ARTE La gran escultura de Luciana Lamothe que se puede ver y recorrer en el Mamba, llamada Contacto, es un esqueleto industrial, un andamiaje, una maraña de líneas y puntos que tejen formas complejas. Como casi todas las obras de Lamothe, demanda una acción: en este caso, ser transitada. Y, al hacerlo, el movimiento que se provoca, el efecto ondulatorio en el espacio que disparan los cuerpos, ocasiona una noción de integración público-industrial que se remonta a las nociones vanguardistas del constructivismo.
› Por Sofía Dourron
Para acceder a la última obra de Luciana Lamothe hay que esperar detrás de una cuerda a que el guardia de sala autorice el paso hacia el gran andamio que se asoma al lado de la escalera de la planta baja del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, y descender por ese espacio negativo hasta el segundo subsuelo del edificio. La situación es un tanto precaria, la soguita descolorida restringe el acceso a la estructura de aspecto industrial cuya estabilidad es, cuanto menos, dudosa. En la cola se respira un aire similar al de los últimos años de Interama, cuando la excitación de subir al Aconcagua, la montaña rusa más alta y rápida de Latinoamérica hasta 2004, todavía velaba la turbadora visión de máquinas herrumbrosas al borde del desmantelamiento. Contacto, así se titula la obra, es un esqueleto industrial en su momento más orgánico, un conductor de energía en movimiento, un espejismo de trampa mortal reverberante, es, ante todo, una maraña de líneas y nudos que se entretejen creando formas complejas, a la cual se accede a través de una escalera que lleva a una plataforma de fenólico activada con cada paso del espectador. A diferencia del mítico parque de diversiones, la obra no ostenta grandes peligros, nada se va a descarrilar y nadie va a quedar suspendido en el aire si algo sale mal. El único accidente posible parece ser que los caños de acero que la componen se desplomen sobre el piso como un juego de palitos chinos gigantes, causando una catástrofe institucional irreparable.
La obra de Lamothe se ha caracterizado durante años por un funcionalismo descarado, en el cual las herramientas son protagonistas, la acción imprescindible y el autor, un misterio. A fines de los ’90, recién salida de la Prilidiano Pueyrredón, donde se especializó en escultura, exploró disciplinas como el grabado, arremetiendo a pisotones contra planchas de cartón apoyadas en la vereda de su taller, logrando gofrados de formas abstractas. Hete aquí el germen de la actitud terrorista que atravesaría toda su obra, desde el registro de pequeñas acciones vandálicas como desarmar una silla en una oficina y dejar el arma del delito en la escena del crimen, hasta enormes dispositivos para la destrucción iconoclasta del espacio expositivo. Las acciones y esculturas de Lamothe ponen de manifiesto su intencionalidad sin ningún tipo de inhibición. La acción se documenta o es librada a la voluntad del visitante, que puede o no activar la herramienta, ya sea para colaborar en la destrucción de la sala o para poder ingresar al espacio cuya entrada ha sido bloqueada por una escultura-dispositivo que debe ser desmantelada con las herramientas provistas por la artista. La acción es indispensable y es en ese par acción-herramienta en el cual la obra cobra su mayor dimensión y cumple su imperativo de tono modernista: la forma sigue siempre a la función. Esto no es ninguna novedad, el viejo credo del arquitecto Louis Sullivan, más una pizca de fechoría, sigue siendo funcional a las obras de Lamothe a pesar de haber cumplido más de medio siglo.
Existen en el mercado de la construcción diferentes tipos de andamios; el más común, el que solemos ver en las obras que pueblan la ciudad, es una estructura desmontable de caños de acero unidos en sus extremos para lograr la altura y extensión deseadas, que resultan en abstracciones geométricas sobre fondos urbanos a medio construir. Sirven para que los obreros puedan acceder cómodamente a lugares inaccesibles de la obra, o como ingreso para toneladas de cemento y arena, vigas y cosas por estilo, a veces, incluso, actúan de sostén provisorio de futuros edificios. Los andamios son, sin duda, el epítome del funcionalismo, una herramienta que se descubre transparente a los ojos del observador, un esqueleto desnudo de todo adorno y siempre, o casi siempre, confiable.
En Contacto, la función parece haber comenzado a perder protagonismo. La gran escultura-herramienta no lleva a ningún lado ni sirve a ningún propósito constructivo/destructivo en particular, no es sostén ni transporte, a simple vista no hay mecanismos de activación, tampoco herramientas a mano para desmantelarla, o, para el caso, razón alguna para hacerlo. Aun así, la obra demanda necesariamente una acción: ser transitada. La única herramienta disponible para ejecutar esta acción es el propio cuerpo del espectador, que debe aventurarse por la endeble pasarela de fenólico, originando a cada paso una ola de movimiento que aumentará a medida que alcance los extremos de la estructura y se propagará en el espacio vacío a su alrededor, generando un efecto ondulatorio tipo “piedrita en el estanque” hasta llegar a todas las esquinas del museo. La necesidad de funcionalidad que antes recaía enteramente en el objeto se traslada sin escalas al entorno que lo contiene. Traslado que se vehiculiza a través de una trinidad que nada tiene de espiritual: escultura-cuerpo-espacio. La continuidad que encarnan los tres elementos que componen la obra, tríada austera si las hay, resulta en una dimensión temporal, siempre latente y a punto de explotar, pero que ahora se actualiza en su punto de máxima tensión. Una temporalidad colectiva, cuya duración dependerá enteramente de la circulación de visitantes que mantendrán activa la operación vibratoria, la cual alcanzó su momento más crítico con la performance músico-industrial de Luciana Paglia que hizo temblar el edificio entero.
Lamothe incorpora aquí el cuerpo ajeno como herramienta autónoma, que se activa a sí misma sin necesidad de un tercero, y sin consulta previa lo exhibe como tal. El andamio funciona, no sólo como conductor del contacto y el movimiento sino que hace a la vez de dispositivo de exposición del cuerpo en acción, y es sólo en ese acto de exposición que se manifiesta la verdadera funcionalidad de la obra como sistema articulado. Sistema en el cual cada parte tiene una función de integración y mantenimiento del equilibrio: el cuerpo activa el dispositivo, el dispositivo manifiesta su inercia, la inercia se propaga por el espacio. Teniendo en cuenta que dicho espacio es un museo público que comenzó en el mes de octubre un proceso de reactualización con cambio de firma y staff renovado, “integración” deviene palabra clave. Frente a un historial de intervenciones en las que la herramienta operaba sobre su objeto-víctima para modificarlo, dañarlo, desarmarlo, atarlo, despintarlo o destruirlo, el acto esencial de integración público-industrial se remonta a nociones vanguardistas del constructivismo y sus varias derivaciones en forma de manifiesto. Un Tatlin institucional y depurado de utopías, pero siempre de voluntad integradora, en su versión 2.0.
El purismo industrial de Contacto, sus líneas nítidas y el resplandor de las aristas de acero bajo las luces del museo avanzan sobre una idea particular de militancia: la militancia como persistencia, persistencia de los materiales y de un método. Es en esa militancia en la cual se constituye el lenguaje de Lamothe, sus geometrías funcionales, construcciones alteradas, materiales accesibles, todo sostenido en un precario equilibrio que promete no desplomarse bajo nuestros pies, aunque no por ello inspire más confianza. La destrucción parece haber alcanzado sus límites una vez recorrido el camino que fue desde el levantamiento de la vereda de una galería hasta el intento de demolición de las paredes de otra. Lo que persiste por debajo de la nueva faceta de un proyecto que insiste en investigar la efectividad de los medios disponibles es una dinámica de los elementos. La tríada herramienta-uso-función, propuesta por Leandro Tartaglia y Pablo Accinelli en su libro Actividad de Uso, parece imposible de desmantelar. Y mientras las herramientas se aferran con tenacidad a la obra de Lamothe, Lamothe desanda serena el camino del vandalismo y se traviste, como una valiente Jayne County, de hacker post-industrial a propulsora de una ingeniería social en construcción.
Contacto se puede visitar hasta el 26 de enero
Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
Av. San Juan 350
De martes a viernes, de 11 a 19; sábado,
domingo y feriados, de 11 a 20
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