Sáb 19.07.2003
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MONUMENTOS

Mi pobre angelito

Desde hace quince años, Dj, amplificadores, amantes de la música electrónica y pastillas de éxtasis se dan cita alrededor del Pilar de la Victoria en Berlín para celebrar el Love Parade. Aunque ya hace tiempo el evento dejó de ser considerado un acto político, el monumento todavía tiene lo suyo: celebra las victorias del ejército alemán, contiene armas enemigas fundidas, Hitler la elevó y fue reorientada para recibir a las tropas que habían invadido Francia. Anarquistas, marxistas y ecologistas propusieron e intentaron volarla. Y se la considera “símbolo del nacionalismo, el racismo, el sexismo y el patriarcado” alemán.

Por Ariel Magnus, desde Berlín

Hace quince años, al oeste del Muro que estaba por caer, un DJ y su camión rodeado de 150 amantes del house fundaron la Love Parade. Remix tras remix, aquella marcha política por la tolerancia y el entendimiento entre las naciones se convirtió en el electroevento comercial más importante del mundo, con decenas de camiones publicitarios, cientos de DJ estrella y un millón de incansables ravers bailándose hasta la última pastilla. No hace falta haber sacrificado parte de la capacidad auditiva in situ para saber dónde está el ruido: la imagen de la multitud girando alrededor del ángel dorado es probablemente la imagen más conocida de Berlín, la marc(h)a más registrada de esta meca de la música electrónica. Los memoriosos recordarán que el mismo ángel, con el ángel Bruno Ganz vertiginosamente a cuestas, es homenajeado en Las alas del deseo de Wim Wenders. Sin embargo, la historia de este monumento es mucho más larga, y nada tiene de amorosa o de angelical.
La Siegessäule (Pilar de la Victoria) mide casi lo mismo que el Obelisco, molesta el tránsito lo mismo que el Obelisco y es, según no pocos, igual de espantosa. Fue inaugurada hacia 1873 en conmemoración del recién inaugurado reinado de Guillermo I, y poco faltó para que un grupo de anarquistas la volara ese mismo día (la policía develó sus planes unas horas antes, por lo que prefirieron desistir de ellos, reveló 45 años después un diario socialista). Bajo el lema “La agradecida patria al victorioso ejército”, cuatro enormes placas de bronce festejan a escala casi humana la guerra germano-danesa (1864), la guerra pruso-germana (1866), la guerra franco-germana (1870/1) y la entrada triunfal de las tropas en Berlín en 1871. Un mosaico con más escenas bélicas en la galería intermedia (que Walter Benjamin nunca visitó por miedo a que le recordaran cierta edición ilustrada del Infierno de Dante), la columna adornada con tubos de cañón bañados en oro y la Victoria sobredimensionada en lo alto (una corona de laureles en la derecha, la cruz de hierro en la izquierda) completan el cuadro simbólico del monumento, parte del cual fue hecho fundiendo las armas de los enemigos. “Dónde quedan los títeres miserablemente pequeños de Vêndome o Trafalgar contra el oro reluciente de esta figura”, escribió un entusiasta contemporáneo.
En 1921, otro intento por volar la estatua falló, aunque sirvió para darle tema al primer libro de Joseph Roth (La tela de araña, trasvasada al celuloide por Bernhard Wicki en 1989). Unos años después, Hitler hizo elevar la estatua (hasta en eso amarreteaban los prusos, dicen que dijo) y el arquitecto Albert Speer ordenó correrla hacia “la gran estrella”, el eje este-oeste de Germania, capital del Tercer Reich. Con una ligera variación: la parte de adelante, que antes llevaba la placa con la escena más “pacífica” (los soldados volviendo a su hogar después de las tres batallas), miraba ahora hacia atrás. En 1940, la Victoria saludó a los nazis que venían de vencer a los franceses. En los últimos meses de la guerra, la avenida fue usada de pista de aterrizaje y la estatua (camuflada con redes) como torre de control; se salvó de los bombardeos para que rusos, ingleses y franceses le pusieran su bandera y la llenaran de grafitis. Desde entonces y hasta el ‘90, los vencedores festejaron el “Día de los Aliados” marchando todos los años bajo las alas del ángel.
Aunque los franceses propusieron volarla, los norteamericanos y sus friends isleños se opusieron, por lo que el ejército tricolor tuvo que conformarse con extirparle las placas de bronce y llevárselas como botín de guerra. Recién en 1983 Jacques Chirac (por entonces alcalde de París) devolvió una, más tarde volvieron otras dos y en el ‘87, amabilidad de Mitterrand, la última. Refaccionada y completa, la estatua no dejó de ser blanco de ataques. En el ‘91, las “células revolucionarias” intentaron una vez más volar ese “símbolo del nacionalismo, racismo, sexismo y patriarcado”, una vez más sin éxito; en el mismo año, algunos verdes propusieron detonarla civilizadamente, y fueron civilizadamenterechazados; en el ‘94, apareció en la plataforma superior una bomba, pero de mentirita. En el ‘99 fue privatizada, por lo que visitarla cuesta hoy un euro con cincuenta. Desde afuera, todavía se pueden ver las balas de la Segunda Guerra Mundial, algunas de ellas atravesando los cuerpos de soldados del siglo XIX ya medio muertos en el broncíneo campo de batalla. Por dentro, antes siquiera de llegar al primer escalón, las paredes son una lucha campal de “Viva México, cabrones”, “Viva Chile, huevón” y el infaltable “Aguante Argentina, carajo”.
Dicen que en la guerra no gana nadie. La Victoria de Berlín, sin embargo, salió airosa de dos, y no precisamente provinciales. Todos (marcas de cerveza, compañías de aviación, casas de moda, partidos políticos) la usaron y la usan para sus publicidades berlinesas, aunque ninguna apropiación más coherente y consecuente que la de la comunidad gay. Así como llegó a revalorizar la palabra “schwul” (maricón o puto, hoy ya sin su sentido peyorativo), ahora parece buscar con su revista Siegessäule (calendario de la actividad homosexual y lesbiana de la ciudad) hacer suyo ese obelisco. De hecho, ya en Berlín Alexanderplatz de Döblin (y Fassbinder) el victorioso pilar y los bosques que lo rodean son el lugar de encuentro para parejas del mismo sexo.
Otro parece ser el caso de la Love Parade, que no por nada dejó de ser considerado un acto político hace un par de años (con la consecuencia de que ahora debe pagar la limpieza del lugar) y que hace tiempo debe soportar a la Fuckparade, fiesta no menos electrónica que hace menos de quince días juntó unos mil ravers con slogans explícitamente políticos. A no ser que el plan secreto del Dr. Motto (DJ iniciador de la Love Parade) sea derribar la estatua a fuerza de amplificadores y amontonamientos humanos, es probable que su presencia en el medio de la fiesta (los camiones marchan desde la Puerta de Brandenburgo y desde el otro extremo para juntarse a eso de las seis de la tarde en “la gran estrella”) no pase de ser una casualidad, a lo sumo una ironía del destino. Donde antes marchaba el odio, ahora marcha el amor, pero la alegoría es lo suficientemente aleatoria como para tornarse dudosa. Claro que en una ciudad tan cargada de tristes símbolos nadie le puede pedir a nadie que esté consciente de ellos a cada paso que da, y claro que las cosas, como las palabras, están para ser usadas. Igual, nunca viene mal echarle de cuando en cuando una mirada a su etimología.

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