CINE
La llamada fatal
Ejercicio de estilo a la Hitchcock, Enlace mortal, la última película
de Joel Schumacher, permite redescubrir la figura de Larry Cohen, guionista todo terreno que en cuarenta años de carrera –de Los invasores
a la remake de La invasión de los usurpadores de cuerpos– mantuvo en alto
la bandera de la serie B y anticipó muchos de los hallazgos con los que Hollywood arrasaría las taquillas del mundo.
POR MARIANO KAIRUZ
Dice Joel Schumacher que Larry Cohen dijo que escribió el guión de Enlace mortal (Phone Booth, 2002) unos cuarenta años atrás, y que en ese entonces discutió la idea con Alfred Hitchcock. La premisa de Cohen, según un crítico norteamericano, era “algo radical: se proponía filmar la película más pequeña que jamás se hubiera hecho. Esto es, que su narración transcurriera dentro de los estrechos límites espaciales de una cabina telefónica, utilizando la ambientación única a la manera hitchcokiana de La ventana indiscreta”.
Aquella historia era algo distinta de la que finalmente llegó a la pantalla, aunque no su concepto. Stu, el arrogante publicista que ahora interpreta el veinteañero Colin Farrell (Daredevil, Minority Report, El discípulo, entre muchas –demasiadas– otras películas del momento), era originalmente un hombre de mediana edad; según Schumacher, “un representante teatral que parecía sacado de Broadway Danny Rose, pero sin dulzura ni simpatía”. El personaje de Pamela, la aspirante a actriz que hoy encarna Katie Holmes (y que Stu quiere llevarse a la cama), era una “manicura descerebrada, bonita y con un chicle eterno entre los dientes”. Stu llama diariamente a Pamela desde una cabina telefónica, de modo que su esposa no pueda rastrear sus llamadas en las cuentas de sus celulares. Pero, al terminar la llamada del día, Stu tiene el mal tino de atender el teléfono público que acaba de colgar, y del otro lado suena la voz que lo mantendrá atado a esa cabina los restantes 75 minutos de película (es una película corta): la voz de un francotirador moralista, que ha decidido castigar su mal comportamiento para con las mujeres y lo amenaza armado y apostado desde alguna de las infinitas ventanas de esa zona de edificios enormes.
La película, eventualmente, terminará asumiendo esa moral de medio pelo que enarbola el psicópata del teléfono público. Para peor, Schumacher (el responsable de Batman eternamente, Un día de furia y otros engendros, pero también de la bastante mejor y poco vista Tigerland, donde reclutara a Farrell cuando era un perfecto desconocido) no tuvo mejor idea que justificar los cambios en el personaje protagónico alegando que “cuanto más joven fuera Stu, más perdonable sería, porque si uno llega a la adultez sin haber aprendido qué importante es el modo en que se trata a los demás, entonces ¡fuck you!”.
Resumiendo: cuarenta años para llevar a la pantalla uno de esos guiones que en Hollywood suelen calificar como de high concept (sea lo que sea que eso signifique), infinitas dilaciones (incluso cuando la película ya estaba terminada) y un tipo no demasiado conocido (aunque con una larga y productiva carrera) poniéndole el hombro todo el asunto. La pregunta se cae de madura: ¿quién es Larry Cohen?
TRAIGAN LA CABEZA DE LARRY
Nacido en Nueva York hace casi sesenta y cinco años, Larry Cohen dirigió su primera película, Bone (1972), cuando ya había escrito varios programas televisivos y creado más de media docena, entre ellos las series Marcado y Los invasores, cuyos alienígenas de meñique tieso anticiparon la ciencia ficción paranoica de Los expedientes secretos X (“David Vincent los ha visto...”, se escuchaba en cada presentación semanal). Comedia sobre la hipocresía de las clases acomodadas en Hollywood, Bone no fue precisamente un éxito, aunque pronto le seguirían Black Caesar (El padrino del Harlem) y Hell up in Harlem, dos películas taquilleras del subgénero blaxploitation que sin embargo respondían menos a las películas “de negros” de la época que al modelo de cine gangsteril de los policiales de la Warner de las décadas del treinta y del cuarenta, con los que Cohen había nutrido su infancia y su adolescencia. Inmediatamente después realizaría uno de sus clásicos indiscutidos: El monstruo está vivo (It’s alive, 1974), saga del bebé mutante y asesino, víctima de alguna droga ginecológica legal o de lapolución del medio ambiente, que tendría dos secuelas más. Allí, Cohen, un poco por criterio y otro por limitaciones presupuestarias, aplicó al pie de la letra la idea de que, en el cine de terror, menos es más. Una idea, dice, en la que sería casi un continuador del legendario productor Val Lewton y un precursor nada modesto del cine de las siguientes dos décadas (Tiburón, ET).
A principios de los ochenta, Cohen estrenó una película llamada La serpiente alada (Q, con David Carradine), donde el monstruo mitológico del título asolaba Nueva York y plantaba sus huevos en el edificio Chrysler, una idea desvergonzadamente calcada por la Godzilla norteamericana del megalómano Roland Emerich. “Se gastaron 140 millones para robarme la película que yo hice por un millón doscientos mil”, se rió Cohen, que en los noventa, convocado para escribir la remake de Invasión de los usurpadores de cuerpos, aportaría una de las mejores ideas del film: trasladar la acción a una base militar (“los militares profesionales se parecen entre ellos: ellos mismos son cuerpos usurpados”). Tres años después, con Original Gangstas, Cohen dirigía por última vez un homenaje al blaxploitation que anticipó (e influenció a) la mucho más conocida Jackie Brown, de Quentin Tarantino.
Es probable que, después de sus éxitos iniciales, Cohen tuviera la opción de ingresar a los estudios hollywoodenses y acceder a presupuestos generosos. Pero su campo siguió siendo la clase B, y su razonamiento es inobjetable: “Hago lo que tengo ganas de hacer y no debo responder ante nadie. Si la película es barata, los ejecutivos del estudio no pierden tiempo con ella: están demasiado ocupados con las películas caras. Así que te dejan en paz. Mis películas, buenas o malas, son una manifestación de mi personalidad”.
NO LE DEBO NADA A ENTEL
Puede que ningún guión haya hecho tan famoso a Cohen como el de Enlace mortal. Iba a filmarlo él mismo, pero le ofrecieron mucho dinero y lo vendió, y hacia 1998 la Fox convocó a Schumacher, que estaba ocupado haciendo 8mm y ya tenía otro proyecto propio en parrilla. Trataron de tentarlo con lucecitas hollywoodenses: nombres como los de Mel Gibson, Will Smith y Jim Carrey. Pero no estaban disponibles o querían demasiado dinero. “Todo Hollywood había leído el guión –dice Cohen–; nunca se había hablado tanto de algo que yo hubiera escrito.”
En algún momento le dijeron que sí, que era muy hitchcockiana, pero que hoy un film como La ventana indiscreta no tendría éxito comercial. “¿Por qué dicen esas cosas?”, se pregunta Cohen. “La noche de los Oscar me lo encontré a Steven Spielberg y me dijo: ‘Me maldigo todos los días por no haber comprado ese guión. Si Hitchcock viviera, seguro que querría dirigirlo’. Yo pensé: es el mejor cumplido al que puedo aspirar. Pero también pienso: ¿por qué diablos no lo compraste, si lo querías?” El siguiente director que convocaron fue Michael Bay (La roca, Armageddon, Pearl Harbor). “Lo primero que me dice Bay es: ‘Bueno, ¿cómo podemos hacer para sacar al protagonista de la cabina?’. Y ésa no es la película –dice Cohen–; todo debe ocurrir en la cabina: eso es lo que tiene de inusual. Los de la Fox, de todas maneras, le dijeron que se fuera.”
Por fin, una vez que Schumacher logró hacer la película, vino el 11 de septiembre. Demasiado humor negro para Manhattan, dijeron. Después quisieron esperar al estreno de Minority Report para aprovechar la actuación de Farrell en el de Spielberg. Entonces –fines del 2002– ocurrieron los atentados del francotirador en Washington.
En rigor, la película de Schumacher no se mantiene en la cabina ni se ciñe a sus alrededores, considerando los innecesarios picture-in-picture en los que aparecen Pamela y la esposa de Stu. Aunque la idea original se desbarata un poco, ahora, al menos, Larry Cohen ya es un guionista claseA. Por primera vez en cuarenta y cinco años de carrera. Entre el par de guiones nuevos que acaba de vender hay uno que se llama –sugestivamente– Celular. Precio: unos 750 mil dólares. Y después de siete años se dispone a dirigir de nuevo: un film pequeño, probablemente trash, titulado Air Force One: The Final Mission. “Yo quiero hacerlo todo”, dice Cohen. “Sé que soy el padre de todas mis criaturas. Yo las hice, son mías. Y me enorgullece no haber hecho películas de gran presupuesto para los estudios. Muchos de los tipos que las hicieron ya no laburan más; se han ido. Mientras tanto, uno ve a toda una nueva cosecha de gente, y a mí, todavía tratando de hacer lo mismo que hacía antes.”