “The Barry Williams Show” o en la pegadiza “Growing Up”; ni que su producción fuera un prodigio de artesanía tecnológica. Para los lectores de gráficos y estadísticas, Gabriel, de pronto, no era un perdedor, pero tampoco había noqueado a nada ni a nadie: venía de la debacle del proyecto Ovo para el malhadado Millenium Dome; se lo veía gordo y pelado y –lo más grave de todo– desentendido de descubrir nada nuevo.
Meses atrás, en una entrevista que le hizo el escritor mexicano Juan Villoro para la revista dominical de El País de España, Gabriel predicaba desde un sillón de su casa su ya no tan nuevo credo: “El tiempo es mi mayor lujo. Ya no siento la presión de ser renovador, original a ultranza. Me basta con escribir canciones propias”.

Vivito y coleando
Lo que no significa que –más allá de ciertas evidentes dificultades físicas a la hora de girar con gracia y estabilidad como underviche mientras canta “Animal Nation”– el show que presenta por estos días Peter Gabriel no sea una experiencia movilizadora y tonificante y original. Allí, en un pequeño escenario circular y giratorio que se abre y se cierra como una caja, alzado en el centro del estadio, Gabriel sigue siendo un convencido de que lo suyo son canciones para mirar, y que el sentido de ir a un concierto pasa por recibir algo que, todavía, no puede darte un compact-disc.
Así, amparado por un sexteto donde brillan clásicos monjes gabrielitas como David Rhodes y Tony Levin y novatos como su hija Melanie haciendo coros, permanentemente atendido por un equipo de roadies vestidos color naranja Tibet y prolijamente rapados a cero (¿los obligará a raparse su patrón, celoso de pilosidades ajenas?), Gabriel canta “Downside Up” boca abajo; navega en un bote a lo largo de “Mercy Street”; se mete adentro de una gigantesca pelota transparente durante la marchosa “Growing Up”; se pasea detrás de una cámara de televisión y filma al público durante esa denuncia de la tv-trash-reality que es “The Barry Williams Show”; se pone un saco de luces para el clásico “Sledgehammer”; dirige y coreografía al público en “Digging in the Dirt”, “Come Talk to Me” y en esa definitiva e insuperable art-love song de los ‘80 que es “In Your Eyes”; y, en un momento de contagiosa euforia retro-infantil, se sube a una bicicleta para pedalear en círculos la alegría que le produce “que me vengan a buscar para llevarme a casa” en su iniciática “Solsbury Hill”. Todo esto y mucho más perfectamente arropado por ese Gabriel Sound donde todo entra y todo suena en su lugar.
Así, la sensación es la de viajar al interior de la cabeza de Gabriel y sentir –testigos privilegiados– cómo siente sus canciones. Son más de dos horas y media de un viaje que emprende despreciando todo rasgo de dramatismo y expectativa (no tiene inconveniente alguno en salir a presentar en persona a su artista telonero, una excelente cantante nacida en Uzbekistán, Sevara Nazarkhan) y concluye pasada la medianoche, después de tanto despliegue, cantando a solas “Father, Son”, para marcharse, después, como vino. Gabriel sale del escenario con el inequívoco y plácido aire de quien se pasea en piyama y chancletas por su casa y –más cerca del eructo de Homer Simpson que del tantra de Sting– abre la heladera para prepararse un último y perfecto sandwich antes de meterse en la camita.

El hombre que susurraba
a los repollos
Y Peter Gabriel sigue, por suerte, siendo un tipo raro. Ya lo era en sus años mozos, cuando fundó Genesis junto a sus compañeros del tan british colegio Charterhouse, cuando grabó con ellos un primer y fracasado single que sonaba peligrosamente a los Bee Genesis, cuando –bruco cambio estético– no demoró en disfrazarse de mujer con cabeza de zorro, de flor gigante, de cuadro de Arcimboldo con patas, de lo que fuera, y cuando se convirtió en uno de los darlings del rock histrio-sinfónico de los ‘70. La actitud más extrema, en ese sentido, fue la puesta en escena del inevitable álbum doble conceptual The Lamb Lies Down on Broadway, que los demás miembros de la banda consideraron como un ego trip de Gabriel en el que nuestro inquieto muchacho contaba la historia de un grafitti-artist portorriqueño en New York, Rael, que termina castrado por una especie de aves carnívoras de las cloacas de Manhattan, o algo así. William Friedkin y Alejandro Jorowski manifestaron su interés por filmar el asunto, pero enseguida se alejaron silbando bajito, mientras Gabriel descubría que también necesitaba cortarse solo. Su comunicado de prensa de entonces es una pieza inequívocamente gabrieliana: “Como artista necesito absorber una amplia variedad de experiencias. Incluso los placeres ocultos del cultivo de repollos están empezando a compartir sus secretos conmigo. Y yo no puedo pretender queGenesis ajuste sus planes y horarios a la voluntad de estos repollos que me han tomado prisionero”.
Así, con lentes de contacto plateados, los primeros dos repollos de Gabriel por la suya hoy siguen resultando interesantes y dignos de ensalada. Peter Gabriel (1977, también conocido como Wet por sus seguidores, que rebautizaron –a partir de las fotos de portada– sus primeros cuatro discos ante la negativa del artista) y Peter Gabriel (1978, también conocido como Ripped) se oyen hoy como dos interesantes puñados de canciones que suenan como cruzas entre David Bowie y Randy Newman: derrotados cuentos cortos y postales fashion con producción donde se alterna la grandilocuencia con la humildad y una voz que se pasea del susurro al grito con envidiable elegancia. Todo esto cambió con Peter Gabriel (1980, también conocido como Melt), donde el hombre abrazó con brazos y piernas la causa rítmica y con una sola canción, la hipnótica e himnótica “Biko”, inventó al mismo tiempo el etno-rock y el amnesty-rock. Peter Gabriel (1982, rebautizado en Estados Unidos como Security) fue la segunda parte de la investigación sonora –los discos de Gabriel no suenan a instrumentos muertos: suenan a esos artefactos orgánicos que suelen asquear y engalanar los films de David Cronenberg–; allí se destacaba el paranoico y percusivo “Shock the Monkey”.
Después –principios de la lentitud como estética– hay que esperar a 1986 para que todo vuelva a cambiar: en la portada de So aparece por primera vez un Gabriel a cara lavada y más que dispuesto a conquistar el mundo. La piedra de lanza es el revolucionario clip de “Sledgehammer”, pero eso no es todo. Adentro también está “Red Rain”, “Big Time”, el dueto con Kate Bush en “Don’t Give Up”, el “This Is The Picture” a medias con Laurie Anderson, “Mercy Street”, “In Your Eyes”... So –junto al Brothers in Arms de Dire Strais– se convierte en uno de los yuppie-records paradigmáticos y vende toneladas y Gabriel se convierte en un personaje famoso, tan interesado por su sello Real World y su festival Womad y sus exitosísimos tours como en escribir música para películas –Birdy y La última tentación de Cristo– y, ya que estamos, en hacerle honor a su fama de english-lover, degustando mujeres que hoy se llaman Patricia Arquette y mañana Sinnead O’Connor. Seis años más tarde edita el inspirado clondoppelgänger de So –Us–, vuelve a ranquear alto y desde entonces sale poco y graba mucho e influencia claramente a gente creativa como Eels y David Gray. La leyenda urbana asegura que Up no es más que una selección caprichosa de trescientas canciones registradas que irán saliendo a lo largo de los próximos años. Sin prisa y –seguro– con pausa.
Mientras tanto y hasta entonces –sobre el escenario, siete días atrás-, Gabriel se despidió con un “Hasta pronto” y sus músicos y el público no pudieron contener las carcajadas. Gabriel también se rió con ganas.
Para cuando ustedes lean esto, Gabriel ya habrá puesto en marcha el tramo norteamericano de Growing Up Live 2003. Después, ya saben, de regreso a casita: sus repollos lo extrañan tanto cada vez que a Gabriel le agarra la locura de grabar un disco y salir por ahí a presentarlo... ¡Habrase visto, oh también...!

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