Dom 09.02.2014
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ENTREVISTA Conocido como “el geógrafo más famoso del mundo”, Jared Diamond es un poco más que eso: este especialista en ornitología, ecologista, antropólogo, explorador es, además, uno de los autores de divulgación científica más populares y consistentes del momento. En 1997 ganó el Pulitzer con Armas, gérmenes y acero, y ahora acaba de editarse en Argentina su último libro, El mundo hasta ayer, donde a partir del estudio de las sociedades tradicionales –especialmente las tribus nativas de Nueva Guinea– se pregunta, sin romantizar y con gran sentido práctico, cuáles de las prácticas de esos pueblos podrían adoptar las sociedades occidentales para beneficiarse, adaptarse mejor, incluso ser más felices y saludables.

› Por Soledad Barruti

Es difícil definir a Jared Diamond. Un hombre que se pasó su vida haciendo intensamente algo mientras hacía otra cosa. Un iceberg de profundidades transparentes. Un explorador que atraviesa en su exploración el tiempo y la historia mientras camina por este mundo concreto y presente. Doctor en Fisiología, profesor de geografía, conservacionista, políglota, antropólogo, estudioso de los pájaros y autor de libros inmensos que rastrean preguntas fundamentales: ¿Por qué las sociedades del mundo tomaron formas tan diferentes? ¿A qué se debe que haya poblaciones con tanto y otras con tan poco? Si colapsaron los más poderosos imperios, ¿podrían hoy colapsar otros como Estados Unidos? ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales que todavía están entre nosotros? Diamond responde todas esas preguntas con estudios arriesgados y polémicos que explican a la humanidad como un todo, con capacidades, preocupaciones y desafíos similares que bifurcan sus destinos por situaciones geográficas. “Si uno tuviera que hacerle sólo dos preguntas a una persona para conocerla y esa persona pudiera responder sólo con una palabra, las preguntas deberían ser dónde nació y cuándo.” La geografía es, para Diamond, lo que explica el devenir de la historia, el destino; lo que de algún modo marca la suerte de cada pueblo. Quienes tuvieron la fortuna de nacer en suelos fértiles y pudieron desarrollar la agricultura y domesticar animales, y quienes no. Quienes pudieron ahorrarse el tiempo de salir a buscar comida y, asentados, empezaron a usar sus horas en otras cosas, como hacerse preguntas. Quienes en ese camino de crecimiento civilizatorio despertaron en el mundo una forma de poder impensable traducida en artes, pirámides, religiones y enfermedades nuevas (en Armas, gérmenes y acero –libro que le valió el Pulitzer–, Diamond muestra cómo los conquistadores europeos que llegaron a América se valieron sin querer de gérmenes que surgieron tras la cría de algunos animales para liquidar a los nativos con epidemias ante las que ellos estaban inmunizados). Y, finalmente, quienes en apariencia viven bien porque son más ricos, no pasan hambre y tienen una esperanza de vida alta, pero perdieron la pista ante los asuntos más básicos: cómo criar chicos seguros de sí mismos, prevenir peligros cotidianos o comer lo suficiente pero no hasta reventar.

Nacido en Boston en 1937, Diamond fue un chico de la Segunda Guerra Mundial con dos mapas en la pared de su habitación –uno del Pacífico y uno de Europa– donde su padre iba marcando con pins cómo se movían las batallas: “Crecer así –dice– fue crecer con la historia y la geografía mirándome a la cara”. Eso y una hermana menor a la que siempre tenía que andar explicándole el mundo fueron trazando ese espíritu raro de buscador empedernido.

Diamond aprendió idiomas (sabe doce, como alemán, ruso, indonesio y tok pisin, una de las lenguas de Nueva Guinea), estudió ciencias, se instaló en Europa y un día empezó un trabajo de laboratorio para investigar mecanismos de células y membranas.

Así estaba a los 27 años, seguro de que la ciencia era lo suyo pero también de que quería algo más. Y ese algo más lo llevó a Nueva Guinea y a otras islas del Pacífico, donde desembarcó para estudiar pájaros, sin saber que sería en ese viaje donde todo empezaría a tomar forma. “Nueva Guinea desafió mi vida. Abrió mi mirada, tuvo un gran efecto sobre mi perspectiva. Las personas de Nueva Guinea eran entonces conocidas como primitivos: tradicionalmente no tenían herramientas de acero sino de piedra, no tenían escritura, no tenían reyes ni jefes, y usaban poca ropa.”

Diamond volvió a Nueva Guinea veintisiete veces y, si bien al comienzo no tenía un objetivo claro para sus viajes más allá del estudio de pájaros, el recorrido, la convivencia y la amistad con los nativos lo llevaron a desarrollar una gran carrera académica basada en el entendimiento y la comprensión de ese universo que se le iba abriendo con los años y a escribir seis libros, el último de los cuales acaba de ser publicado en Argentina con un título hermoso: El mundo hasta ayer.

El mundo hasta ayer no es una lectura romántica sobre pueblos nativos ni habla de un tiempo pasado que fue mejor: es más bien un relato objetivo y práctico (por momentos un poco árido) sobre cómo distintas tribus resuelven o no sus conflictos, por qué pelean, a qué le temen y cómo se mueven frente a los peligros cotidianos, qué comercian y qué poseen, cómo crían a sus hijos, cómo tratan a sus ancianos, en qué creen, cuántas lenguas hablan, qué comen. Y todo eso en contraposición con nosotros: la gran sociedad occidental con sus logros y sus infortunios. “¿Por qué estudiar a las sociedades tradicionales?”, se pregunta Diamond al comienzo del libro y, si bien la respuesta se despliega a lo largo de casi 600 páginas, puede intuirse desde el comienzo: “En ciertos aspectos los seres modernos somos inadaptados; nuestro cuerpo y nuestras prácticas actualmente afrontan condiciones distintas de aquellas con las que evolucionaron y a las cuales se adaptaron (...) Tal vez si adoptáramos selectivamente algunas de las prácticas tradicionales podríamos beneficiarnos. Algunos ya lo hacemos, lo cual aporta ventajas demostradas a nuestra salud y felicidad”.

Pero ¿cree que se pueden incorporar conductas de las sociedades tradicionales sin adoptar toda la cosmovisión que lo encuadra?

–Sí. Cuando mi mujer y yo estábamos criando a nuestros mellizos, por ejemplo, aplicamos muchas de las lecciones que aprendimos de observar los modos de crianza que practicaban en Nueva Guinea. Por ejemplo, dejamos que nuestros hijos tomaran sus propias decisiones con libertad.

Si bien para un miembro de una tribu de Nueva Guinea que un chico tome una decisión puede llegar al extremo de que juegue con un machete o que se acerque al fuego hasta quemarse, Diamond se declara, en El mundo hasta ayer, admirador de la seguridad, desenvoltura e inteligencia que tienen los chicos tribales con respecto a los norteamericanos y asegura que no hace falta más que cambiar pequeños hábitos para generar grandes diferencias. “Los americanos suelen llevar a sus hijos en cochecitos donde pasean en posición horizontal o en mochilas donde la posición es vertical mirando hacia atrás y no hacia donde miran sus padres. Las sociedades tradicionales, en cambio, llevan a sus bebés siempre en posición vertical pero mirando hacia adelante. Eso contribuye a forjar su seguridad y a un más rápido desarrollo neuromuscular. Ese es tan sólo un ejemplo de muchos otros que se pueden incorporar fácilmente”, dice, aunque luego nada es ni por asomo tan sencillo.

Diamond va de lo más concreto a los grandes temas y viceversa, para mostrarnos que las personas somos tan distintas como iguales, o más iguales que distintos, aunque todo se dirime en las posibilidades que dicta la suerte.

¿Qué es lo que más admira de ambas sociedades?

–Lo que más admiro de las sociedades tradicionales es la riqueza de sus relaciones sociales. Lo que más admiro de las sociedades modernas es la seguridad física que tenemos ante los desafíos que asolaban a las sociedades tradicionales, como las hambrunas o el ataque de leones. También me gusta que tenemos oportunidad de viajar. Por ejemplo, uno de mis hijos pasa un semestre de la universidad en Argentina; hace 500 años un nativo norteamericano de California no podría haber visitado Argentina, ni siquiera otras zonas de Estados Unidos como Arizona o Florida.

En el día a día las sociedades modernas no se muestran muy satisfechas con sus vidas, ¿pasa eso también con las tradicionales?

–Las personas en Nueva Guinea y las personas en Estados Unidos experimentan insatisfacción, pero por cuestiones diferentes. En Nueva Guinea la insatisfacción tiene que ver con sentirse hambriento o con sufrir la muerte de sus niños. Los norteamericanos, a su vez, experimentan insatisfacción por la soledad o la frustración sexual.

Da la impresión de que seguimos girando en el mismo marco emocional hoy como hace miles de años. ¿Es ahí donde el mundo que éramos hasta ayer sigue entre nosotros?

–Es que las sociedades tradicionales del pasado eran seres humanos como noso-tros, con nuestras mismas preocupaciones. Por eso sigue resultándonos movilizante la literatura de hace tres mil años como La Ilíada y La Odisea: porque esos poemas hablan de personas como noso-tros. Cuando vemos las pinturas en las cavernas de Lascaux y Altamira en Francia y España, que fueron hechas hace aproximadamente 20 mil años, también las encontramos movilizantes porque fueron creadas por personas como nosotros. Los seres humanos modernos han existido por 50 mil años, y desde entonces hemos estado compartiendo preocupaciones como la comida, la salud, el peligro, los niños, los ancianos y la religión. Es por eso que encuentro –y espero que a los lectores también les suceda– a las sociedades tradicionales tan fascinantes: porque las personas de esas sociedades son como nosotros mental y emocionalmente, sólo que en distintas circunstancias.

En su libro muestra que las tribus son más espontáneas para enfrentar sus impulsos violentos, lo que les genera enfrentamientos permanentes, sin embargo en la actualidad refrenar esos impulsos no es del todo exitoso. ¿Hay algún modo de canalizar la violencia que no estamos atendiendo?

–Es un gran avance que los estados refrenen nuestros impulsos violentos: en nuestro caso la policía nos arresta si los expresamos. En las tribus, en cambio, no hay policía y los impulsos violentos son más frecuentes. Pero cuando las sociedades tribales quieren resolver sus disputas hacen énfasis en la emocionalidad y lo importante de la reconciliación entre las partes. En cambio, cualquiera que haya tenido el infortunio de verse envuelto en un conflicto que haya terminado en el sistema legal sabe que en una Corte frente a un juez no importa la reconciliación, sólo importa lo que está bien y lo que está mal.

En su libro queda muy bien expuesto cómo uno de nuestros talones de Aquiles es una de nuestras principales ventajas: la facilidad de obtener alimentos...

–La seguridad alimentaria que proviene de nuestro sistema de producción de alimentos y la capacidad de brindar comida en abundancia es una de las ventajas de las sociedades modernas. Del otro lado, la poca disponibilidad es una desventaja en las sociedades tradicionales. Nuestro desafío debería ser poder disfrutar de las ventajas de la abundancia sin generar desventajas. Y hay métodos para eso: prohibir el uso de antibióticos en la cría de animales, cultivar más árboles, desarrollar una agricultura sostenible y comer de un modo más saludable: con menos sal, azúcar y alimentos procesados con carbohidratos y más frutas y verduras, más fibra.

¿Les ha acercado a sus amigos de Nueva Guinea algo que pueden utilizar o aprender de nuestras sociedades modernas?

–Ellos están deseosos de incorporar mucho de nuestro conocimiento. Al finalizar mi primer viaje a Nueva Guinea, cuando le pagué a un hombre que había estado trabajando conmigo en mi estudio sobre los pájaros, le pregunté qué pensaban hacer con el salario. Yo pensé: en su respuesta voy a descubrir qué es lo que consideran es lo más valioso que nuestra sociedad tiene para ofrecerles. Y, para mi sorpresa, me respondió: ¡un paraguas! Al comienzo pensé: ¿Es eso lo más valioso que los estadounidenses tenemos para ofrecer? Y después me di cuenta de que el promedio de lluvias allí es de diez metros por año. En esas condiciones, un paraguas es una bendición de la sociedad occidental.

¿Qué es lo que más extraña de Nueva Guinea ahora que no visita el lugar tan frecuentemente?

–La belleza, la intensidad y el interés constante que tienen allí. Una vez que uno ha estado en Nueva Guinea el resto del mundo resulta aburrido. Hay pocas cosas aburridas en Nueva Guinea. Tal vez lo más aburrido sea la comida: el 90 por ciento de lo que comen es batata y la preparan hervida, asada, frita, hervida, asada, frita, y así. Pero también hay otras cosas: jugo de coco fresco, y una fruta olorosa llamada durian; huele tan fuerte que cuando tengo la oportunidad de conseguir algún durian importado en Estados Unidos, mi mujer me pide que la coma afuera de la casa.

¿Qué perderíamos si las sociedades tradicionales que subsisten terminaran deglutidas por la modernidad?

–Perderíamos 50 mil años de experiencia: cientos de lenguas, literatura, arte y los resultados de miles de experimentos naturales que nos sirven para resolver problemas fundamentales.

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