› Por Eduardo Rinesi
Horacio González ha escrito muchos libros. No lo ha hecho, al modo de quien construye un sistema, engarzando una tras otra las piezas sucesivas de un dispositivo que se quisiera cerrado y suficiente. Ni aplicando unas mismas conjeturas a una serie diversa de “objetos” de interrogación. Ni yendo, “de menos a más”, a ningún lado que se hubiera podido prever en el capítulo de “resultados a alcanzar” de ninguno de esos formularios de presentación de “proyectos de investigación”, de cuya lógica aprendimos con él a desconfiar. Lo ha hecho siguiendo el doble impulso de una imaginación que en su propio despliegue le iba proponiendo distintos problemas dignos de estudio y de consideración y de un firme compromiso con la búsqueda de una mayor justicia en el reino de este mundo. Fue así –me malicio– que Horacio se fue encontrando con el problema del subdesarrollo (O que é subdesenvolvimento, 1980) y con el de la revolución (A comuna de Paris, 1981), con la figura de Eva Perón (Evita, 1983) y con la de Albert Camus (Camus, 1982), con la obra de Marx (Karl Marx, 1984) y con la de Roberto Arlt (Política y locura, 1996), con la renovación de los lenguajes periodísticos en la Argentina de la “transición” (La realidad satírica, 1992) y con los modos de pensarse y de narrarse la historia entera del periodismo en el país (Historia conjetural del periodismo argentino, 2013).
Entre los libros de González que de manera más visible revelan un fuerte ejercicio de investigación bibliográfica y de sistematización de muchos años de lecturas, destaco sobre todo dos: su ampliamente celebrado Restos pampeanos (1999), trabajo fundamental de reconstrucción de las grandes tradiciones positivista, democrática popular y de las llamadas “izquierdas nacionales” (o de los debates entre las corrientes nacionales y la vocación emancipatoria de la izquierda), y su más reciente Lengua del ultraje (2012), preciosa lectura de las grandes polémicas argentinas entendidas como esgrimas inspiradas en el sentido del honor. Entre sus estudios más agudos de la obra de un autor, menciono El filósofo cesante (1995), que rescata a Macedonio Fernández del papel más bien clonesco que le había reservado, en la historia de las ideas argentinas, la dominante pero muy parcial interpretación borgeana de su literatura. Entre sus capriccios filosóficos, apunto la aguda discusión sobra la dialéctica y la metamorfosis como las dos grandes figuras del cambio de las cosas en la historia que se puede leer en La crisálida (2001). Y entre sus obras mayores, decisivas, pondero especialmente dos. Una es el enorme Perón. Reflejos de una vida (2007). La otra, la Historia de la Biblioteca Nacional (2010).
El Perón... de González es un libro en todo sentido extraordinario, en el que me parece que puede sostenerse que alcanzan su versión más elaborada varias ideas sobre las que su autor venía dando vueltas desde hacía unas cuantas décadas (y que se habían ido desplegando en un arco que se tiende entre La ética picaresca, de 1992, y la Filosofía de la conspiración, de 2004): la de la historia como inadecuación y malentendido, la de las palabras como necesariamente distintas de las cosas (de los sujetos, de las identidades) que designan, la de la política como el modo de lidiar con esa diferencia, la del mito como la forma misma de nuestro ser en el lenguaje y en el mundo, y que a su vez preludia dos provocaciones más recientes: El peronismo fuera de sus fuentes (2008), sobre la historia del peronismo después de 1983, y Kirchnerismo: una controversia cultural (2011), sobre esta última inflexión de la historia del movimiento fundado por Perón que ahora conocemos. De la Historia de la Biblioteca Nacional, que es la mayor y la mejor jamás escrita, me parece que puede sostenerse que es también la otra cara del Perón, porque es (también) la historia del otro gran mito político y literario de la Argentina del siglo pasado, simétrico y complementario del mito peroniano (salud, maese Viñas): el de Borges.
En estos días (mañana para mí que escribo, anteayer para usted que lee) González, que hace tiempo viene anunciando que está desgranando “sus últimas clases” en la universidad pública argentina, es homenajeado, a partir de una feliz iniciativa de un amplio número de sus discípulos, amigos y colaboradores, por su extensa trayectoria como profesor. Es sugerente que este homenaje se haya estructurado bajo la forma de una larga serie de comentarios sobre su obra escrita. Sobre sus libros (cuya extensa lista, por cierto, no se agota en los que acá han quedado apenas señalados, un poco a impulsos de mis propios recuerdos y mis propias preocupaciones) y sobre sus artículos en incontables revistas de todos los colores y pelajes, pero sobre todo en tres: en Envido, en Unidos y en El Ojo Mocho. Es un modo –me parece– de destacar la continuidad entre estas distintas facetas de una vida intelectual en las que las labores del autor, el educador y el publicista siempre han ido de la mano. De la mano y animadas por un mismo espíritu, que es el que reconocemos y admiramos en todas sus intervenciones: un espíritu de interrogación radical sobre las cosas, de desconfianza en los caminos escolares para comprenderlas, de disconformidad casi obligatoria con el mundo y de amor a los hombres y a las variadas y misteriosas formas que asume la aventura de sus vidas.
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