MÚSICA Con una producción casi frenética en los últimos años, Gabo Ferro ha trabajado con el centro de experimentación del Teatro Colón y ha incursionado en el teatro, además de seguir editando discos, como el flamante La primera noche del fantasma, que vuelve a presentar el próximo fin de semana en el ND Teatro. Autor de canciones andróginas y dueño de una voz acuática, Gabo Ferro explica en esta entrevista por qué sus discos son para desarmarlos canción a canción, se enorgullece de que el tema de su nuevo disco incluido en Farsantes no fue hecho especialmente para la novela y recuerda la época en que iba a ver a los Redondos, pero se quedaba sin habla frente a Batato Barea.
› Por Mariana Enriquez
Gabo Ferro dice que le gusta desmantelar. Desarmar y desplegar las piezas, verlo todo fuera de su lugar para volver a construir. Hace discos como si montara una casa, pensando en cada rincón y en cada luz, en el jardín, los pasillos, la cama; las casas y las mudanzas son una constante en sus canciones; también las separaciones. Pero esa disección que implica el desarme, ese pensar mucho los discos necesita completarse con el que escucha. “Yo canto para alguien libre y creativo, con tiempo para desarmar un disco, como se hacía antes. Gente que iba al cine o al teatro, que se quedaba en La Paz a discutir sobre Bergman y se agarraba a las piñas por poesía”, dice. Algo de eso logra entre sus fans. Los shows de Gabo Ferro se llenan con poca publicidad; el público escucha atento y emocionado y espera como si fuera la primera vez las canciones que eligieron como favoritas: “Costurera y carpintero” (2006), por ejemplo, un hit rarísimo, canción infantil sobre la ternura y los cuerpos hermafroditas: “Cuando crezca seré / un prodigioso carpintero/ un hombre poderoso de mirada serena/ con cuerpo de niña curiosa y atenta”, o “Volví al jardín” (2008), la breve e intensa historia del fin de una relación: “Sos lo que perseguías, sos esa tierra/ lejana de tus cosas, sos patria ajena/ Ni bien dije a la tierra que no volvías/ nacieron flores nuevas todos los días”.
El disco que acaba de armar, el octavo, se llama La primera noche del fantasma y tiene en la tapa un fragmento de la pintura “Mi vida es un tango”, de Marcia Schvartz –una mujer desbordada, la boca entreabierta, los ojos sobrecargados de sombra azul–, la contracara perfecta a la portada de su disco anterior, La aguja tras la máscara, que tenía la foto de una bailarina perfectamente maquillada que, de tan contenida, parecía al borde del derrumbe. La metáfora de la construcción llega incluso a cómo Gabo Ferro cuenta el proceso de su nuevo disco. “Quise trabajar con los materiales de la alegría”, explica. ¿Y cuáles son esos materiales? “En cuanto a lo técnico son las mayores, ciertas escalas, ciertas cuestiones de la voz. En lo lírico, lo relacionado con la alegría y la felicidad, el amor; temas recurrentes en mis canciones. Los mismos temas pero mirados desde la perspectiva de salir o transcurrir o llegar a la alegría. Y eso supone que por tanto las canciones de este trabajo iban a ser alegres. Fue el primer gran error. También de parte mía. No resultó así. Lo que vi fue que trabajar con esos materiales no resultaba en algo que se relacionara con la felicidad. Me parecía un paradigma de la vida misma: ¿cuántas veces uno colecciona elementos que supuestamente van a concluir en felicidad y no ocurre así?”
La primera noche del fantasma empieza con “Siempre”, una canción acústica algo rabiosa donde la voz de Gabo –virtuosa y rara, entre lo implacable y lo angelical– se atreve a sostener notas en falsete y decir cosas definitivas: “Siempre es traición anunciada/ es pico y garra sin pájaro ni ala/ una peste elemental/ ropa abandonada en un placard”. Otra vez está acompañado –casi siempre– sólo de guitarra acústica y recorre sus temas de siempre agregando capas y capas: “No te alcanza”, de las más tristes y más hermosas, es un estudio sobre la insatisfacción (“Encuentro a la liebre que asusta al león/ que vive en el mar/ y que no te alcanza”); “Un eco, un gesto, una señal” es una marchita y es el primer video realizado con títeres; “Como un motivo” y “Detenido y andando” retoman los aires folk(lóricos) y esa segunda persona imperativa que convierten a los discos y especialmente a los shows de Gabo en una apelación: “Me decís que te puedo salvar”; “Te soltás, te vas, te dejás ir”.
¿A quién le hablás en las canciones?
–Uso la primera para generar identificación. Y siempre hay un otro. Es ese “vos” muy apelativo, urgente. Mis canciones son urgentes. Quiero contarlo todo en dos minutos, la duración me la apropié del punk. No tengo tiempo. No puedo crear un personaje. Entonces sale el “vos”. Mi idea es correrme inmediatamente, quiero tener poco que ver con lo que le pasa al que escucha. Cada disco y cada vivo es un trabajo de desaparecer. Cuando canto, no estoy.
Hay dos canciones en La primera noche del fantasma que se destacan sobre las demás por diferentes motivos. Una es “Volver a volver”, que apareció como banda de sonido en Farsantes, la turbulenta serie de Canal 13; acompañó una escena de amor entre los personajes de Julio Chávez y Benjamín Vicuña. Es la primera vez que acepta el uso de una de sus canciones. “Nunca firmé un contrato editorial: es un peligro. Vinieron a buscarme y les dije que no iba a firmar contratos ni ceder derechos. Insólitamente me dijeron ‘bueno’.” Le gustó cómo quedó editado y cómo acompañó la escena: “Mucha gente me decía que no la cediera, que los shows se iban a llenar de giles. La gente puede ser muy tremenda. Pero yo no hice ‘Volver a volver’ para la novela. La pensé para cerrar el disco y tiene el ADN de todo el repertorio mío. Si a alguien lo movió esa canción, es una puerta de bienvenida”.
La otra canción especial es “El tabú del agua”. Primero, porque es la menos despojada, el arreglo es de Tropi Ensamble, grupo de música contemporánea. Y sobre todo porque el agua, protagonista de muchísimas canciones de Gabo Ferro (“Toda el agua del mundo”, “No te mires en el agua”, “El agua sabe”) aparece en una encarnación totalmente distinta: no es reflejo ni es purificadora, es sucia e invasora. La canción se trata de la inundación que sufrió su casa en abril pasado. “El agua cambió, es amenazante. Es urbana. Es agua amarilla. Es el agua del PRO. Es el agua de no limpiar los sumideros.”
¿Es tu casa de Mataderos la que se inundó?
–Sí. Yo volví a ese barrio después de la muerte de mi viejo. La casa es muy grande, abajo vive mi vieja y arriba vivo yo. Es un barrio de viejos. Altura Directorio al 5500. Para los viejos la casa sigue, no se termina en la puerta, sigue hasta la esquina, la plazoleta, siguen barriendo, recogen la basura. Nunca había pasado algo así. Tenía en el piso de arriba a mi vieja, que tiene ochenta años, a sus amigas, a un perro que nunca supe de quién era. El tabú del agua es que el agua no puede entrar a la casa. Hay algo malo que se ha hecho, algo que ha permitido que el agua se haya metido a la casa de mis viejos, que la haya llenado de cucarachas que se te trepan, que haya dejado los discos de mi papá flotando. Todavía los sigo secando. Ese agua es una metáfora del macrismo. Me cuesta asumir lo que está pasando en Buenos Aires. Esa canción es rebelión y trato de preguntarme también por qué hay compañeros y compañeras que no se rebelan más claramente. Creo en la actitud militante de decir. Soy historiador: sé que es imposible invisibilizarse. Siempre el autor se muestra, y ahí hay lugar para bajar línea, para la militancia. Yo la hago desde mis canciones, desde una cuestión estética.
En la historia de Gabo Ferro hay una leyenda fundacional –de tanto contarla, lo que realmente pasó está un poco distorsionado, pero es casi mejor que sea así–. En los primeros años ’90 tocaba en Porco, una banda hardcore. “Vamos a cambiar de ánimo porque después nos tildan de banda depresiva y escatológica, y no es cierto”, decía Gabo antes de presentar canciones como “Solo por ti, Evaristo”. Bueno: era un poco cierto. El solía cantar con el pecho desnudo, en calzoncillos, a veces directamente sin ropa. Una noche, después de un show se quedó sin voz. Salió caminando del local y así dejó el grupo. Pasó años sin cantar. Ese tiempo lo dedicó a estudiar Historia (ya publicó dos ensayos, Barbarie y civilización y Degenerados, anormales y delincuentes). Cuando volvió, en 2005, con el disco Canciones que un hombre no debería cantar había reencarnado en un cantautor que encontraba otro cauce para su sensibilidad erizada: ya no la furia y la distorsión, ahora fragilidad e investigación de otras músicas, valses, folk (“El amor no se hace”), chacareras como la increíble “El amigo de mi padre”, cantada desde el punto de vista de un chico que es testigo feliz de la relación amorosa de su papá: “Tomaban litros de mate y tiernamente me atendían/ Mi padre era mejor padre cuando a su amigo veía”. Asomaba un nuevo mundo lírico: los jardines, los amores desdichados, las habitaciones, las flores, los alhajeros y ajuares y la ropa y las enumeraciones de objetos. La voz ya tenía la cualidad acuática de ahora: una voz como un río que cambia de caudal y volumen, de tono, desaparece, se seca, es un torrente, un remolino; a veces estruendosa, a veces un murmullo. El dice, sin embargo, que encuentra una continuidad con ese chico desnudo de Porco y su actualidad. “Sigo sin ser tibio. Yo cantaba en pelotas hace veinte años en Die Schule, y ahora estoy tratando de sacarme de encima la guitarra española. Sigo cantando desde el pibe en culo que fui.”
Y las canciones de Porco también eran tristes, a su manera. La distorsión no tiene nada que ver con lo festivo.
–La tristeza también es dinámica, es un tránsito hacia otro lugar. Pero me acuerdo de que cuando yo empecé a tocar, cuando era adolescente, la tristeza era asociada con los años oscuros de la dictadura. Había una fascinación con la música que surgió en la primavera alfonsinista y un poco antes, esa reacción de basta de bajón, ¡fiesta! Estuvo bien un tiempo, pero después terminó siendo una cagada, fue malo perder la conciencia de que había otra cosa. Cuando salimos a tocar en los tempranos ’90, con el VIH, sin saber si estábamos contagiados o no, era todo un bajón. Teníamos amigas y amigos que se morían y pensábamos que nos moríamos también. El gobierno no había hecho ni media campaña, entonces, ¿cómo íbamos a hacer algo festivo?
¿Qué bandas ibas a ver?
–Yo iba a ver a los Redondos, a los Triciclos Clos, pero lo que me llenaba el alma era ir a ver a Batato, Urdapilleta y Tortonese. Yo lo veía entrar a Batato en el Rojas con su pelo y sus medias y me quedaba duro. No podía hablar. Les pedí grabarlos una vez y me dejaron registrar los ensayos de Alfonsina y el mal, en el ’88. Empecé a entender lo que significaba exponer con la sangre. Sobre todo con Alejandro Urdapilleta. Una vez Batato necesitaba para una puesta un chico que se desnudara y yo le pedí por favor una audición. Me miró bien y me dijo que no. Yo salía del colegio para verlos. El se dio cuenta de que era demasiado pendejo.
Tus letras tienen mucho de Marosa Di Giorgio, de Pizarnik, de Idea Vilariño. ¿Llegaste gracias a ellos?
–Por ellos, también por Fernando Noy, llegué a Marosa. A las demás las venía leyendo, a Olga Orozco, a Diana Bellesi. Para Marosa el jardín es el lugar de la madre, el bosque es el padre, es el lobo. El jardín de Alejandra es el refugio y el secreto, el de Silvina Ocampo es la erótica, lo morboso. Soy totalmente consciente de que de ahí vienen mis jardines, las telas de mis canciones e incluso cierta enunciación: “No te veré morir”, de Idea, ésa es una forma de decir mía. Pero sobre todo está la cuestión de género. A mí me gusta enunciar desde lo femenino de la masculinidad. Ver un hombre cantar con el registro de lo que la cultura registra como femenino es mi grado cero. Y todas esas mujeres tienen una sexualidad confusa. Y para mí la sexualidad confusa es uno de mis sitios preferidos para enunciar. Se escucha linda mi voz desde ese lugar. Cuando hablo desde esa confusión, me gusto.
Las letras de las canciones de Gabo Ferro, en general, no tienen género: son andróginas, como su voz anfibia.
Los últimos años de Gabo Ferro son de una producción casi frenética. En 2009 Haydée Schvartz lo invitó a participar de la puesta de Four Walls de John Cage para el Centro de Experimentación del Teatro Colón y la colaboración se extendió hasta el Festival John Cage de 2012 y también a un trabajo conjunto con el prestigioso coreógrafo y bailarín Carlos Trunsky, que había montado Four Walls. En 2011 estrenaron Pavura con Trunsky, y ahora están haciendo 4h, un “laberinto coreográfico” inspirado en los Cuatro Humores de Hipócrates y construido a partir de canciones de Dowland y sonetos de Lope de Vega. El trabajo con artistas de la música y la danza contemporánea lo tomó por sorpresa: Haydée se le acercó después de un show en Niceto y le propuso hacer la poderosa obra de Cage. “Me dio lo que sólo te puede dar un maestro: la confianza en tu propia subjetividad, saber que vos fundaste un país, pequeño, pero tuyo y que lo vas a llevar a la guerra o a la paz. Pero es tuyo.” También le enseñaron, dice, a trabajar con la no belleza: “Supuestamente la canción tiene que ser bella, hay que cantar bonito, escribir bonito. Pero la no belleza, que no es fealdad, a mí me atrae tanto como la belleza porque puedo decir más rápido y más claro. La belleza a veces te impone una obligación, un canon de normalidad para ciertas canciones estéticas. También me di cuenta de que había un lugar para el silencio. Hay que cuidar el peso de ese silencio y buscar la cuestión dramatúrgica del disco. La primera noche del fantasma está pensado casi como un libro. Y las canciones también tienen su dramaturgia”.
La dramaturgia está cada vez más presente en la vida de Gabo Ferro: está preparando para el año que viene una puesta con Emilio García Wehbi, Para terminar con el juicio de Dios, de Antonin Artaud. Y en los shows mezcla la gracia y los comentarios agudos, irónicos, entre canciones, con inquietantes silencios: a veces la gente le grita, le exige que cante, le cuesta aguantar esos segundos de supuesto vacío. O con los íntimos a capella de, por ejemplo, “Fin de fiesta”, una canción de La primera noche del fantasma que decidió titular así no sólo porque se trata del después de un festejo, sino porque quería homenajear a Leonardo Favio –que protagonizó la película– y a los años ’60, la década que, cree, fue la más interesante de la Argentina. Y, asegura, no es que piense que todo tiempo pasado es mejor. “No tengo para nada una mirada tanguera, todo lo contrario. En el pasado están los recursos que tomo para hablar de mi presente. Lo más hermoso es alguien que sea un síntoma de su propia época y su contexto histórico, más allá de que te pueda gustar o no. Cierta gente no puede pensar que alguien más o menos valioso puede convivir en su propio tiempo y espacio. Y eso es triste, porque hay que construir este presente.”
El 7 de diciembre, a las 20.30, Gabo Ferro vuelve a presentar La primera noche del fantasma en el ND Teatro, Paraguay 918. Y los miércoles, a las 21.30, se lo puede ver en 4H, de Carlos Trunsky, en El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034.
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