Después de Süden, la película en que retrataba al músico argentino alemán Mauricio Kagel, Gastón Solnicki se sumergió en un proyecto tan personal como absorbente: registró casi 200 horas de vida familiar durante una década para sumarlo a un inesperado archivo casero que encontró de casualidad. Después de una edición monumental, que le permitió reducir todo a unos 80 minutos conmovedores, el resultado es Papirosen, una película tejida alrededor de su abuela sobreviviente del Holocausto y que retrata a una familia judía argentina de un modo intimista y audaz, explorando con delicadeza, pero sin concesión, las relaciones, las tradiciones y los modos sutiles en que el presente convive con los fantasmas de la Historia.
› Por Natali Schejtman
Es muy probable que toda familia mirada de cerca por uno de sus especialistas –un hijo– y durante 12 años arroje elementos graciosos, dramáticos, ridículos, amorosos y mezquinos. Y con 200 horas de material, sumado a un frondoso archivo familiar de los últimos 50 años, Gastón Solnicki podría haber retratado a su familia con la armonía de los Ingalls, la excentricidad de los Tenembaum o un jasidismo patriarcal como el de El violinista en el tejado aggiornado. Sin embargo, emprendió la turbulenta tarea de reordenar –junto con la montajista Andrea Kleinman– ese material con una sensibilidad e inteligencia fascinantes, para componer en una hora y cuarto un retrato familiar complejo, sin dedo acusador ni celebratorio, que revuelve –con amor, pero sin complacencia, algo dificilísimo– las ideas de una vida inmersa en las contradicciones de ese entorno. Este cuadro de su familia involucra desde la persona más añosa, su abuela Pola, inmigrante polaca, hasta el pionero de la última generación, su sobrino Mateo, ambos extremos de un clan que llegó ilegalmente a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial, y que en una generación pudo pasar de la invisibilidad al título universitario y el dinero. Pero como dice Pola, con una gramática y un acento marcados por la extranjeridad y sus traumáticas condiciones: “No se borra nunca el pasado triste, esto nunca no se borra”. Y si sabrá de eso una familia judía laica de clase media alta argentina, que se junta para festejar las Pascuas y recordar con cantos y lecturas los años amargos de esclavitud en Egipto en un bello living urbano, mientras una mucama uniformada ayuda a la madre a recibir a los invitados y la mesa opulenta ratifica lo bien que se está ahora. O que no suspende y celebra un casamiento a días de la muerte del abuelo del novio, porque justamente así lo indica su tradición. Y si habrá aprehendido ese concepto el nieto, que combina una escena de aerosilla recreativa en la nieve patagónica con el relato de la abuela en off sobre el estallido de la guerra en el Grodno; y que ilustra esta declaración tan emblemática sobre los fantasmas indelebles del pasado con cintas de las vacaciones de esta misma abuela en Miramar, en sus esplendorosos años ’50. El pasado no se borra y vuelve, bajo la forma de un suicidio, del cinismo o de la violencia verbal, pero también en un Bar Mitzvá lujoso de los años ’80, en los casamientos de bailes alocados, y en la continuidad de las tradiciones milenarias como elemento estructurante de una familia judeoargentina siempre un poco en tránsito, con su acento, su idioma familiar para los temas no aptos para todo público y sus calóricas festividades religiosas.
Gastón Solnicki –el mismo director que realizó Süden, sobre la vida de Mauricio Kagel– filmó un fresco familiar que recorre 10 años y muestra a sus padres, hermanos, sobrinos y abuela. Y lo combinó con registros que encontró casi milagrosamente, filmados por su abuelo Janek, al que también le gustaba testimoniar a su familia, sobre todo los primeros años en que llegó al país con su esposa e hijo. De paso utilizó también registros de grandes fiestas familiares. Papirosen, entonces, tiene la potencia de lo que es amargo, dulce y gracioso a la vez. Viajes por el mundo (a veces hilarantes), discusiones familiares (ídem), charlas íntimas, pero también, de repente, la visita de Víctor, padre de Gastón, al osteópata. Las escenas de Papirosen (el título de una canción tradicional en idish que a Víctor, que llegó al país siendo muy chiquito, lo hace llorar) entran en el código de la comedia y el drama con la naturalidad que sólo el marco familiar puede brindar: una abuela sobreviviente del Holocausto que cuenta cosas gravísimas, pero también puede chusmear con su nuera y su nieta, la escena de un Bar Mitzvá ochentoso en la que la gente baila rikudim con unos animadores colorinches y de ademanes exagerados, o el mundo que rodea a la hija mayor de esta familia, hermana de Gastón y una madre de dos niños que también es hija: de ella vemos su afición por las compras en Estados Unidos, su incursión en el mundo de la moda, el nacimiento y la relación con sus hijos, y la separación con el padre de ellos, todo eso en unos 10 años, en los que su hermano la filmó con expresiones tan encendidas (cuando se pelea con su marido, por ejemplo) como apagadas, tildadas. Y de yapa, también la vemos de adolescente, gracias al archivo familiar, bailando rikudim con cierta enajenación en aquel Bar Mitzvá. La vitalidad de Víctor, ubicado como sostén en ese grupo familiar, también tiene sus claroscuros: sus relatos más vivaces y enérgicos se combinan con otros de cierta distancia perturbadora (el relato y la escenificación que hace del suicidio de su padre, Janek, en el mismo baño en que sucedió), charlas intensas (una con su madre sobre dinero) y momentos en los que Gastón sólo retrata su expresión contemplativa.
Todo eso construye un retrato familiar que no evita mostrar las recurrencias y todos los errores incorregibles que hacen a la familia, una unidad imperfecta que aparentemente todavía no pudo ser reemplazada por otra mejor.
¿Cuándo empezaste a tomar conciencia de que todo el registro que tenías sobre tu familia –eso que filmaste durante una década– era el material de una película?
–Esta película, al igual que Süden, no nace de ideas muy concisas o predeterminadas. No sabía mucho de ellas antes de hacerlas. Empecé a filmar la película en el año 2000 y hasta 2004 no sabía que estaba haciendo una película. Y hasta que terminé la película no sabía qué tipo de película estaba haciendo. Comencé a filmar la noche que nació mi primer sobrino, una noche familiar muy importante. Era el primero de su generación dentro de mi familia y dentro de las familias amigas históricas cercanas. Era un hecho, por varios lugares, muy emotivo. Todavía con los inmigrantes vivos, con mi abuela y con mi viejo vivos, nacía una segunda o tercera generación en la Argentina. En 2004 filmé el viaje a Florida, en Estados Unidos: 30 horas, dos fines de semana. Ahí por primera vez concebí la idea de que a largo aliento se podía proyectar algún tipo de película, y hasta 2008 no empecé a editar conscientemente. De alguna manera, la codirigí conmigo mismo en distintos momentos de mi vida, porque en los 20, los 25, los 30, en el mejor de los casos vas cambiando. Esa noche que nació Mateo yo tenía mi primera cámara digital y entendí que era mi forma, intuitiva esa noche, después un poco más premeditada, de relacionarme con mi familia, de transitar esas situaciones. Esta película fue el proyecto personal que hice en esta última década, que no se puede disociar de mi desarrollo individual. Pero, bueno: ésa es la esquizofrenia constitutiva de este proyecto, que incluye pensar en tus padres en términos narrativos.
Una de las primeras preguntas que surge, quizá más técnica, es justamente cómo hiciste para editar una década de registro, combinado con horas de archivo familiar de medio siglo.
–Convengamos que es un tipo de película que de alguna manera se escribe en la edición del material. Estás filmando de una manera muy intuitiva hasta que empieza el proceso de edición y uno empieza a buscar cierta trascendencia por fuera del ámbito familiar. Esa es la mayor apuesta, el acto de fe, creer que realmente se pueda hacer algo así. Y eso es lo que tratamos de hacer con Andrea Kleinman, la montajista, de alguna manera coautora de la película. Las ideas surgen a partir del material. Y cuando uno se mete con esos materiales tiene problemas bastantes complejos para resolver. Y cuando esos materiales son, antes de ser materiales, verdaderos problemas que uno tiene para resolver en la vida, ahí estás adentro de un quilombo... Pero creo que el cine me permite esa organización, como la música.
Justamente, a pesar de basarse en 50 años de registros, Papirosen impresiona por lo compacto. ¿Qué ideas fueron apareciendo durante la edición para armar la película?
–Por un lado está el tema de la endogamia como una vieja tradición universal con destellos dentro de los judíos askenazi... Estamos hablando de siglos de primos hermanos que se casan entre sí. No me puse a investigar, pero creo que no hay aristocracia que lo iguale. Es algo realmente curioso. Y en mi familia se ve muy de cerca esa dificultad en los vínculos extrafamiliares. En mi familia hay un tipo de vínculo donde se dan en simultáneo la franela y la acción física del afecto y los besos, y al mismo tiempo la violencia. Eso es algo que yo viví toda mi vida y de alguna manera hacer esta película fue una forma de relacionarme con eso, de buscar otra manera de organizarlo, de ver a la distancia, de contarlo de otra manera para los que siguen, contar una tradición que deja un legado que encuentro bastante amoroso por un lado y bastante tóxico por otro. Pero es una película hecha con amor por los personajes, no estoy vengándome de nadie, ni acusándolos. No hay mensajes ni moralejas. Hay gente que se quiere y que se manifiesta mucho amor; pero que en ese amor también hay conflictos que se pasan sin querer.
Como conflicto “originario” de la película aparece el Holocausto y su huella en los descendientes de sobrevivientes. El resto de las historias familiares, más y menos dramáticas, ¿están condenadas a quedar subordinadas a ese gran drama inicial?
–Bueno, la película está organizada alrededor de esa idea. En definitiva, la película está mirando ese hecho traumático, pero no contando la historia de cómo se murieron, o cómo se escaparon, sino dónde estamos, qué pasó con los que nos salvamos, los pocos judíos que fueron llegando a la Argentina o a donde fuera, y cómo nos va. Es una pregunta bastante dramática: ¿cómo te fue? Desde los 18 o 20 años que empecé con estas cuestiones, ya me interesaba mucho el asunto. Porque de fondo, si bien estoy filmando a mi familia en un shopping, lo que está presente es eso otro: ¿cómo nos fue? La película busca, de una manera no muy manipuladora (aunque, al mismo tiempo, en términos formales, el montaje es pura manipulación), no forzando, digamos, o no cayendo en sentimentalismos y excesivas alegorías y metáforas, ver todos estos vínculos cotidianos que tienen en común ese hecho traumático que nos trajo hasta acá, pero cuyas raíces son mucho más antiguas.
Al mismo tiempo, la voz de la sobreviviente cuenta ese drama tangencialmente y con mucha dificultad. ¿Cómo fue hablar con ella sobre la guerra con la cámara prendida?
–A mi abuela no le gusta hablar de la guerra. Tuve que insistir mucho, pero desde chico que le pido que me muestre el libro con fotos de Grodno en el ’45 que guarda escondido dentro de una bolsa de residuos, de modo que no era una situación nueva. Siempre me pedía que lo dejáramos para otro día, que no se sentía bien, que el médico le dijo que no recordara. Llegado un punto muy avanzado en la posproducción, había cierta información que necesitaba grabar de sus labios. A veces contestaba mis preguntas, otras tenía que pedirle que repitiera lo que yo leía. Líneas escritas a medida en función de ciertas necesidades estructurales. Muchas veces hacía el acto de que se moría para no contestarme y después de un rato me miraba de reojo, a ver si yo todavía estaba allí esperando que hablara. Reconozco que insistirle tanto no fue el gesto más amable que tuve hacia ella. Pero sin esas líneas, no terminaba la película. Y en ese momento sentía la obligación de recoger esas historias de sus labios, con el acento polaco que, con su generación, se despide del continente americano. Eran los ingredientes más delicados y fundamentales que necesitaba para poder terminar.
¿Podrías decir que Papirosen es una película judía?
–Creo que mis dos películas son bastante judías, y eso un poco me asusta porque no es algo que haga a conciencia. Creo que ambas se apoyan en otro tipo de nutrientes. Hago todo lo que puedo para que no se la lea exclusivamente desde el judaísmo. Pero sí, es muy judía y muy argentina. Mi familia es muy argentina. Y es una relación recíproca. Papirosen es más judía que Süden, pero ninguna es judía. Los festivales de cine judío en general no la quieren. Supongo que no la encuentran lo suficientemente judía. Conozco dos críticos norteamericanos que se insultaron entre sí, cuando uno escribió que Papirosen era una gran contribución al cine judío y el otro lo llamó imbécil por hundir la película en ese tacho.
En la mitad de la entrevista irrumpe en el teléfono Mirta, la madre de Gastón y por consiguiente una de las protagonistas de Papirosen. Sin que nadie se lo pida, después de una conversación rápida, Gastón pone en altavoz a su madre y le dice que tiene una histórica oportunidad de hacer su descargo ante los medios. “¿Qué te parece la película?”, le pregunta Gastón. Mirta no dice mucho: “Nada, que fue un error haberte dejado filmarla. Si pudiera volver atrás...”. Gastón repregunta y ella insiste: “Y obvio, si hubiese sabido que todo el mundo me iba a ver en camisón en la pantalla, no te hubiera dejado. Yo pensé que no la iba a ver nadie que me conociera, y ahora la va a ver todo el mundo, y cada vez más. Digamos... El resto, no tengo por qué estar en contra. Es linda, te trajo éxito, te fue bien... Lo único que le critico a Papirosen es que revela una intimidad y a mí no me gusta que se revelen las intimidades. Estoy contenta por vos y por tu éxito, pero vos sabés que no me fue fácil. Pero ya no puedo decidir yo, me tendría que haber acordado antes”.
La idea del reproche afectuoso que la madre le hace por teléfono al hijo puede llegar a verse como bastante simétrica a cierto tono que el hijo imprimió en su película. Papirosen muestra las facetas de la familia desde un plano íntimo, si bien Gastón no aparece nunca (sólo se lo menciona un par de veces, y se lo ve de chico en viejos archivos). Los diálogos son crudos, desopilantes y a veces demoledores. Pero de alguna manera, y no sin contradicciones, todos parecen estar cooperando para que el hijo menor tenga una buena película. Su padre está decidido a darle kilómetros de material. Y su sobrino, cuando cumple años, pide como deseo que lo dejen de filmar de una vez, pero también colabora con su naturalidad. Todos los adultos –y también los chicos– dieron su consentimiento para que la película salga a la luz.
¿Cómo fue para tu familia dejarse filmar en una película tan íntima sobre ellos?
–Eticamente... te diría que hacer una película no es un acto ético, sobre todo un documental acerca de tu familia apoyado mucho en la tercera persona. En esta película hay una explosión de eso, de cómo es ver a la familia desde una pecera. Cada uno tenía una situación distinta con que lo filmara y eso se ve. Mi viejo siempre es una persona que actúa, sobreactúa y no porque lo esté filmando. Es su forma de ser, hace la escena. Y está encantado, con la película terminada es el que está más conmovido. El se puso la película al hombro. De repente me llamaba para decirme que iba a tal lugar, que llevara la cámara. Es algo muy amoroso de mi viejo, que ves que es alguien que incluso si nos lastima, no es a propósito. Es una de las cosas más emotivas, como fruto de la película, que pueda disculparse por cargas que nos transmitió sin saber.
La película recorre algunas zonas de intimidad feroz, como la escena en la que tu papá y tu abuela (que es su madre) hablan de plata con bastante tensión. ¿Te impusiste –o te impusieron– algunos límites?
–¿Qué límite traspasa esa escena? ¿El de la información? Es una escena que ilumina todo el resto de la película, es una escena que pone en evidencia cómo en mi familia lo afectivo y lo material no son divisibles y eso permite entender. A mí me parece que los dos están excepcionales. Desde el punto de vista cinematográfico, es una escena que no se puede escribir, no se puede actuar. Y no tomo mérito en absoluto. Al principio esa escena pasó desapercibida y después, editándola, nos dimos cuenta de que era interesante. Con la película terminada, la encontramos fundamental. Es la única escena que no me perdona mi abuela... Me dice: “La película es devena, estoy moy orgullossssa, pero cómo dejaste esssso”. Para mí no fue desde ningún punto de vista un problema ético esa escena.
¿Y otras sí?
–Sí... todo el tema con los niños era lo más difícil, porque a diferencia de todos nosotros ellos tienen que convivir con este material, que es la película todavía siendo niños. Ese era un dilema: ¿esta película es apta para Mateo, que tiene 11? Yo sé que Mateo es un grande en cómo se lo está bancando. Ir al cine a verse llorar peleándose con el padre no es algo fácil.
La película genera la pregunta no sólo de cómo y por qué se dejaron filmar sino, también, de cómo fue para ellos ver el material terminado.
–El narcisismo está en el centro de la película y, otra vez, no me excluyo de él. Filmar una película familiar desde tu lugar es un acto muy narcisista y dejarse filmar en bolas también es un acto bastante narcisista y la familia retratada también es bastante narcisista, así que creo que hay algo con el narcisismo o con el morbo. Una de las discusiones con Andrea, no ética sino de forma, fue hasta qué punto no estábamos haciendo algo morboso a lo Tinelli: “La intimidad de una familia rica”. Pero este tipo de material siempre puede despertar ese tipo de sentimientos. A mi colega Frederick Wiseman le preguntaron por qué creía que la gente se dejaba filmar con este tipo de registro y él dijo que el narcisismo y la vanidad no se podían subestimar. Y yo estoy de acuerdo.
Hay otro momento que llama mucho la atención y es cuando tu hermano les dice a tus padres que quiere distanciarse de la familia. ¿El documental tuvo consecuencias en la vida de los protagonistas?
–Yo lo entiendo mucho a mi hermano a partir de esta película, incluso él se entiende a sí mismo de una manera distinta a partir de la película. Te diría que es el primero en realmente cambiar de una forma muy saludable su vínculo con la familia a partir de verse. Creo que también por eso mi madre, por más que no lo quiera reconocer ahora, también ve cómo mi hermano se pone en otro lugar... No es por tomar el mérito, porque es una película que hicimos entre todos, pero yo veo cómo la familia, incluso mi hermana, está pasando por un mejor momento. Quizá, bueno, de alguna manera, quedó legitimado este relato sobre los fantasmas, los traumas. Mi familia está pasando por un momento muy bueno, y no se puede negar la relación con la película.
Ganadora de la competencia argentina del Bafici. Mientras se proyecta en diversos festivales de todo el mundo, Papirosen se estrena el 7 de septiembre en el Malba (Figueroa Alcorta 3415) y el 9 de septiembre en el Centro Cultural General San Martín (Sarmiento 1551).
Viernes a las 20 en el Malba. Domingos a las 19.30 en el San Martín (una hora antes se puede ver Süden, la película anterior de Solnicki).
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