Dom 08.12.2013
radar

ELOGIO DE LO ARTIFICIAL

› Por Ana María Shua

Un jadeo atraviesa el aire del mundo, el territorio de los continentes: es el jadeo de la cultura que corre, con los pulmones a punto de estallar, para cruzar el arco de cada día como si fuera una meta, como si hubiera una meta. Velocidad. Con la rapidez de pensamiento más la coordinación visomotriz que exige un videojuego, cambia, nos deja atrás. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura? No solamente de arte, espero, el arte cambió poco, está ahí inútil como siempre, para recordarnos que la vida del hombre es una llamita que se enciende y se apaga en la eternidad, en la niebla. No solamente las viejas vanguardias, repitiendo experimentos que ya tienen casi un siglo. Hablamos, hablemos, de toda la cultura, del mundo en que vivimos y que por momentos parece haber perdido su condición de cosmos para retrotraerse a la masa informe y desnuda anterior a la creación.

Vivimos en un mundo convertido en espectáculo de sí mismo. Hay una doble conciencia de nuestras sociedades que hacen y se miran hacer al mismo tiempo, llevando a todo el organismo social a ese desdoblamiento literario que tan bien conocemos los escritores, vampiros de la vida.

“Yo les hice conocer el sucederse de las estaciones, la intrincada salida y puesta de los astros, la ciencia de los números inventé para ellos y las combinaciones de las letras, memoria de las cosas, fértil madre de las Musas.” Así se lamenta el Prometeo de Sófocles, encadenado en el Cáucaso, por el delito de haber robado el fuego de los dioses. Que es, en realidad, mucho más que fuego, tal vez la primera tecnología que la humanidad llegó a dominar. Con el fuego, Prometeo entregó a los hombres la tecné, la cultura, la posibilidad de dominio sobre el mundo y la naturaleza, a la que hasta entonces estaban sometidos. Por alguna razón, el hombre siempre ha vivido como una culpa ese dominio, que lo apartó para siempre de lo natural, constituyéndolo como ser cultural, creador de artificios. Es asombroso que el adjetivo “artificial”, en lugar de connotar orgullo y elogio, siga cargando sobre sí el sentido peyorativo que le impone la culpa de Prometeo.

En el pensamiento judeocristiano es la serpiente la que cumple la función de Prometeo. Su propuesta de comer del árbol del bien y del mal transforma al hombre otorgándole conciencia de sí mismo como algo distinto de la naturaleza que lo rodea. Lo que en la tradición griega es un logro para la humanidad, la tecnología y su consecuente posibilidad de dominio, en la Biblia es un castigo: el mundo puesto en manos del hombre y bajo su poder, y en particular la tecnología agrícola, implican la expulsión del Paraíso. El pecado, la confusión, el error, están afincados en la raíz misma de la cultura. Al atreverse a salir de la naturaleza, el ser humano se transforma a sí mismo en creador, y como tal desafía a los dioses.

Tal vez por eso, ante cada innovación tecnológica, la humanidad está siempre de algún modo esperando el castigo divino y se alzan voces profetizando el apocalipsis. Otra vez robamos el fuego, otra vez mordimos el fruto prohibido. Si por escuchar a la serpiente, por preferir el conocimiento a la ignorancia, el castigo es la expulsión del Paraíso, por el delito de Prometeo se castiga a la humanidad con la caja de Pandora, que contenía todos los males, y por si fuera poco la engañosa Esperanza, que induce a soportarlos.

Ojalá pudiéramos detener esta loca carrera, piensan muchos, echar el ancla, afincarnos en esa olvidada Tradición, defendida por tres factores esenciales: el aislamiento, la ignorancia y la miseria. Eso, quizá, podría alejarnos del fin de los tiempos, que vemos asomar constantemente en el horizonte, hoy como hace mil y dos mil y cinco mil años.

¿Por qué tenemos siempre esa sensación de que el fin se aproxima? Se puede definir al hombre como aquel ser que es mortal y lo sabe. Sin embargo, todos fingimos ignorar ese conocimiento con tanto éxito que gracias a eso vivimos como si la muerte no existiera, nos sentimos casi constantemente inmortales. Y cada vez que se produce un cambio importante, ese cambio nos recuerda la existencia de la muerte. No podemos evitar asociar el cambio con nuestra desaparición personal y de la muerte propia al fin del mundo no hay más que un paso, tanto más preferible que nuestra conciencia se apresura a darlo alegremente. No es cierto que sea nuestra cultura occidental la que no sabe tratar con la muerte, todos los pueblos y las culturas tienen formas de explicarla y buscan darle sentido de algún modo, porque su sentido nunca es obvio.

La televisión desune a la familia, daña la vista, atonta a los niños. El teléfono celular causa cáncer de cerebro, la computadora emite rayos destructores. ¡Ah, qué breve vida feliz la del cazador recolector que, apenas separado de la naturaleza, tenía un promedio de vida de treinta años pero eso sí, con sus articulaciones intactas!

Elogio lo artificial, entonces: elogio la creación humana.

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