Dom 01.12.2013
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QUIERO MORIR TOCANDO SKAY

Fue parte esencial del fenómeno de los Redonditos de Ricota junto al Indio Solari e indudable protagonista de esa épica intensa, tumultuosa y cargada de hermética belleza. Hoy parece haber dejado atrás tanto la agitada separación y las peleas como cualquier amague de nostalgia. Skay Beilinson abrió una carrera personal e independiente desde hace diez años y actualmente comanda banda propia, Los Fakires. Ahora es el turno de su quinto disco solista, La luna hueca, con formato de disco de vinilo de media hora y canciones que asumen una definida influencia oriental. En esta entrevista, Skay desanda un largo recorrido que desembocaría en los Redondos después de haber incursionado en experiencias comunitarias y rupturistas, de La Plata a Pigüé, y llega hasta un tiempo presente de revalorización de la herencia familiar, de serenidad y un crecimiento, paso a paso, en los bordes del circuito alternativo.

› Por Mariano del Mazo

La paz que irradia –una serenidad imperturbable de cara al jardín de su casa– es inversamente proporcional a lo que proyecta su contoneo diabólico en vivo, esa amalgama mente-alma-muñeco-guitarra que parece la corporización punk del famoso óleo de Picasso del viejo y la guitarra. “Es que soy un perfecto esquizofrénico”, dice, detrás de los ojos celestes que le valieron el apodo levemente castellanizado.

No debe haber personaje vivo más unánimemente querible dentro del rock argentino que Eduardo “Skay” Beilinson. Las causas habrá que buscarlas en cierta manera de parecer siempre ajeno, una humildad distraída expresada con un tartamudeo breve, borgeano. Son balbuceos, formas: en definitiva Skay es quien es y supo correrse –al menos públicamente– de las traumáticas heridas abiertas luego de la separación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota; paradoja de un músico: la disciplina que mejor maneja Skay de cara a lo social tiene que ver con los silencios, deudores tanto de un temperamento tímido como de su fascinación por la cultura oriental.

Espejismo, deseo o resignación, hoy las heridas parecen suturadas. Se atenuó el tiroteo mediático –casi un homenaje platense a los perdigones Beatles de los primeros años de la década del 70– y tanto el Indio Solari como Skay esquivan parejamente la nostalgia. Son, a su manera, artistas obcecados que cargan como pueden el peso de una épica demasiado hermosa, demasiado densa. Son como barcos que se intuyen en el medio del océano. Cada uno exhibe su plan: el Indio, con sus esporádicos conciertos que baten records y fogonean la ilusión de la misa ricotera eterna; Skay, con su trajín por teatros y salas de escala humana, en el borde de un circuito alternativo macerado después de Cromañón. En esas elecciones se vislumbran claves del insondable fenómeno de los Redonditos, el yin y el yan ricotero, el pasaje que fue de la clandestinidad al centro neurálgico del rock argentino, sobre todo de los ’90 para acá. “Nunca sé exactamente la cantidad de gente que hay en mis shows –dice Skay–. De movida, cuando subís al escenario hay como una especie de cortina que son las luces. No ves mucho más allá, apenas ves los primeros rostros. La única diferencia está en la cabeza de uno: es más fácil concebir un espacio cerrado. Cuando yo pruebo sonido, a la tarde, veo el límite. Es un sitio que después a la noche puedo recorrer con mi mente y mi imaginación. Los espacios abiertos para decenas de miles de personas escapan a la imaginación. No podés saber qué hay más allá, y la multitud es como un monstruo que... ¡más vale ni pensarlo!”

PIGÜE

En un discreto segundo plano, la Negra Poli deambula por la casa, atiende o no el teléfono que suena con ritmo sostenido o filtra con un viejo contestador, toma algún mate, fuma, acota y deja revelar las maneras del buen anfitrión: una amabilidad no invasiva, natural, de facturas, bizcochos y algún leve movimiento de cabeza que afirma o niega de acuerdo con los contenidos de la entrevista. Uno se pregunta cómo esta mujer morocha y cautivante llegó a manejar los hilos del formidable negocio del mastodonte redondito sin usar siquiera fax, celular, mail, y ahora mucho menos Facebook o lo que sea... No hay respuesta. Y si la hay, radica en la inteligencia feroz de la Negra Poli, en su capacidad de manejar los tiempos, en su sapiencia territorial, en su coraje mitológico –que refiere a enfrentamientos con comisarios sacados o a botellas rotas ubicadas en el cuello de quien cuadre–, en fin, en el conocimiento del alma humana. Hace 44 años que se conocen, incluso desde antes tal vez sin saberlo. Se cruzaron –chocaron– en un concierto compartido de Diplodocum Red & Brown y La Cofradía de la Flor Solar, en el Teatro Atenas de La Plata, en 1969. Cumbre de psicodelia y hippismo, Skay tocaba el bajo en Diplodocum y venía con la cabeza dada vuelta de un viaje a París y Londres que incluyó piedras y corridas frente a la policía en el Mayo Francés y un par de shows en vivo de Jimi Hendrix y Traffic. Poli se había acercado a La Cofradía de la mano de Rocambole y era artesana y actriz vocacional. Nunca más se despegaron. “¿Ves? Así éramos. Mirá qué facha”, dice Poli, y señala una foto colgada en la pared de una nota publicada en la revista dominical de La Nación en la que se los ve, dueños de una juventud insultante, como hippies o cuáqueros. Será 1970.

Ahora, primavera de 2013, la pareja no parece haberse alejado demasiado de la idea que los unió. El viaje seguramente es el mismo. Aunque Skay se queje de los ruidos molestos que truenan cada noche desde la calle Gorriti, aunque ya haya sido desechada la intención de comprar un pueblo entero para vivir con amigos, el viaje hoy asume la forma de una bohemia calma que los puede encontrar en un bar de Almagro fumando y tomando champagne con amigos, o viendo bandas de rock en cualquier sucucho (“Hay dos bandas que me parten la cabeza: La Doblada, de Javier Lecumberry, el tecladista de Los Fakires, y Les Inestables, de Daniel Amiano”, comenta con entusiasmo). Ahora 2013, en verdad, también, el pasado y el presente es una trama deshilachada. Hasta da la sensación de que la etapa de Patricio Rey funciona más como un recreo que como el episodio central de sus vidas. Hubo y hay vida más allá de los Redonditos de Ricota, porque la existencia de Skay y Poli fue configurada por una cadena azarosa pre-rock más que por una estrategia predeterminada. Concientizados en la más impoluta filosofía de los años ’60 –cuando en La Plata el maoísmo, el foquismo, el peronismo, el siloísmo, el situacionismo, la poesía, el sexo, la droga y el rock and roll se escudriñaban de cerca, con mayor o menor desconfianza, en caminos paralelos que a veces llegaban a cruzarse–, se hundieron y vivieron a tope la experiencia hippie. Por eso, cuando a Skay se le pregunta cuál fue el instante más feliz de su vida, pasa de largo de cualquier historia relacionada con los Redonditos, o con algún disco, o con el dinero. Skay dice: “Pigüé”.

¿Pigüé?

–Sí, con la Negra nos fuimos a vivir en comunidad en medio de las sierras, en Pigüé. Eramos un grupo de siete viviendo solitos, sin nada, bajo el cielo y las estrellas. A la noche tocábamos la guitarra en un fogón. Habrá sido 1970. Creo que muchas de las cosas que hago todos los días tienen que ver con recrear ese momento alucinante.

¿Qué cosas?

–Salir a caminar, escuchar los pájaros del jardín, meditar. No medito de un modo ortodoxo, pero sí lo hago cada mañana a mi manera. Es ni más ni menos que estar un poco conmigo, cuestionar una y otra vez mis creencias, ponerme en paz con la gente que quiero.

De la experiencia de Pigüé, en la que vivían de la caza y de la nada, fueron “rescatados” por los padres de Skay bajo el diagnóstico de neurosis mística. Skay sonríe: hace tiempo que está reconciliado con la figura de Aarón y Berta, sus padres. Es más, no es alocado analizar su estilo guitarrístico en relación con una genética definida. Lo dice Kubero Díaz: “Skay toca como un judío errante”. Lo escribió Daniel Curto: “Skay hace rock árabe”. Lo cierto es que las escalas orientales están cada vez más presentes en su obra. “Es así –concede Skay–. Yo lo relaciono con mi viejo. En casa éramos judíos casi sin serlo, porque no se profesaba nada, no se celebraban fiestas, ni siquiera fuimos bautizados. Mis viejos eran ateos. Curiosamente, de grandes, la cosa cambió. Mi hermano Guillermo se volcó al estudio de judaísmo, de la Cábala. Me pasó un montón de textos, y descubrí una cultura riquísima. Te contaba lo de mi padre: él nació en Azerbaiján, en Bakú, en el Mar Caspio, que es la zona de los kurdos. Siempre pensé que había algún gen dando vuelta por ahí que me llevaba a hacer este tipo de escalas de Medio Oriente. Me salen solas, me resultan familiares.”

¿Y tu madre?

–Ella sí era una melómana total. Dejaba el dial clavado en la radio uruguaya El Sodre, y escuchaba música clásica, ópera. Tenía una gran colección de discos mi madre. A mí me apasionaban Carmina Burana, y Mozart y Vivaldi. Mi viejo fue uno de los impulsores de la Fundación del Teatro Colón, y supongo que no fue más que un gesto hacia mi mamá. Con toda esa data, genética y adquirida, a los ocho años me puse a aprender guitarra con un muchacho que tocaba jazz. El me tiró los primeros acordes y me enseñó temas de Eduardo Falú y Atahualpa. Cuando descubrí a Los Beatles largué todo. ¡Se me quemó la cabeza! Empecé a tocar solo, como un loco. Autodidacta total.

Los Beatles han sido el kilómetro cero de músicos tan disímiles que ya nadie sabe bien qué quiere significar esa influencia. La luna hueca, el quinto disco en once años de vida solista de Skay, ciertamente no escapa a la órbita beatle pero incursiona también en el Led Zeppelin más folklórico. Oriente es una omnipresencia tanto en letra como en música: “La fiesta del karma” profundiza la huella mística abierta por el Harrison de Sargent Pepper y que transitó con autoridad y a su manera Robert Plant y desata, como canta Skay, “una danza cósmica”. “El redentor secreto” narra una leyenda infantil sufí y “La nube, el globo y el río” –la perla del disco– es una alegoría zen con orquesta dirigida por Alejandro Terán, un cuarteto de cuerdas más trompeta y flauta que se eleva en un crescendo cinematográfico. “Es curioso, el concepto de los discos lo descubro después. Primero me voy guiando por el abanico rítmico, armónico y sonoro que reconozco como propio de mi mundo: quiero que en todas las canciones quede reflejado ese abanico. Con el título pasa algo similar. Estaba barajando títulos posibles y de repente me apareció La luna hueca. Me gustó la sonoridad. Después me pregunté qué sería una luna hueca, qué ocurriría en ese vacío. Lo fui llenando de ideas. Mi respuesta fue que lo que hay en esa oquedad es misterio, magia. En un momento pensaba ponerle al disco Después del fin del mundo. Hay una idea apocalíptica en el disco.

Es además un disco bastante corto...

–Media hora, sí. Yo me acostumbré a escuchar música con el viejo formato del longplay. Para mí es un tiempo justo de atención, lo que se puede tolerar. No es que no tenga material, quedaron un montón de ideas afuera, que las descarté en el estudio. Yo entro con demos, con bosquejos, y es en el estudio donde las canciones empiezan a tomar carácter, a tomar forma. Algunas prosperan, otras quedan atascadas por ahí y las abandono, otras van mutando... Juego mucho en el estudio en ese sentido. El carácter es importante. “Ya lo sabés”, por ejemplo, lo pensé como un tango, y después varió en una rítmica muy Police.

Ahora que ya pasó el tiempo, ¿qué sentís que ganaste desde tu debut solista?

–De movida, estoy cantando mucho mejor. Como banda –Los Fakires– hemos avanzado muchísimo, creo que el tiempo hace bien a las bandas, entran a tomar cierta personalidad. Además, toda la complicidad que empieza a haber en la intimidad se refleja en la manera de tocar y de llevar adelante los arreglos en las canciones. En las letras también, creo que aprendí un poco a sacarme la ansiedad de que las letras tienen que ser una especie de manifiesto o que tienen que aparecer de un tirón, como una inspiración que viene del cielo. Las trabajo muchísimo. Siento que este disco es muy parecido a quien soy.

¿Qué te pasaba en ese sentido en los Redondos?

–A veces compartir la autoría con otra persona tiene sus glorias y sus desventajas. Tenés que conciliar tus mundos con los del otro. Componer solo me da la libertad de ir adonde mi corazón me lleve. Esa es la ventaja. En sentido contrario, laburar con el Indio me liberaba de cualquier preocupación letrística. El Indio es un gran letrista. Y la gente le presta atención a una buena letra. Aunque nunca supe bien cómo llegan. Es poesía, pero no específicamente poesía... La canción llega con letra y música, y a veces lo que la palabra no dice lo completa la música, o al revés. Para mí fue un desafío tratar de hacer una letra que no esté tan distante de la poesía que yo admiré, que es la poesía del Indio, y asimismo encontrar un lenguaje propio.

¿Y con la voz te pasó algo similar?

–No. Es que yo siempre canté. Tengo una voz en la que me reconozco, una especie de carraspera. Bueno, fumo y tomo alcohol.

¿Qué sentís cuando en tus conciertos la gente pide que se vuelvan a juntar, algo que también ocurre en los recitales del Indio?

–Es una tradición. Si no lo cantan es como si faltara algo. Pero la gente sabe que ya fue, que fue otro tiempo.

¿Te da tristeza cómo se desarrolló la historia?

–Las amistades son así. Fuiste amigo de alguien y los caminos se bifurcaron. Una mira al Norte y el otro al Sur. Fueron años muy intensos, muy ricos, pero la vida sigue. Lo que pasó en los últimos años, de cierta disputa, es lógico de alguna manera. Nada que el tiempo no suavice.

¿Ahora vislumbrás algún motivo del final que destaque sobre otro?

–Cuando las cosas se vuelven tan gigantes a veces empiezan a desnudar miserias, y te hace perder de vista las razones por las que te metiste en esto, qué es lo más importante, por dónde pasa todo. El hecho de empezar de nuevo en una escala pequeña me permitió volver a recuperar la pasión, el gusto por tocar, por estar con mis compañeros. Para mí tocar una o dos veces al año con los Redondos era doloroso. Me hacía mal. A mí me gusta tocar, para mí el escenario es vivir, es un sitio terapéutico. Entonces esperar un año para tocar, con el quilombo agregado de estar atentos a un montón de cosas menos a lo fundamental, que es el arte, las canciones... Fue raro. La gente siempre nos decía: “Los Redondos son el pretexto para que nosotros podamos vivir esta aventura, para que nosotros podamos viajar, conocer gente y lugares”. Eran claros: “No se preocupen por nosotros”. Pero sí nos preocupábamos: por los enfrentamientos, por la puerta, por la policía. Cuando ves que gente que querés está sangrando, tiene heridas, en vez de una fiesta es un padecimiento. Siempre estuvimos al borde de la catástrofe.

¿Ves imposible un regreso?

–Yo lo veo como: “¿Volverán los Reyes Magos?” ¡Qué sé yo!

EL BLUES DE LA LIBERTAD

Los Fakires suenan como una añejada banda viajera. La voz nocturna de Skay parece llegar de otra dimensión: también sugiere viaje, ruta, nomadismo. Rocambole eligió para la portada una trama como de telaraña roja y negra, y un holograma que pendula entre el título del disco y una imagen lunar. Adentro los dibujos conceptualizan las letras y todo –música, letra, diseño– convierten a esta Luna hueca en un artesanal artefacto de rock and roll a la vieja usanza. El disco como un todo.

¿Qué te pasa con los viajes?

–Me pasa que descubro la música propia de cada lugar. Creo que cada ciudad tiene un sonido propio: Montevideo tiene un sonido propio, que no es el de Buenos Aires, por ejemplo... Hay algo en el aire, y no hablo de música. Es como un espíritu, un pulso, que es posible traducir en músicas. La cultura se refleja en esas atmósferas. Mi fascinación por Oriente y Medio Oriente tiene que ver con eso. Hicimos con la Negra un viaje a Marruecos que fue revelador. Fez me mató. Fue un viaje al pasado. Fez es del año 1100 y siguen viviendo igual. Es un pueblo profundamente religioso. En Occidente se abandonó la religiosidad, sólo se adora al dinero. De Fez me traje instrumentos de percusión, varios tipos de flautas. Ahora venimos de Turquía. En Estambul conocí una especie de sitar de tres cuerdas dobles. Cuando me puse a tocar fue como si lo hubiera conocido de toda la vida. Me gustan los folklores. El tango, por ejemplo, lo descubrí hace poco.

Tal vez tapado, o aplastado, por el peso específico de los Redonditos de Ricota, Skay quedó envuelto en esa especie de logia endogámica que sugería la banda. Pero es una falsa impresión, porque en estás décadas grabó en discos de innumerables artistas –de Edelmiro Molinari y la Galletita a Dancing Mood, pasando por la banda uruguaya Níquel, de Jorge Nasser– y subió a muchísimos escenarios ajenos. Skay practica también el arte de compartir. Habla de una noche extrañísima junto a Pappo, Black Amaya y Alejandro Medina en Arpegios, y se acuerda de Luis Alberto Spinetta. “Siempre me fascinó. Es un artista que iba más allá. Siempre un poco adelantado a sus fans. Para mí fue una escuela, un camino a seguir, el que yo prefiero transitar. Me pasa a mí. En algún momento del show me parece que es bueno ser cómplice de un instante, y tocar dos o tres temas de los Redondos, no más. Después creo que si mis canciones son buenas tarde o temprano la gente las va a disfrutar. Por suerte, ya pasa con muchas. Charly García igual, un gran artista. Hace poco grabé para el nuevo disco de Daniel Melingo... Para mí a Melingo hay que ponerle el ojo: dio una vuelta de tuerca impresionante, pasó los límites de lo previsible y está haciendo cosas totalmente deformes, dementes y bellas.”

En definitiva, Skay Beilinson siempre habla de la libertad: la musical y la otra. Cree que luego de su muerte va a ser olvidado rápidamente, y que no hace discos para trascender. “Son, otra vez, actos de libertad. Estoy muy conforme con mi vida, pero sé que esto se acaba, al menos de la forma que conocemos. Lo demás es misterio.”

Uno de los últimos libros que lo atraparon del cuello y no lo soltaron hasta el final es Sobre Sánchez, la notable biografía escrita por Osvaldo Baigorria que, en su propia telaraña, fue también angustiosa autobiografía. El libro intenta enlazar la increíble y errática vida de Néstor Sánchez, el escritor de Siberia blues y Cómico de la lengua, que pintaba para gran revelación literaria argentina, pero que se perdió en una vida peregrina, alucinada, extrema. Entre el jazz y la devoción por el Cuarto Camino de Gurdjieff, Néstor Sánchez se deslizó en un delirio místico que surcó la década del 60. El libro, finalmente, habla de la libertad radicalizada, abismal. No cuesta entender por qué a Skay le gustó tanto Sobre Sánchez. De Pigüé a Fez, este hombre que no da 61 años y que concede que hizo de su limitación guitarrística un estilo, querría estar en cualquier lado menos en el centro de la escena. Como Sánchez, su vida tiene sentido en la experiencia, en el viaje. Por momentos parecería que el fenómeno de los Redonditos fue un gran malentendido: una noche Skay se fue a dormir luego de haber tocado con amigos en el teatro Lozano de La Plata a puro ácido, y se despertó al día siguiente en el medio de la cancha de River a punto de estallar. “La luna hueca, el vacío, ¿con qué llenarlo? Mi única arma es la música”, dice. Canta en “Cicatrices”: “Siempre me ha tocado estar en el fuego /el fuego cura y también deja cicatriz / Soy una gota en el mar de la historia /sólo un destello fugaz en la eternidad”.

Entre el amor y el dolor, entre el fuego y la cicatriz, en la fugaz eternidad, Skay parece un hombre feliz.

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