Dom 27.01.2013
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CASOS > POLA KINSKI, LA HIJA DE KLAUS, CUENTA EN SUS MEMORIAS CóMO FUE ABUSADA SEXUALMENTE DURANTE AñOS POR SU PADRE

LOS GRITOS DEL SILENCIO

Desde su muerte, hace veinte años, el mito de Klaus Kinski –actor fetiche de Werner Herzog y gran estrella del cine y el teatro alemán– no paró de crecer. Biografías, homenajes e infinita curiosidad por la vida privada de un hombre brutal, excéntrico, cruel. Pero ni las revelaciones de Herzog en el diario de rodaje de Fitzcarraldo, que lo expuso como un hombre violento y peligroso, ni los numerosos rumores diseminados en estos años causaron el impacto de Boca de niña. El libro de memorias de Pola Kinski, la hija mayor del actor, también actriz, narra sin piedad y en doloroso detalle el incesto y el abuso que sufrió a manos de su padre desde niña y hasta entrada la adolescencia, en una trama de culpa, locura, secreto y dominación absolutamente devastadora. Inédito todavía en español, la biografía de Pola está causando un intenso debate en Alemania y en Europa, donde Klaus Kinski es idolatrado; qué hacer, en fin, con el actor genial que era, también, un hombre perverso, autor de un crimen imperdonable.

› Por Mariana Dimopulos

Que Klaus Kinski estaba loco lo creyeron muchos desde el principio. Que era además un intratable y un violento lo comprobaron infinidad de veces sus entrevistadores, su público y los directores que trabajaron con él. La violencia llegaba a extremos tales como manchar de sangre las paredes de un hotel de tanto maltratar a su tercera esposa: lo sabemos desde que Werner Herzog contó éste y otros detalles en el diario de filmación de Fitzcarraldo, rodada en la selva amazónica con Kinski como protagonista, en 1982. Pero lo que viene a narrar Pola Kinski en su libro Boca de niña había sido escuchado hasta ahora por muy pocos. Desde los cinco años, la hija mayor del actor alemán Klaus Kinski, nacida de su primer matrimonio, en 1952, fue primero acosada y luego abusada por su padre, en casi todos sus encuentros en distintas ciudades de Alemania y de Europa, durante catorce años.

“Mi amada, mi dulce muñequita, mi angelito”, la llamaba él. Ella lo llama, desde la primera página del libro, “Babbo”. Sus padres se había separado unos años después de su nacimiento y Kinski pasaba por Munich a visitarla, otras veces la reclamaba desde Berlín o después desde Roma. Era la primera etapa de la carrera del actor, y como no conseguía o no lograba mantener ningún contrato con los teatros donde iba probando suerte, había empezado con unipersonales, recitando poemas de Villon, de Rimbaud, de Schiller y de Brecht. Algunos expertos del público se escandalizaban no sólo por los gritos, las gesticulaciones, la vehemencia de Kinski, sino también por lo que hacía con los textos, que adaptaba según su criterio. Luego llegarán el éxito rotundo, las películas, una lluvia de dinero constante. Pero en los comienzos difíciles, deambulando por Alemania y con muy poco dinero, le mandaba todos los días a su mujer cartas arrebatadas para que le consiguiera trabajo: “¡¡¡Ve a suplicarles!!! Tienes que decirles que soy un genio. ¡¡¡Soy un genio!!! ¡¡¡Soy el mesías que dará al teatro su verdadera definición!!!”. Esto venía escrito tan fuerte contra el papel, que las cartas que madre e hija recibían estaban llenas de agujeros.

El libro de Pola Kinski, que acaba de salir en Alemania y ya antes de aparecer en las librerías generó una gran conmoción, está narrado en una estricta primera persona y sigue una también estricta cronología. No son unas memorias tradicionales, nada de todo lo angustiante que retrata es analizado por la mirada de un adulto. De modo que tampoco nada de las 270 páginas resulta tranquilizador. En un comienzo ella tiene seis años, vive con la madre y el abuelo borracho; ya antes de ser abusada por su padre se siente abandonada. Lo que en un principio son intentos, toqueteos e insinuaciones, un día pierde toda ambigüedad en una noche de hotel. Como otras veces, el padre está de visita en la ciudad. Ahora que tiene éxito y es rico, come en los mejores restaurantes. Esa noche irán a uno exclusivo con una agente de teatro, y Kinski pide a su ex mujer que vista a su hija con el mejor vestido que tenga. El único disponible es el de la primera comunión. Debe tener unos nueve o diez años, la narración no lo aclara. Después de la cena, que como muchas con Kinski acaba en escándalo y con los platos a medio comer, el padre la lleva al hotel donde se aloja.

“Babbo se deja caer sobre una montaña de almohadas, sin soltarme. Me tira del brazo para que me acerque, apoya mi mano sobre su pantalón haciendo presión. Siento algo duro debajo. Saco inmediatamente la mano, me da asco. El me da un beso húmedo en la oreja, me huele el cuello, respirando rápido y agitado, yo me siento rara. Lentamente va abriendo uno por uno los botones de mi vestido de comunión, me baja los breteles. El vestido cae al piso, liviano como un papel, él no deja de mirarme. Con cara llorosa me desliza por las piernas la bombacha.” La escena se va a repetir a lo largo del libro en distintas variantes y en otros escenarios. “Tengo frío y miedo. Trato de escaparme, pero me retiene con fuerza en la cama. Me pasa la lengua dura por el pecho, la panza, haciendo presión con la cabeza me separa los muslos. Abro la boca, grito, ningún sonido sale de mi garganta. Esa lengua es cada vez más exigente, más brutal, duele, yo estoy entumecida.” Y hacia el final de los primeros abusos siempre la misma descripción: “Mi cuerpo está mudo; estoy muerta” y luego una fantasía que la lleva por los mares, y ella es una princesa hija del rey del océano y sale en busca de peces azules, todo para no pensar en lo que pasa.

Sin explicaciones de las que podrían dar un psicólogo, un jurista o un sociólogo, Pola Kinski va tratando de reponer esa inadmisible situación de abuso e incesto, que ella admitió durante años, primero por estar en la infancia y no tener cómo defenderse, después por esa red de sentimientos de culpa y amenazas en que su padre la había atrapado. El siempre le repetía: “Nunca en la vida digas nada de todo esto, ¿escuchas?, jamás, a nadie.” De lo contrario, él terminaría en la cárcel. A veces las explicaciones de Kinski venían adornadas con quejas sobre las convenciones sociales, vistas desde su casa en Roma, cuando filmaba en la Cinecittà: “Acá en Italia, en todo el mundo, esto es completamente normal. ¡Solo en Alemania, que son todos burgueses, se quejan por tonterías!”.

Pronto aparecieron una nueva mujer en la vida de su padre y otra hija: Natassja. Consultada estos días por la aparición del libro de su hermana, Natassja Kinski reconoció: “Conmigo también lo intentó. Me tocaba demasiado, me apretaba demasiado y yo no podía zafarme. En esa época yo tenía cuatro o cinco años”.

Pola es invitada a Berlín a pasar una temporada con su nueva hermana y su madrastra. Ella está contenta de haber salido de Munich. La situación en casa de Pola no es buena, su madre también volvió a casarse y tuvo un hijo con el nuevo marido. En ese clima hostil, donde todos la ignoran, las invitaciones del padre parecen una salida. El al menos repite siempre que la quiere hasta el infinito. Pero al llegar, esas ilusiones vuelven a evaporarse cuando la busca por la noche: “Me agarra del hombro, me lleva hasta la mesa y me sube. Se arrodilla en el piso, me desviste lentamente. Ve que tengo miedo, sacude la cabeza, sonríe, me sigue torturando. Del fondo de la casa se escucha muy bajito una canción de cuna. ¿Pero quién canta para mí? Lloro en silencio. Después no siento más nada, y vuelvo a la conciencia cuando una mano me tapa la boca, pesada como una puerta de hierro. Debo haber gritado”.

La otra cara de las estadías en Berlín son las largas sesiones de compras, eso que el padre le promete cada vez que la reclama, anticipándole que le regalará las cosas más lindas del mundo. Estas cosas tan lindas, con su reverso siniestro, son más tarde un reloj Cartier “que vale lo que un auto”, treinta pares de zapatos hechos a medida. El ritual de las compras es precedido por uno que ella aborrece: cada vez que llega, Kinski le revuelve todas las valijas y tira toda la ropa, nada es suficientemente fino. En Roma, frente al gran caserón donde vivirá después, los vendedores se pasean con las Ferrari y los Rolls Royce por la entrada, para que él elija alguno.

Pero el consuelo de las compras dura poco. Pola no quiere dormirse, porque sabe que no podrá evitar las visitas nocturnas de su padre, aunque cada vez que sale de Munich tenga esperanzas de que la próxima no será así.

“Veo una sombra pasar rápidamente frente a la ventana. Me despierto de inmediato. Me muerdo un labio, noto el sabor de la sangre tibia. La sombra se inclina sobre mí, quiero gritar, la sombra me pone una mano sobre la boca. Es mi padre. ‘¡Por favor no! La próxima vez, te lo prometo, la próxima vez!’, le aseguro. Cada noche, cuando todos duermen, se desliza bajo mi colcha.” Ahora en los finales no hay fantasías de escape a mundos imaginarios, porque Pola ya entiende lo que pasa y no basta con pensar en sirenitas: “Desaparece de la habitación. Corro al baño, me abrazo al inodoro y vomito, vomito hasta que no sale más bilis. Tengo que sacarme toda la culpa vomitando”.

Son los años sesenta y Kinski filma una película tras otra. Su hija mayor está en la adolescencia, y en uno de los regresos a casa de su madre la rebelión termina en paliza y deciden llevarla a un internado de monjas. Ahí las cosas tampoco van mejor, y Pola vuelve a clamar a su padre que la rescate, aunque los rescates siempre signifiquen lo mismo. “Si me está destruyendo o no, eso no le interesa. En su mundo de ideas y sentimientos existe solamente él, y le gusta imaginarse que me ama.”

Pero ese falso amor es excluyente, y ningún otro es posible. Cuando Pola empieza a salir con gente de su edad, las amenazas de Kinski se renuevan: “¡Júrame que ningún tipo, ningún maldito cretino te va a tocar jamás! ¡Yo soy el único que puede! ¡Escuchas! ¡Solo tú y yo podemos hacernos estas cosas tan dulces!”. A ojos Kinski, todos eran siempre cretinos e idiotas. Una asistente que trabajó alguna vez con él le calculó un tesoro de ciento veinte insultos y maldiciones.

Para Pola, el principio de la salvación vino de la mano de un grupo de teatro, marxista, llegado como buen deus ex machina desde un lugar remoto: Buenos Aires. Un amigo había vuelto de un viaje a Argentina acompañado de varios artistas que planeaban hacer una gira por Europa. A Pola no le interesa la política, pero se une a ellos y viajan en una camioneta desvencijada de Munich a Palermo. En el camino, como uno de ellos es oriundo de un pueblito de montaña, hacen una parada. En Buccino, los habitantes organizan una fiesta en la plaza a los recién llegados. Los tratan bien, les regalan lo poco que tienen, los cuidan. Cuando salen de Buccino dos días más tarde, Pola siente por primera vez en la vida que alguien es capaz de quererla. Y sin embargo, en el camino de regreso vuelve a cometer el mismo error: se baja del bus en Roma y va a casa de Kinski, que entretanto se ha casado por tercera vez. Es de tarde, padre, hija y madrastra salen apretados como sardinas en uno de los autos deportivos. Su padre está de buen humor, se ríen, quizás esta vez sea distinto. De pronto frena el auto delante de una farmacia y con una media sonrisa le pide a la hija que baje. Es que todos lo conocen en Roma, a él le daría vergüenza comprar preservativos. Ella le hace caso. La tarde había sido buena, pero a la noche él vuelve a colarse en su cuarto: “Y los preservativos de hoy a la tarde tuve que comprarlos yo para mi propia violación”, concluye Pola.

El anuncio de publicación de Boca de niña desató en Alemania un gran revuelo, que puede resumirse en la pregunta: ¿qué hacemos ahora con Kinski? Es el protagonista de las más legendarias películas de Werner Herzog, es considerado el más famoso actor alemán. Que se haya muerto hace veinte años, de un ataque al corazón en su casa de California, no hace las cosas más fáciles.

Ya desde un principio, los críticos se habían esforzado por saber si Kinski era realmente o solo se hacía el loco sobre el escenario. ¿De dónde venía toda esa oscuridad, esas gesticulaciones, esas cataratas de insultos? En una legendaria entrevista televisiva de 1977, Kinski define así su relación con la actuación: “Yo no actúo, yo soy eso que actúo, y por eso no soy nada”. Y ante la pregunta del esforzado entrevistador, porque Kinski se las viene impugnando todas, de por qué eligió actuar: “Podría haber sido cualquier cosa en la vida, lo más horroroso, criminal. Podría haber matado a alguien, cualquier cosa. La actuación fue una válvula de escape”.

Después de esa última vez en Roma, Pola empezó a entrar en la locura. En su descripción usa una metáfora que recuerda a Sylvia Plath y al libro La campana de cristal. En su caso se trata de una esfera de cristal. Ahí está encerrada, lejos del mundo aunque la gente le hable y la toque. Una noche duerme en casa de un amigo, se hace pis en la cama. Sale corriendo en busca de su madre y su padrastro. Están reunidos con unas tías, comiendo. Pola se quiebra y cuenta lo que su padre le ha hecho durante catorce años, ella tiene ahora diecinueve. Pero la angustia no desaparece después de la confesión, y cuando la llaman de Hamburgo para su primer contrato como actriz, debe hacer el papel de una chica con varios hermanos, que es muda y ha sido violada por su padre. Pola piensa entonces: se me debe notar. Tiene una úlcera incurable, le dicen los médicos. Vive pensando en que cada noche se va a morir sobre el escenario. Al fin, escribe una carta a su padre: “Estoy muy mal. Estoy en las últimas. A partir de ahora solo te voy a ver como una hija, nunca más como un objeto sexual. Jamás vas a volver a tocarme. ¡Jamás!”.

Kinski no respondió, ella se hizo famosa, conoció un hombre que la quería. Apenas si alguna vez volvieron a verse. Ella nunca lo denunció, hasta ahora. En una entrevista muy reciente comentó: “Hablé porque ya no lo aguantaba más. Cada año un nuevo libro sobre él, unos poemas, unos dibujos encontrados. Lo estaban haciendo mutar en gran artista, de enorme sensibilidad. Ya está, me dije, termínenla con todo eso”.

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