DESPEDIDAS LA MUERTE DE PHILIP SEYMOUR HOFFMAN, EL HOMBRE QUE FUE TRUMAN CAPOTE
› Por Mercedes Halfon
Hace exactamente una semana la noticia de la muerte de Philip Seymour Hoffman recorrió el mundo, tan rápido como suelen correr las malas noticias. Y los diarios y las revistas y las redes sociales contaron, junto con los algo morbosos detalles del suceso –una sobredosis en una casa con heroína en todos los cajones, una rehabilitación fallida, probablemente una depresión profunda–, el impacto y una tristeza rotunda. Actores que trabajaron con él, directores o simplemente espectadores que siguieron su carrera en la pantalla grande durante casi dos décadas tuvieron algo que decir para despedir a este actor inmenso que murió con sólo 46 años. De domingo a domingo, la noticia de la muerte de PSH sigue causando tristeza y va a seguir causándola cada vez que se estrene una nueva película de la industria norteamericana en la que él no esté para salvar o poner las papas precisamente en el fuego, para darle algo de intensidad a un mundo de imágenes que cada vez parece estar más lejos de este mundo y las cosas que les importan a las personas que viven en él.
La última película que se vio aquí de PSH fue en noviembre pasado, En llamas, la segunda parte de la distópica saga para adolescentes Los juegos del hambre. Y ahí era Plutarco Heavensbee, la mano derecha del dictador Snow, el encargado de digitar la parafernalia visual de esos escalofriantes juegos-reality; pero su personaje tenía un misterio, un doblez, que ningún dato fehaciente confirmaba, pero que aun así podíamos conjeturar, porque él no podría haber sido un malo vulgar, un servil y chato burócrata de los medios masivos y lo sabemos porque su sola presencia en la película parecía decirlo: con una media sonrisa ya estaba densificando el clima y desbaratando los maniqueísmos de la historia.
Y así ha sido siempre. En el arco que va de ésta, la última, a su primera película. En verdad, no la que inicia su trabajo en el cine, sino la primera en la que este chico rubión de mirada perversa y algunos kilos de más, que ya tenía treinta años y un interesante recorrido en teatro off, llamó la atención del llamado gran público. Nos referimos al personaje de Scottie, el inseguro, algo ridículo y tierno gay de Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson. En esa despampanante y shakespereana parábola sobre la industria del porno cinematográfico, él aportaba un poco de fealdad y torpeza, con un ser borroneado y sufriente, que contrarrestaba el glamour altísimo y el lookeo ostentoso que reinaba en el resto de los personajes. Siempre tendremos la escena en la que con la excusa de mostrar su flamante auto deportivo intenta besar al protagonista –el bello y dotado Eddie, émulo de John Holmes– y termina llorando avergonzado y solo, golpeándose la cabeza contra el volante y repitiendo como un autómata fucking idiot, fucking idiot, fucking idiot.
Vamos a estar realmente muy tristes porque con él también se va la hipótesis de un recambio, una nueva camada de actores de carácter que podía aparecer en el cine norteamericano. Algo que no necesariamente querría decir actores de “carácter fuerte” o “mucho carácter”, sino la idea de que las personalidades y texturas interpretativas podrían haber sido algo mucho más amplio, melancólico o vigoroso o desagradable o conmovedor, tímido o contradictorio, pero algo definitivamente no plastificado como cada vez más es en Hollywood la actuación. Una esperanza que tuvo que ver con la emergencia de actores como John C. Reilly, William H. Macy, Steve Buscemi, pero fundamentalmente PSH, que aparecieron en la mitad de los ‘90 de la mano de directores independientes, como los hermanos Cohen, o el mencionado P. T. Anderson, o Todd Solondz. Todos realizadores con los que PSH trabajó en películas de culto como El gran Lebowski –donde fue un ridículo obsecuente mayordomo del millonario invisible– o Happiness –donde fue un oscuro oficinista de día, acosador sexual telefónico de noche– o Magnolia –donde era el triste enfermero de un moribundo–. Bueno, todo esto, el recambio así tal cual, no pasó.
Pero es injusto afirmar que esa esperanza se frustró por completo, porque Philip sí llegó a ocupar el centro de la pantalla, luego de haber estado inquietando, tirando flechas envenenadas o resbalosas desde la periferia. Con ese aspecto suyo tan corriente, tan como cualquier norteamericano promedio, con algun antepasado vikingo tal vez, después de decenas de secundarios de luxe, consiguió esos protagónicos de personajes anómalos, seres enigmáticos, ambiguos o extravagantes. En primer lugar con su interpretación exhaustiva, excesiva, genial, de Truman Capote en el film homónimo que le valió el Oscar a Mejor actor, nominación que compartió con otros dos actores verdaderos y de corazón enorme como Heath Ledger y Joaquin Phoenix. Y luego su increíble construcción de Lancaster Dodd, el carismático y oscuro líder de un movimiento filosófico en los ‘50, en The Master.
No va a haber más películas con Philip Seymour Hoffman, aunque quedan por estrenarse aún algunas hechas con anterioridad, incluso el nuevo episodio de la mencionada saga Los juegos del hambre, que mitigará un poco la falta, la tristeza enorme, pero la respuesta a qué podría haber hecho después quedará latiendo, o podrá buscarse en lo que ya hizo, en eso que ya forma parte de la historia del cine.
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