pintura Sameer Makarius tuvo una vida plagada de exilios y peripecias, y también dos vidas en una: la del fotógrafo y la del pintor. Dos zonas que no se cruzaron, no se tocaron como hubiera sido previsible. Y si hoy resulta posible toparse con sus fotos, era casi imposible hallar rastros de su obra pictórica, deuda que empieza a saldarse con Sameer Makarius, retrospectiva artística, un libro que permite reconstruir toda una cosmovisión sobre la crueldad, la guerra y el coraje y acceder a esa parte esquiva de quien marcó claramente los límites entre dos formas de abordar el arte.
› Por Marcos Zimmermann
Debe haber mirado la guerra que le tocó vivir en los años ’40 con los mismos ojos con que me miró aquel día de noviembre de 1980 mientras revolvía un café en el Florida Garden. Al menos, yo tuve la sensación de que su mirada estaba cargada de historias tan negras como las que ahogaban a la Argentina en ese tiempo de dictadura.
–No me pregunte nada, sólo llame a este fotógrafo de mi parte. Recuerde que hablar de estas cosas hoy puede significar la muerte –dijo Sameer Makarius en voz baja, clavando sus ojos penetrantes en los míos, al tiempo que me alcanzaba un papelito con un teléfono escrito al vuelo. Luego hizo silencio y miró hacia la calle.
Afuera, en Florida y Paraguay, el traidor Szálasi masacraba a los últimos húngaros opositores a su régimen; sobre todo a judíos y gitanos. Lo mismo que sucedía en Budapest, donde Jorge Rafael Videla hacía desaparecer a varias generaciones de jóvenes sin que se le moviera ni uno solo de los pelos de castor engominado que le sirvieron siempre de fino casco y bigote de guerra.
–Pero ese fotógrafo ¿va a entender por qué lo llamo? –pregunté, mientras miles de aviones aliados Liberator pasaban sobre plaza San Martín y comenzaban a bombardear Hungría frente a nuestros ojos.
–Usted llámelo y cuéntele su proyecto de montar una exposición en Italia sobre la Argentina en dictadura –sentenció, un segundo antes de que el quiosco de diarios de la esquina volara por el aire en pedazos–. Eso bastará –dijo observando los miles de pedacitos de diario que caían como lluvia desde el cielo–. ¡Y no pregunte más! –gritó finalmente, justo cuando vimos avanzar desde la calle Reconquista a las primeras tropas soviéticas que venían liberando Budapest desde el bajo.
Aquel gesto de alcanzarme ese papel con un teléfono fue la única muestra clara de ideología que dejó entrever Sameer Makarius, en mi presencia, durante toda su vida. Por el resto, siempre se ocupó en mostrarse más severo que Leni Riefenstahl con los nubas en la cama y más amargo que pera verde del Alto Valle en noviembre. Pero, a pesar de la dureza que lo caracterizaba, aquella tarde algo me había dado el coraje de sincerarme con él. El plan que le había confiado era simple, aunque riesgoso: quería contactar a algunos fotógrafos argentinos críticos con el gobierno de facto argentino para montar una muestra en Italia. Y la intuición no me falló: Makarius respondió como esperaba.
Ese mismo día llamé al fotógrafo indicado por él. Vino a mi departamento sigilosamente, convinimos los primeros pasos a dar, establecimos las contraseñas que requería lo secreto del caso y se marchó. Pero una hora después tuve la llamada de alguien que no conocía, diciéndome con soltura que le habían propuesto integrar un grupo conmigo para realizar una muestra sobre la dictadura argentina en Europa. El teléfono casi salta de mi mano del pánico. En aquel tiempo de silencios, una llamada tal era señal de una trampa. La conversación –y también el proyecto– terminaron apenas segundos después, con dos frases abortadas en la mutua desconfianza: “¡Pero yo no sé quién sos vos!” y “¡yo tampoco te conozco!!!”. Clac, clac.
La paranoia se instaló en mí. Afuera, frente a la iglesia castrense de Cabildo y Jorge Newbery, recomenzó la masacre de obreros y maestros argentinos en manos del traidor Szálasi. Se oían gritos en húngaro dando órdenes desde la comisaría 31 y llegaban noticias de que los rusos ya habían tomado plaza Italia. Para peor, mi departamento estaba a pocas cuadras del Regimiento de Patricios, seguro teatro de operaciones de los próximos combates. Mi cabeza hacía ruido y encendí la radio para calmarme. Oí entonces que, en ese mismo momento, Bussi en persona tiraba napalm sobre los gitanos que habitaban la selva tucumana del noroeste de Budapest. Dijeron también que Galtieri acababa de abrir otro frente de batalla en una islas del Danubio, en el extremo sur de Hungría, y que Szálasi combatía a sangre y fuego contra el bombardeo de los Liberator, en el puente Pacífico. Con esas noticias, sólo esperaba el momento en que alguien –ya no sabía quién– viniera por mí.
Fue durante esa tensa espera cuando pude ver claramente algunos gestos de coraje en la vida de Sameer Makarius, en los cuales no había reparado hasta aquel día. Como si fuera una película, vi que había llegado a Alemania desde El Cairo en plena época de Hitler. Que, al poco tiempo, se había enrolado en el partido socialdemócrata y que, por las noches, se dedicaba a poner arena en los tanques de nafta de las motos nazis. Vi también que en 1940 había huido con su familia a Budapest y que, luego de enrolarse en la resistencia y aprovechando ciertos conocimientos que comenzaba a adquirir en sus primeros estudios de Bellas Artes, falsificaba pasaportes para judíos que intentaban huir de las razzias del Tercer Reich. Recordé cómo, un día, ante el pedido desesperado de un padre que intentaba salvar a su hija de una redada antisemita inminente, había buscado una prostituta nazi y le había hecho el amor sólo para poder cambiarle, en un descuido, su pasaporte por el de la joven judía. Vi también que, un poco más tarde, Makarius había fundado el “Grupo húngaro de arte concreto” y había presentado una muestra de pintura constructivista que lo había vuelto inmediatamente un perseguido político. Recordé entonces cómo había tenido que escapar nuevamente a Zurich, llevado clandestinamente aquella colección de arte, con la cual había realizado otra exposición: “Modern Kunst in Ungam”. Era la época en que, Sameer Makarius, pintor abstracto en plena guerra real, se consolidaba. Tenía sólo veintidós años.
Escapado de dos dictaduras genocidas y sin saber que aún le quedaba por vivir una tercera, en 1953 Sameer Makarius había venido a dar a la Argentina, donde se había enrolado en dos grupos pictóricos rupturistas y revolucionarios que propiciaban la vanguardia en el arte: los movimientos Arte Nuevo y Artistas No Figurativos Argentinos (ANFA). Fue en esa época cuando la fotografía entró en su vida y lo impulsó a integrar el grupo Fotoforum. De ahí en más, hasta su muerte, se sucedieron decenas de exposiciones individuales y colectivas en galerías privadas y museos públicos. En ese fragor creativo, Makarius no olvidó ningún costado de las artes plásticas por practicar: fotografió, pintó, instaló el debate entre colegas artistas en su negocio de la calle Florida, realizó conferencias, fundó el Centro de Investigaciones sobre Fotografía Antigua en la Argentina y publicó investigaciones propias al respecto. Hasta abrió una galería propia donde expusieron pintores como Badii, Forner, Presas, Iommi, Dávila, Saderman y Otero, entre otros.
A pesar de toda esta diversidad artística, hoy no es difícil toparse con maravillosas fotografías de Sameer Makarius pero es casi imposible conocer su obra pictórica. Esta dificultad empieza a ser subsanada gracias al libro Sameer Makarius, retrospectiva artística de reciente aparición, que descorre el velo sobre un Makarius olvidado. A sus bocetos constructivistas de los años ’40 reformulados en los ’90 con nuevos acrílicos y óleos que siguen los diseños de antaño, se continúan en esta edición sus “action paintings” realizadas en los años ’50 y ’60 en el patio de su casa, disponiendo telas a las que intervenía con chorros pollockianos de pintura mezclados con trementina. Aunque, ni esas obras ni sus dibujos y bocetos estremecen tanto como su serie de temas bíblicos desarrollados sobre soportes transparentes y craquelados con tinta china, expuestos por primera vez en 1961 en la muestra Otra figuración. Un capítulo especial del libro merecen los fotogramas, antecedente de las actuales instalaciones y, otro, la serie titulada Años negros, realizada entre 1959 y 2000, en la cual Sameer Makarius plasma con una fuerza extraordinaria sus ideas sobre la crueldad y la inutilidad de la guerra. Son los momentos de juventud comprometida con la resistencia los que aparecen nuevamente en estos óleos, acrílicos y collages. En ellos parece soldarse el triple compromiso de Makarius entre arte, política y vida. “Mis dibujos de esta serie son mis gritos de protesta y dolor contra la insensibilidad, agresividad e irracionalidad del ser humano que, según parece, tiene que matar hasta cansarse y saciarse de la sangre y el sufrimiento de sus semejantes...”, escribe Sameer Makarius, en 1987, al presentar por primera vez esta conmovedora serie.
Pero hay algo aún más notable que distingue a Makarius de muchos artistas plásticos contemporáneos: a pesar de dominar la pintura y la fotografía con maestría, Sameer nunca propició la fusión entre ambas disciplinas. Al contrario, su pintura era el modo que tenía para hablar de modo abstracto sobre el mundo e insistía en que, para ser figurativo, existía otra expresión artística mucho más adecuada: la fotografía. No hubo nunca en su trabajo una fusión forzada entre ambas disciplinas, como en las obras de muchos que tratan hoy de justificar la validez de las artesplasticofotográficasmita dinstalaciónconceptualmitadgiladaredivertidaconideasnovedosísimas talescomoladefotografiaraunamujerquesaledeunatinaconunpanenlacabezallenodepinitos... ¡Qué loco, che! ¡Qué moderno! ¡Qué pelotudez gigantesca! ¡Y, encima, afuera el traidor Szálasi que no se rinde y el Proceso de Reorganización Nacional que no termina de dejar el poder!
Quizá la idea de Sameer Makarius de que arte e ideología van juntas fue aquello que lo hizo apoyar mi proyecto de aquella muestra de Argentina en dictadura. Tal vez fue su convicción militante de que el arte es capaz de traspasar cualquier forma de tiranía. No lo sé. Lo que sí sé es que el día que encontré a Sameer Makarius en el Florida Garden bajo la opresión de la dictadura o las bombas del traidor Szálasi –da igual–, ya teníamos varias cosas en común. Hacía más de un año y medio que yo había partido a Italia ahogado por la dictadura argentina y allí había aprendido a hablar con imágenes de lo que uno piensa. Había entendido que se podía decir: “compagno”, “humanismo”, “dictador bruto”, “mirá lo triste que está la gente de tu país”, “mirá qué bella era la generación que mataste”, “andá a buscar trabajo al Apartheid sudafricano hijo de una remil” y hasta repetir: “¡dictadura!, ¡dictadura!, ¡dictadura!”, de oído a oído o, mejor dicho, de ojo a ojo, sólo con fotografías. Cuando me encontré con Makarius en el Florida Garden, ambos sabíamos que se podían decir muchas cosas usando una forma del silencio que ambos habíamos aprendido a manejar con agudeza: el elocuente mutismo de la fotografía.
Sameer Makarius tenía fama de hosco, de duro. Y lo era. Pero no conmigo. Todavía lo veo entrar a mis exposiciones, ya grande, cargando una bolsa donde libaba su orina a través de una sonda que salía de su cuerpo. Todo ese esfuerzo, para ver las muestras de un fotógrafo que una vez, bajo las bombas en Budapest o bajo la dictadura argentina –da lo mismo– había puesto al descubierto su ideología de partisano, su lado más humano.
Sé que muchos colegas y galeristas no guardan el mejor de los recuerdos de Sameer Makarius. Que era pendenciero y que su mal carácter estaba regido por una presunción casi paranoica. Yo, en cambio, quiero recordar aquí a otro Makarius: el artista múltiple que supo marcar con claridad los límites entre pintura y fotografía, y que fue capaz de ejercer ambas vertientes del arte a fondo. Pero, por sobre todo, quiero reivindicar al Sameer Makarius que me miró fijo aquel día en el Florida Garden y, con un gesto de compagno, me alcanzó subrepticiamente aquel número de teléfono, mostrándome que comulgábamos con las mismas ideas respecto de quienes gobiernan con la muerte. A mí me alcanza este Sameer Makarius para perdonarle todo el resto.
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