MúSICA
El arreglacorazones
Un día, colgado de las drogas y el alcohol, amenazó con cambiar la guitarra por un uniforme de supermercado. Pero Jarvis Cocker escuchó sus demos y se los pasó al legendario Scott Walker y Richard Hawley fue feliz. Y en tres años grabó los tres discos que hoy nos hacen felices a todos. Tres discos en los que este “Sinatra inglés de clase obrera” le canta al sonido delicado, casi invisible, que los corazones hacen al cicatrizar para poder seguir latiendo.
Por Rodrigo Fresán
Hay ocasiones en que la voz de un hombre no tiene nada que ver con la cabeza de la que sale. Es decir: alguien con esa cara no puede sonar así. Uno de los casos actuales más extremos de este interesante desorden es el del célebre juez internacional Garzón: rasgos de superhéroe de la DC Comics con una voz finita, finita. Semejante desgracia –se sabe– es la que acabó de golpe y cortó de cuajo varias de las carreras más estelares del cine mudo cuando llegó el cine que hablaba, donde tanto Sylvester Stallone como Arnold Schwarzenegger tienen exactamente las voces que se merecen.
El caso de Richard Hawley es todavía más interesante, porque Richard Hawley canta. Richard Hawley es un inglés de Sheffield: un músico secreto pero respetado de aquel Britpop en el que lucharon Oasis y Blur; alguien que alguna vez integró los tan desconocidos como ignorados The Longpigs (banda que le robó el nombre a una tribu de caníbales de Nueva Guinea); un guitarrista de sesión y escenario para Robbie Williams, All Saints, The Dandy Warhols y –cuando hubo suerte– miembro honorario de Pulp, el grupo de su compatriota de pueblo chico Jarvis Cocker.
Si se suma todo esto y se lo compagina con la foto –donde aparece con anteojos de elegancia nerd– de este hombre de casi cuarenta años y un aire definitivamente british, uno podría imaginarse más o menos cómo debe sonar Richard Hawley: voz aguda saltando en canciones espasmódicas y post-beatles. Pero no: la voz de Richard Hawley es grave y profunda y americana y con un histrionismo más cercano a la resignación de carreteras que cruzan de noche el desierto que a la euforia insomne de las ácidas discotecas de Manchester. Una voz más cercana a Roy Orbison o a Johnny Cash que a la de Morrissey o Damon Albarn. Una estética más próxima a los Cowboys Junkies que a Coldplay. Canciones más parecidas al fantasma de Elvis que al espectro de Lennon.
Es más: Richard Hawley compone y canta y toca la guitarra como si los Fabulosos Cuatro de Liverpool jamás hubieran existido y la historia se hubiera detenido a mediado de los años 50. Pero unos años 50 paralelos y alternativos y actuales y, también, delicadamente futuristas. Unos 50 como suelen ser los eternos 50 en esas atemporales películas de David Lynch, ese tipo raro que resucitó al aterciopelado Roy Orbison en Terciopelo azul. Y Roy Orbison –hasta entonces dulce, a partir de ahí ácido: otra voz que tampoco tenía nada que ver con esa cara— nunca volvió a tener el mismo sabor después de eso.
El latido
Y ya que mencionamos a Lynch: pensar en Richard Hawley como en un Chris Isaak –lanzado a la fama cuando Lynch incluyó su “Wicked Game” en la banda de sonido de Corazón salvaje— sin jopo ni trajes plateados ni tabla de surf ni histeria de modelo estilo Calvin Klein. Y otra diferencia atendible: mientras Isaak le canta una y otra vez a ese ruido que hacen los corazones al romperse, Richard Hawley se ocupa de algo mucho más raro y difícil. Richard Hawley le canta a ese delicado y casi invisible sonido que hacen los corazones rotos cuando se arreglan para, después, poder seguir latiendo. Un latido un poco más irregular, tal vez, pero latido al fin. Música reparadora, sí.
Y las letras y la música de Richard Hawley laten, hasta la fecha, en tres discos imprescindibles en su fondo y su forma. Tres álbumes que ya te empiezan a gustar desde sus mismísimas tapas. En la tapa de Richard Hawley –mini-cd con siete temas del 2001–, el hombre en cuestión aparece encendiendo un cigarrillo en la puerta de un Bingo. En Late Night Final -mi favorito desde su aparición, también en el 2001–, Richard Hawley aparece fumando y leyendo el diario en la barra de uno de esos bares que ofrecen panchos y gaseosas. En el reciente Lowedges, Richard Hawley es fotografiado a contraluz montado en su Harley-Davidson: no se distingue un solo rasgo de su rostro salvo el inevitable cigarrillo. Está claro queRichard Hawley fuma mucho (de ahí, tal vez, esa voz), y que sabe lo que hay que saber de ambientes malandrines y noches largas, y que tiene perfectamente claro lo que se siente “cuando estás de gira con unos músicos que no te interesan, y es el corazón de una noche americana, y viajás en ómnibus y no en avión, y se empieza a pasar el efecto de la cocaína”.
Ahora, ya renacido y haciendo por fin la música que le gusta –admirado por hacerla, por hacer lo que le gusta a él y, de golpe, a tantos otros–, Richard Hawley se puede dar el lujo de hablar mal de Oasis, de ensalzar a Little Richards y a los Everly Brothers y Fats Domino y Bob Dylan (y a sus héroes secretos Bob Lind, Link Wray y David Wiffen), de recordar con cariño su trabajo con Pulp en This Is Hardcore (obra maestra y maldita del reciente pop inglés) y We Love Life, y de mirar para adelante con ganas. Y, por supuesto, encendiendo la primera pitada de un cigarrillo con el último aliento de otro cigarrillo.
La sangre
Y por supuesto, avanzar mirando hacia atrás. Richard Hawley es hijo de una pareja de artistas de variedades, empezó a tocar la guitarra a los seis años, lloró en el colegio cuando tenía diez y se enteró de la muerte de Presley, salió por primera vez de gira a los quince con la banda de su tío y, ya se dijo, se la pasó entrando y saliendo de estudios a lo largo de los siguientes veinte años. En algún momento –cuando su paso por los desesperados The Longpigs lo convirtió en títere de drogas y alcohol y de tours tan inhumanos que le impidieron ver a su hija hasta que tuvo un año y medio– estalló en llanto y se juró que si algo no cambiaba colgaría la guitarra y aceptaría un promisorio trabajo como encargado de un supermercado.
Una de esas noches, Jarvis Cocker escuchó sus demos y se los pasó al legendario y misantrópico Scott Walker –de los Walker Brothers–, que los escuchó en silencio y después se puso de pie, tendió su mano y le dijo a Richard Hawley: “Cuando yo tenía 15 años, Eddie Cochran estrechó la mano que estás estrechando vos. Así que ahora, conmigo como médium, estás estrechando la mano de Eddie Cochran”. Richard Hawley fue feliz esa noche: se corrió la voz (la suya), y en cuestión de horas el futuro ex encargado de supermercado recibió una entusiasta llamada telefónica de Keith Cullen, capo de la prestigiosa y selectiva discográfica Setanta Records.
Ahora lo definen como “un Sinatra inglés de clase obrera” o “el cantante perfecto para un crucero fantasma por el Mar de los Sargazos”. Algo de eso hay. Pero lo que prima y define y gana es esa sabiduría que sólo se consigue con mucho kilometraje y una honestidad que nunca se detiene a pagar peaje en las barreras de las autopistas de moda.
Algunos títulos de algunas de sus canciones (hay que oírlas para sentirlas: difícil traducirlas a periodismo didáctico) dicen bastante: “No extrañas el agua (hasta que se seca el río)”, “En el borde”, “La luz al final del túnel (Era un tren que venía en dirección contraria)”, “Corre por mí”, “Las noches son frías”. Todas arropadas con “esas tres notas que uso todo el tiempo”; todas protegidas por esa voz triste que sin embargo empieza a preguntarse –con cierta experimentada cautela– si no es hora ya de volver a ponerse un poco contento, si no es tiempo ya de ponerse de pie y bailar lento y con los ojos cerrados y feliz como un enano de Twin Peaks mientras todos los pedazos de todos esos corazones vuelven a unirse y a latir, otra vez, por el solo placer de sufrir un poquito más, de seguir vivos.