TEATRO > LA LENGUA: BAILANDO MáS ALLá DE LAS PALABRAS
Un viaje alucinante, un camino heroico, un descenso al país de las maravillas tenebrosas: pergeñado durante un encierro voluntario, Leticia Mazur dio forma a La lengua, un espectáculo en el que literalmente baila una trama más allá de las palabras, donde las cosas se comprenden por el solo hecho de vivirlas. Un clima hipnótico, una puesta notable y un resultado que muestra por qué la danza contemporánea puede ser igual de conmocionante que un cuadro abstracto, una melodía sin letra o el estallido de una palabra en la mente.
› Por Agustina Muñoz
Después de muchos años de bailar por el mundo con los mejores coreógrafos, de estudiar en Bruselas con Anne Teresa de Keersmaekery, y de dirigir hace cinco años Ilusión, su primera obra como directora, Leticia Mazur presenta este año La lengua, una obra de madurez en el más ambicioso sentido de la palabra. Rodeada de un equipo de lujo, Mazur creó una máquina alucinada en donde cada detalle es precioso y enigmático, y donde hay lugar incluso para el humor y la ironía; un recorrido de un ritmo perfecto con la música (creada por Alejandro Terán y Manuel Schaller) y la luz (un trabajo de Matías Sendón que lo consagra definitivamente como un artista visual impresionante, a cargo también de la escenografía junto a Alicia Leloutre) como presencias constantes que estimulan a la protagonista en un viaje por territorios oscuros y reveladores. Y es que La lengua podría ser una versión muy libre de Laberinto, o la apropiación moderna del camino del héroe de un libro sagrado, incluso la versión electrónica de un cuento sufi. Pareciera que Mazur se hubiera sumergido en un bosque interno lleno de monstruos y verdades del que salió con fe y gracia, y que al querer traducirlo en obra no olvidó que escucha a Björk y que los palacios modernos son rascacielos.
No pasa muy seguido que uno se encuentra con una obra que pareciera haberse salido con la suya sin hacer concesiones. Esto ocurre de tanto en tanto; uno sigue la obra de un director, de un escritor o músico y de repente, zas, toda la búsqueda anterior y la experiencia se encuentran en una creación ejemplar y auténtica que da sentido a todo el recorrido. “Fue un proceso muy largo. Mi novio me agarró y me dijo que yo tenía que hacer un solo. ¿Yo, un solo? ¿Que me miren sólo a mí? No entendía por dónde podría hacerlo, no entendía por qué. ¿Cuánto me creo que puedo llegar a mantener el interés?, pensaba. Esa era la primera pregunta: ¿cómo hacer un solo que fuera honesto y necesario para uno, que no responda al ego? Después me di cuenta de que lo que me había parecido descabellado era la posibilidad de desplegar un lenguaje personal; si bien siempre una, en las obras que hace, está poniendo su propio lenguaje –más aún en las obras en las que yo siempre participé, que son de creación colectiva–, nunca está la posibilidad absoluta de libertad, creando e interpretando a la vez. Y creí que era un buen momento para hacerlo, una ocasión para preguntarme cosas más personales”, cuenta Mazur.
El proceso creativo tuvo varias etapas. La primera fue de la mano de su amiga y compañera en la exquisita y canónica Secreto y Malibú, Inés Rampoldi. “Las ideas centrales de la obra aparecieron en ese momento. Quería que fuese una obra de danza, pero también que tuviera mucho de actoral. En La lengua, la interpretación es todo. Quería crear una obra en la que fuese necesario ese estado, y no porque me pusiera a hablar o a opinar de cosas; de hecho no sentía que tuviera algo que decir sobre un tema específico. Empezamos ensayando en lo de Inés, que da clases de yoga, y usábamos todos los elementos que teníamos a mano; la luz, que estuvo desde el principio como un elemento y una presencia indispensables, era la estufa eléctrica de la sala. Con Inés apareció lo central: la presencia casi constante de la música –que queríamos que fuera una mezcla de ópera y dibujito animado–, y la idea del afuera como un misterio.” Como Inés no pudo seguir dirigiéndola, Leticia Mazur se quedó casi un año ensayando sola, entrando en un estado de semitrance y autoconocimiento que le dio mucho al sentido general de la pieza. “Entré en un estado de la mente que no conocía, tal vez más cercano al que escribe o al que pinta, tomando decisiones desde un lugar en el que no tenés que hacerlas conscientes, ni traducirlas, ni compartirlas, ni lograr acuerdo con eso. Muchas veces ensayaba un rato y después me quedaba dormida en la sala, y después retomaba. Pasaba de una decisión a otra, no tenía que estar ni siquiera de acuerdo conmigo misma. Esa fue la investigación, pero la obra no la podía hacer sola.” En ese momento aparece la coreógrafa y bailarina Bárbara Hang y la dramaturga, directora y actriz Elisa Carricajo, una más abocada al movimiento, a lo estético y visual, y la otra a la dramaturgia, a buscar el sentido de todo lo que Mazur había producido mientras estuvo en la cueva. “Ni bien apareció Elisa, me dijo: ‘Esta obra relata un viaje iniciático’. Le puso palabra y conciencia a algo que ya estaba, fue un gran encuentro con ellas dos, y a la vez un alivio que alguien me dijera qué se veía desde afuera. De todas formas, siempre mantuve los ensayos sola, con un espejo.”
En La lengua hay un breve texto escrito por Carricajo que Mazur dice con la cara escondida detrás de una de las paredes de la escenografía; el texto aparece cuando uno ya no espera que haya palabra y tal vez, el título de la obra se vuelva carne en ese momento, cuando la lengua, o la palabra, se perciben como una capa superflua del mundo interior: necesaria, ineludible, pero ínfima ante el verdadero misterio de lo que está vivo. “En danza es complicado cuando hay texto; muchas veces queda algo a mitad de camino entre danza o teatro; ése era mi miedo. Yo quería que la gente que no suele ver danza pudiera acercarse a la obra, que no se quedara afuera porque el material fuera excesivamente críptico. A muchos espectadores les pasa con la danza que necesitan de una historia que se pueda racionalizar, y cuando la danza cede a eso, agregando texto o creando situaciones, muchas veces pierde su centro, queda a mitad de camino; u otras veces se vuelve, por el contrario, muy abstracta. A mí me encantan las obras de danza que son pura danza, si una obra está bien bailada, no necesito más. Es como pedirle a una poesía que sea una novela. O a una música sin letra que la tenga. En este caso yo quería convencer de algo inexplicable, como esas obras que no sabés por qué, pero decís ‘sí, sí’.”
La lengua es un ejemplo de una obra que podría ser llamada de danza sólo porque tiene a una bailarina impresionante en escena; pero es sobre todo un relato, un viaje que no se detiene nunca, que produce sentido todo el tiempo y que se vale de la palabra, el cuerpo, el espacio, la música y la luz para crear un mundo hipnótico al que no se le pide más texto, ni narración, ni conflicto. Todo está ahí: danza, teatro o lo que sea.
La lengua
Espacio Callejón, Humahuaca 3759
Viernes a las 23
Desde septiembre, los martes a las 21
Reservas al 4862-1167
(Versión para móviles / versión de escritorio)
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