ENTREVISTA El cine de Daniel Burman, especialmente en películas como El abrazo partido, Derecho de familia o El nido vacío, tiene preocupaciones recurrentes: la vida cotidiana, las obligaciones y responsabilidades, el trabajo y las relaciones familiares. Ahora estrena El misterio de la felicidad, con Guillermo Francella e Inés Estévez, sobre un hombre que abandona esas rutinas, a su mejor amigo y a su esposa, para no volver más. En esta entrevista, Burman explica cómo la pregunta sobre el porqué de esa ida, la búsqueda del motivo, pone en juego los pactos y los vínculos emocionales. Y también habla de la satisfacción de hacer películas populares y las razones por las que no acepta ninguna propuesta para trabajar fuera de la Argentina.
› Por Mariano Kairuz
“A mí me gusta mucho esta vida que llevamos”, dice Santiago (Guillermo Francella), y acto seguido enumera los episodios infaltables de sus rutinas diarias junto a su socio y amigo de toda la vida, que se describen con precisa expresión visual –prescindiendo casi de las palabras– al principio de la película: desde abrir el negocio de electrodomésticos por las mañanas, al café con medialunas que se toman religiosamente, su paso por el hipódromo y la cancha de paddle. Me gusta esto, y esto, y esto, y hasta, dice Santiago, “buscar tipos en el Veraz”.
Los primeros minutos de El misterio de la felicidad, la nueva película de Daniel Burman, definen con gracia coreográfica, con una puesta en escena musical, la sincronización y el entendimiento casi inmejorables de las vidas cotidianas de estos dos amigos –Francella y Fabián Arenillas–, que parecen tener la relación perfecta. A la vista de otros son algo así como la pareja ideal (y no falta quien les haga el chiste). Sin embargo, no tardaremos nada en descubrir el brillo en la mirada de Eugenio que su mejor amigo no parece percibir, y que es el brillo de una mirada que está en otro lugar, no sabemos dónde, pero bien lejos de esa vida de-casa-al-trabajo-y-del-trabajo-a-casa. Punteada, claro, por las medialunas, los burros, la paleta. El entendimiento es perfecto en casi todo, pero entendimiento y sincronización no dan por resultado una felicidad por igual para ambos.
El noveno largometraje de Burman tiene algo así como dos partes. En la primera asistimos al momento en que estas certezas iniciales de la existencia cotidiana muestran de pronto sus rajaduras. Un día, Eugenio (Arenillas) desaparece sin aviso: no va a la oficina en todo el día, no aparece para el desayuno, no atiende el teléfono. Los abandonados son dos: Santiago y Laura, la esposa de Eugenio (Inés Estévez), pero aunque ambos quedan desestabilizados, sólo el primero está sorprendido. Ella entiende enseguida que Eugenio los dejó para siempre, para irse atrás de un sueño lejano. El, mientras tanto, se pregunta cómo es que su amigo podía tener un sueño del que jamás le hubiera contado y peor, que ese sueño fuera algo lejano: lejos de la oficina y de sus tan queridas rutinas.
El tema central, dice Burman, “son los pactos, y la tensión que generan en el tiempo. Cuando uno construye vínculos sentimentales, enseguida genera un pacto para ordenar el amor, que es algo tan inestable, en el matrimonio o en la amistad. Pasa muchas veces que los sentimientos que generan el pacto desaparecen, y uno sigue fiel a este pacto pero no leal al sentimiento presente. El dilema de la película es cómo, sin llegar a la traición, uno puede resolver esta tensión íntima entre la fidelidad a un pacto vacío y la lealtad a un sentimiento del hoy. Es muy común que un tipo, después de muchos años de matrimonio, un día le diga a su mujer: Me quiero divorciar, y que la mujer, que se lo había estado guardando por ahí por quince años, le diga: Yo también. En El misterio de la felicidad no están tratando de conseguir que Eugenio vuelva, sino que uno quiere entender qué pasó y el otro simplemente saber que está, que existe físicamente, en algún lado. Y después lo otro ya no es tan importante”.
Esta primera parte está narrada con un ritmo y un cálculo formal –una elegante y cuidada composición del plano, un sentido musical del montaje para las sincronizaciones, duplicaciones y reiteraciones– que pronto encuentran su exacto contrapunto en la breve pero muy elocuente escena de la desdicha matrimonial de Eugenio y Laura: una escena en la mesa del hogar, sin agresiones ni exabruptos ni disputas, apenas la amargura de una rutina sin amor y sin escape descripta en unos pocos diálogos sobre los aspectos más burocráticos de sus vidas. La precisión de este procedimiento, que nos cuenta tanto con tan poco sobre el punto en que se encuentran sus protagonistas, lo primero que hace es desmentir (o poner en perspectiva) algo que Burman ha dicho insistentemente en las entrevistas cada vez que estrena una película: que “la forma”, en el cine, para él es un asunto muy menor.
“Sí, es algo banal”, reafirma el director de El misterio de la felicidad. Pero cuando se le expone la evidencia (esa primera secuencia de su film más reciente, como ejemplo inmediato), entonces aclara: “Lo que digo es que la preocupación obsesiva por la posición de cámara, por el lente, por si usaste dolly, no me parece central. Tal vez sea un error semántico definirlo como banal, pero creo que la forma en una película es fungible, puede ser de una manera o de otra, puede ir todo en una misma dirección o estar saltando en direcciones opuestas. A veces te pasa que viene alguien con su proyecto y te dice ‘me imagino todo con un lente de 75’. Y vos decís, ‘¿y?’. Yo nunca imagino todo de una forma determinada; imagino una emoción, un contenido, un dilema que, como es inasible, lo tengo que atrapar en una forma que puede ser una u otra. Es cierto que en la película tomo decisiones formales muy fuertes. Trabajé mucho cuestiones de equilibrio en cámara con los personajes. La idea subyacente en la puesta es que cuando están él y ella en cuadro, es como que no quieren compartir la pantalla, todo el tiempo se escapa uno o se escapa otro; en la oficina intercambian lugares en el cuadro, y nunca lo comparten en armonía, como si inconscientemente los personajes dijeran: juntos en esta película no queremos estar. Hasta que en cierto momento hay una evolución paralela de los personajes con su conflicto propio y en relación con el otro y, por lo tanto, en cómo se relacionan con el encuadre. Es una cuestión de forma, sí, pero lo importante es que expresa una cuestión de contenido”.
La nueva película de Burman tiene sus referentes cinematográficos (algo de la comedia clásica norteamericana y el musical, algo de Frankie & Johnny, “y sus personajes averiados y esa idea de que el amor pasa por asomarse cada uno a la grieta del otro y contarle qué hay adentro”, y algo de La aventura, de Antonioni, donde dos personajes salen a buscar a una mujer que desapareció “y en esa búsqueda se empiezan a encontrar entre ellos, hasta que ya no importa encontrar a esa mujer que desapareció”). Pero también hubo cosas del guión que coescribió junto a su socio de siempre y coproductor y coguionista Diego Dubcovsky para las que no encontraron referentes en los cuales apoyarse. “Son cosas de mi vida cotidiana, del universo masculino, de ese amor silencioso que es la amistad entre hombres. Tengo un gran amigo y socio en Diego Dubcovsky, con el cual no tengo una relación como la de la película. No soy un tipo de haber tenido muchos amigos, y tal vez por eso tengo una mirada en perspectiva de la amistad y valorizo que se trate de un vínculo amoroso que se sublima de otra manera; que no es un vínculo erótico pero no por eso está en una categoría menor que un amantazgo.”
En el fondo, lo que hace Francella/Santiago cuando hace su elogio de la rutina no es sino condensar en un parlamento muy conciso la esencia de un tema que viene atravesando las películas de Burman casi desde sus comienzos: el de la vida cotidiana, con sus responsabilidades (el trabajo, la paternidad, la pareja, la familia), sus reiteraciones, sus miserias, su carga y también sus disfrutes. El mismo ha dicho alguna vez, también, que siente un gran apego por sus rutinas. “Y es que la vida real es la que se desarrolla en la rutina –dice–. En la rutina está la verdad: cualquiera se va a Australia a salvar a las ballenas. Qué piola: así cualquiera afronta la angustia existencial, colocándose en una situación extraordinaria todo el tiempo. Pero así no vale. Vale levantarse todos los días en el mismo lugar con la misma persona que eligió, o que no eligió, vale hacerse cargo del rol familiar que uno tiene o que uno no tiene. La repetición de los espacios y los momentos son un lugar en el que uno profundiza su existencia, por eso yo admiro tanto el mundo del comercio. El tipo que hace 45 años que tiene una ferretería en el mismo lugar y vende los mismos tornillos y ha logrado algún grado de felicidad en su vida, es una persona que ha profundizado su existencia mucho más que, digamos, Justin Bieber, que vive arriba de un avión probando drogas de distintos países. Tengo una mirada bastante despectiva sobre los grandes héroes; el heroísmo es un escape para no afrontar los dilemas existenciales de nuestra vida cotidiana, que es donde se desarrolla. Uno de los planos que más me gustan del cine de los últimos años es uno de The Hurt Locker, la película de Kathryn Bigelow sobre el tipo que desarma bombas. El tipo vuelve de desarmar bombas en Irak, y en su casa lo mandan a comprar pañales, y hay un plano del supermercado en el que el tipo se vuelve loco, con 500 pañales para elegir. El tipo prefiere desarmar bombas a tener que elegir pañales.”
¿Estar en la industria del cine te volvió más complicado mantenerte conectado con el mundo real que buscás contar en tus películas?
–No se me hace complicado mantenerme en el mundo real porque el otro mundo me aburre y también porque ya sé que es un malentendido. Cuando me invitan a un festival y estoy alojado en un hotel cinco estrellas del que no podría pagar ni la bata si me la robo y me va a buscar en un Audi un señor que me dice “Mister Burman”, sé que al otro día se termina. En un festival hay diez habitaciones en las que te dicen Mister algo, pero después te vas y ya está. El mundo real es cuando llego acá y hay que pagar las expensas y a los chicos no los llevo al dentista hace mucho y tienen los caninos amarillos, y todo eso, y yo estoy muy feliz de que sea así. Feliz de no haberme quedado engañado en un malentendido.
La segunda parte de la película, que narra la evolución de la relación entre los dos abandonados (Francella y Estévez) y la investigación que emprenden juntos, descansa mucho más en la química entre sus dos protagonistas. Si la carrera de Burman traza un arco que va desde una ópera prima más que interesante pero decididamente rara (y hasta críptica) como Un crisantemo estalla en Cincoesquinas, seguida de lo que todavía era un fenómeno ligado al Nuevo Cine Argentino que despuntaba (la proyección de Esperando al mesías fue uno de los eventos del Bafici correspondiente) con los años se fue afirmando en un cine muy personal pero de vocación masiva, recorrido que probablemente alcance su pico ahora, con su asociación con Francella, quien es, junto con Darín, el único actor argentino capaz de garantizar un éxito de boletería. “Fue con Esperando al Mesías que empecé a darme cuenta de que había una sensación intransmisible mucho más linda que el regocijo narcisista de entender yo lo que no entendía nadie –cuenta Burman–, que es cuando ves que alguien se emociona o se divierte, que modifica su físico, tiene esos espasmos que implican el esbozo de una sonrisa, por algo que está viendo en una pantalla. Es algo que lo ves por primera vez y ya no podés volver atrás. Cuando una señora me para y me dice que Dos hermanos le dio ganas de llamar a su hermano que hace 30 años que no ve, siento algo tremendo. La discusión sobre qué es el cine no tiene ningún sentido. Una película tiene que generar una emoción, una reflexión, lo que sea, pero tiene que conectarse con algo: algunas películas mías conectaron y otras no, y cuando no, me pareció una cagada. Esto por supuesto no significa que cada película que hacés le tiene que gustar a todo el mundo. Pero ahora, cuando se estrene la nueva película, quiero entrar a la sala y ver la película en la cara de la gente, ver si se emociona como yo, si me puedo conectar físicamente con la gente. Cuando pasa, pensás: yo quería hacer esto para hacer eso.”
El casting de El misterio de la felicidad contiene –además de una muy divertida participación secundaria de Alejandro Awada como un detective armenio retirado– otros dos debuts en la filmografía de Burman: uno es el de Inés Estévez, que sale por primera vez en años de su autoimpuesto retiro artístico; y el otro el de Silvina Escudero, en un papel breve pero esencial de una masajista, que a pesar de su carácter sexual funciona un poco contra expectativas: “Hice un casting larguísimo y no encontraba la actriz justa, porque era muy delicado el límite sobre el que corría el personaje; fue mi mujer quien me dijo: ‘¿Y qué tal Silvina Escudero?’. Vino con un jean y una remera e hizo una escena de cinco páginas a la perfección. ¿Y ahora qué hacemos? ¡Es Silvina Escudero! Una mujer de un profesionalismo y una disciplina que creo que tiene que ver con su formación en el ballet, y con un manejo de la voz muy interesante –mis amigos me cargan, me dicen: ‘Sí, lo que te más te gusta de ella es la voz’–, pero es algo que en el cine tiene mucha importancia”.
El misterio de la felicidad se estrena el jueves que viene, y ¿qué sigue? “No quiero hacer nada por un tiempo –dice Burman–. Estoy trabajando, no es que me tomo un año sabático, como dicen las modelos, pero me gustaría no dirigir por un tiempo.” Aparecen en este comentario los imperativos económicos, y de vuelta el tema de sus películas: la vida cotidiana, las obligaciones y responsabilidades, trabajo y familia. Hace unos años, en especial justo después de ganar el Oso de Oro en Berlín por El abrazo partido, le surgieron algunas ofertas para trabajar en otros países, con presupuestos más grandes y ganancias potencialmente mayores. Cada tanto vuelven a aparecer oportunidades, dice. “Pero son proyectos que implicarían un trastorno tan grande de mi vida cotidiana y de mi familia que ninguna contraprestación lo justificaría. Yo no podría trabajar en un lugar en el que tengo que cambiar a mis hijos de sistema escolar, y desayunar huevos con panceta, creo que terminaría vomitando todos los días. No podría. Estoy muy anclado en mi cotidiano y cuando viajo, contra el mito del artista que viaja con su Moleskine y hace sus anotaciones creativas, no puedo ni mandar un email. Por otro lado, no tengo la necesidad de exiliarme económicamente. Tengo el privilegio de estar en un país donde puedo vivir con mi familia de lo que me gusta, y más que esto no hay. ¿Por qué me voy a rajar?”
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