CUESTIÓN DE PESO
Dentro de diez días se estrena Dallas Buyers Club, la película que con el correr de los premios y las nominaciones puso inesperadamente en escena los cuerpos del sida de los ’80, aquí encarnados en las brillantes actuaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto. La película cuenta la historia real de Ron Woodroof, un electricista y cowboy texano que en 1985, cuando fue diagnosticado con VIH-sida, decidió proveerse por sí mismo de los medicamentos que el Estado le negaba y creó una red clandestina de tráfico de drogas. Su vida fue llevada a un guión que permaneció veinte años sin conseguir financiamiento ni mayor entusiasmo de los estudios. Hasta que en 2012, la confluencia de los actores con el director Jean-Marc Valleé logró plasmar el film en apenas 25 días y con un más que acotado presupuesto. Ahora es el turno de los Oscar, las polémicas y la reflexión política sobre por qué se están revisitando los años más duros de la epidemia en los Estados Unidos.
› Por Mariana Enriquez
El nombre de Ron Woodroof apareció por primera vez en un medio en agosto de 1992. Fue la nota de tapa de la revista Dallas Life en un artículo firmado por el periodista Bill Minutaglio. El título, “Comprando tiempo”, daba una idea vaga del contenido: se trataba de la historia de Woodroof, un electricista de profesión y cowboy de rodeo de hobby que, después de ser diagnosticado con VIH-sida en 1986, decidió contrabandear drogas no aprobadas por la FDA (Food and Drugs Administration, el organismo que autoriza el lanzamiento al mercado de alimentos y medicación en EE.UU.) y venderlas a todos los enfermos que quisieran experimentar para intentar paliar sus síntomas y sobrevivir más tiempo. Hay que recordar brevemente el contexto: a fines de los años ’80, la única droga aprobada para los enfermos de sida era el AZT y durante años ni siquiera eso, porque sólo accedían quienes ingresaban a los protocolos y a las pruebas de efectividad. Cuando finalmente llegó al mercado fue la droga más cara de la historia: el tratamiento costaba 10.000 dólares al año. Sencillamente, no había otra droga disponible y pocos podían pagarla. La gente se moría, incluso los que podían comprar AZT porque, con frecuencia, resultaba una droga demasiado tóxica para sistemas inmunológicos arrasados. La gente estaba desesperada y dispuesta a probar cualquier cosa. Ron Woodroof, en Dallas, Texas, se decidió a tomar el toro por las astas y primero incursionó en el mercado ilegal de México; con el tiempo, cuando fundó su club, el Dallas Buyers Club, en 1988, empezó a traer drogas del mundo entero. La nota cuenta de sus viajes a Japón en busca de Interferón, por ejemplo; de cómo se disfrazaba de cura para cruzar la frontera mexicana –lo hizo 300 veces–, de cómo planeaba un viaje a Dinamarca. ¿Con qué dinero? El de los miembros del Club: la membresía les pagaba todas las medicaciones que quisieran y también pagaba los viajes de Ron.
La nota, muy larga, hablaba también de otros clubes: había, en ese momento, al menos nueve clubes grandes funcionando en el país. Pero ninguno, decía la nota, era tan agresivo y arriesgado como el de Dallas. Ninguno tenía, en fin, a Ron Woodroof. En la nota, el cowboy electricista aparece con su Lincoln Continental en Nuevo Laredo, con 500.000 pastillas en el baúl, tomando tequila; aparece a las puteadas y de novio con una chica; afirma que ingresó al país 112 químicos no aprobados, putea contra el AZT y la FDA y hasta grita: “¡Me dicen que nos movemos demasiado rápido, que algunas de las drogas que ofrecemos son muy tóxicas. Yo digo que no se me ocurre algo más tóxico que el VIH”. Su club es descripto como “el más salvaje, el menos conservador, el más alejado de las instituciones y los servicios sociales, el que tiene una actitud pirata”.
Ron Woodroof murió un mes después de la publicación de este artículo que lo sacó del underground: el 12 de septiembre de 1992, a los 42 años. Su historia, una mezcla explosiva de hombre que se hizo a sí mismo gangster y contrabandista y enfermo terminal y activista y aventurero tenía algo de Lejano Oeste, algo del espíritu individualista tan caro a la sensibilidad estadounidense y era, además, un capítulo en la tortuosa historia del sida bastante increíble y decididamente anómalo. Tanto que captó la atención de Craig Borten, un joven aspirante a cineasta que se fue de Los Angeles a Texas a conocerlo cuando leyó el artículo. Woodroof estaba muy enfermo: Borten lo grabó en una cinta de audio y descubrió que además de ser una especie de héroe, el hombre era homofóbico, egoísta, brutal. “Era un personaje enigmático: nunca se sacó su sombrero de cowboy, y era muy crudo para hablar de mujeres, sexo, y sida”. Woodroof murió; Borten escribió un guión sobre su historia y lo llamó Dallas Buyers Club. Y más de un año después, en diciembre de 1993, Hollywood estrenaba su primera película sobre el VIH-sida, Filadelfia, de Jonathan Demme, con Tom Hanks y Denzel Washington; una película importante, contemporánea a la epidemia, pero distante en todo sentido del submundo de Woodroof y los clubes de drogas ilegales, tema del que apenas se hablaba.
El guión de Borten, mientras tanto, se convertía en una leyenda de Hollywood. Pasó de todo. Ryan Gosling mostró un interés pasajero; Dennis Hopper quiso dirigirla; dos estudios se atrevieron y a último momento retiraron el dinero. Borten cuenta que la respuesta era siempre la misma: “Nos encanta el guión. Pero no podemos poner dinero en una película sobre un hombre que se muere de sida. Y sí, Filadelfia fue un éxito, pero el protagonista era una delicia de persona, no un delincuente cínico y heterosexual que se la pasa insultando a la gente”. Borten, sin embargo, entendía: “Yo les vendía la película así: es sobre un texano racista homofóbico con sida que trafica drogas, se hace amigo de un transexual y después los dos se mueren”. En 2002 demostraron interés el director Marc Foster y Brad Pitt –por problemas con los estudios y el guión, no funcionó–. Craig Borten, para colmo, deprimido, estaba usando drogas. Seguía insistiendo, sin embargo. Para 2005, lo que argumentaban cuando decían que no era diferente –el tema VIH-sida ya no era tabú ni complicado–; ahora, sencillamente, no resultaba relevante.
Pero en 2011 llegó la salvación de la forma más inesperada. Demostró interés Matthew McConaughey. Cierto: en 2011, McConaughey no había, todavía, compuesto ninguno de los enormes personajes que le tocaron en películas como Magic Mike, Killer Joe o Mud, no era el protagonista de la excelente serie True Detective, no se hablaba de él como el mejor actor de su generación ni como la más increíble reinvención de Hollywood: su carrera era muy despareja, se especializaba en comedias románticas y era famoso por pasear su glorioso cuerpo por la playa e ir detenido por fumar porro y tocar el bongó en su casa de Austin. Pero a Borten le pareció serio. Comprometido. Seguro de lo que quería. Y muy, muy terco. La primera idea de McConaughey era contratar a un director canadiense, Jean-Marc Valleé, que tenía credibilidad en el cine gay por C.R.A.Z.Y., una película de iniciación sobre un adolescente homosexual, y que además no conocía ni le importaban las vueltas de Hollywood. McConaughey decidió empezar a perder peso para componer a Woodroof antes de obtener el financiamiento –les faltaban dos millones de dólares–; también empezó a hablar de la película en entrevistas. Los dos millones faltantes aparecieron, finalmente, de un lugar insólito: la compañía Truth Chemical, una empresa de ¡fertilizantes!, con sede en Houston, que no tenía ganas de financiar una película sobre el VIH-sida, pero que terminó poniendo la plata porque, al fin y al cabo, Matthew McConaughey es un chico texano, muy profundamente texano. Y en el estado de la Estrella Solitaria a veces eso es suficiente.
Ahora faltaba encontrar a Rayon, la transexual amiga de Ron. El primero tentado fue Gael García Bernal, que abandonó por “motivos familiares”. Jean-Marc Valleé, el director, apenas conocía a Jared Leto: sabía que era una estrella de rock, que no actuaba hacía seis años, que estaba retirado, básicamente. Leto, que estaba de gira en Alemania, accedió a hacer una entrevista por Skype. Se pintó los labios, se puso un pulovercito rosa, puso una canción de T-Rex de fondo y, durante quince minutos, se dedicó a seducir a Valleé. El director quiso sacarlo de personaje, pero no pudo. Esa misma noche llamó a McConaughey y le dijo: “Creo que encontramos a Rayon”. A la mañana siguiente llamó a Leto y le dio el papel.
El elenco se completó con Jennifer Garner y Dennis O’Hare (de True Blood y American Horror Story, un actor abiertamente gay) como los médicos. Y también con un largo cameo del cantante de la banda Deerhunter, Bradford Cox, como el novio de Rayon. Cox está tan delgado como los protagonistas pero, en su caso, se trata de una enfermedad genética, el síndrome de Marfan, que provoca ese tipo de alteraciones físicas.
El rodaje terminó en Nueva Orleans en diciembre de 2012. Nadie sabía qué iba a pasar con Dallas Buyers Club; la historia de Ron Woodroof después de más de veinte años, se había hecho, estaba terminada.
Vivir sólo cuesta vida
Dallas Buyers Club se estrena en Argentina en diez días, con el horrible pero franco título de El club de los desahuciados. De eso se trata. Woodroof, delgadísimo y claramente enfermo, tiene un accidente de trabajo, termina en la guardia y le diagnostican vih y un conteo de nueve células T. Y un mes de vida, aproximadamente. Pasa de la negación –fiestas, drogas, “yo no soy un puto”– a la desesperación, a rogar por AZT, a perder su trailer por falta de pago y a sus amigos por desprecio y homofobia. Cuando le niegan el ingreso a los protocolos de AZT, primero Ron lo compra ilegalmente a un enfermero mexicano y, finalmente, consigue una línea para atenderse en México. De ahí a la idea de contrabandear otras drogas y de formar el club, inspirada en uno que ya existía en Nueva York, hay un paso. La búsqueda lo llevará hasta Japón, Israel y China, un derrotero que, de no haber sido real, resultaría inverosímil. Ahora bien, en Texas, el paso que le falta es el ingreso al mundo de su potencial clientela más importante: el mundo gay. Pero nadie confía en el díscolo y agresivo Ron. Entonces entra en escena Rayon, una chica transexual que conoce en el hospital. Rápidamente se hacen socios: Rayon es su llave y, de alguna manera, su secretaria, su negociadora, la mitad encantadora de este extraño matrimonio por conveniencia.
La primera parte de Dallas Buyers Club es una historia de negación, tocar fondo y, finalmente, determinación; la segunda parte, con la entrada de Rayon y el club de contrabando de drogas, es casi una buddy-movie, una película de amistad: uno ve a estos personajes, que primero se desconfían y chucean, entrar en confianza –al punto de usar la misma ropa– y después tenerse lealtad, afecto y una amistad decididamente emocionante, a pesar de la contención sentimental del director Jean-Marc Valleé que se decidió, para evitar el melodrama, por la sequedad narrativa. El tercer acto es algo más difuso, apurado, incluye el juicio de Ron Woodroof a la FDA y la oscuridad de los últimos años; es un cierre ensombrecido por la muerte. Matthew McConaughey y Jared Leto, los dos demacrados, flaquísimos, son extraordinarios: ambos están nominados al Oscar y, como ya ganaron todos los premios posibles en los últimos tres meses, es difícil que no los ganen. La actuación de McConaughey es magnífica: su Woodroof es desagradable, es gracioso, es querible, es detestable, es necio, es generoso, a veces en la misma secuencia. Es una persona incluso con toda su pose de caricatura, su acento, su sombrero. La actuación de Leto, sutil, podría haber sido una catástrofe, podría haber sido un festival de gritos y tacones, casi el molde de la composición de transexuales y travestis en Hollywood –esas actuaciones coloridas–. Pero él decidió una actuación bien secundaria, un color de fondo, fundamental pero sutil, graciosa pero no paródica, llena de dignidad.
Pero, sobre todo, Dallas Buyers Club es un drama médico y político, a pesar de que en apariencia sea una biopic que se toma muchas libertades. Es una película de época sobre un episodio casi desconocido y marginal que termina metiéndose en la gran historia por pura prepotencia –y con los premios y la sobreexposición y la repentina nominación al Oscar como mejor película, también causa polémicas encendidas, especialmente en la comunidad gay, que no la recibió con los brazos abiertos–.
Cuerpos que importan
La primera objeción a Dallas Buyers Club fue de orden general y apuntó a la pérdida de peso de los actores principales. Matthew McConaughey adelgazó 25 kilos para el papel –y el esfuerzo está al borde de lo insalubre–. Jared Leto adelgazó unos 15, pero es un actor de contextura más menuda. Los dos parecen agonizantes. Jennifer Garner, que interpreta a la doctora “cómplice” de ambos, dice en cada entrevista que ella, personalmente, estaba en contra de llevar la dieta a semejante límite, y que se lo hizo saber a sus compañeros. Muchos otros consideraron casi una afrenta este “sufrir por el arte” y algunos acusaron a los actores de calcular fríamente lo “oscarizable” de la modificación física. Lo cierto es que esta vez la cuestión funciona en los dos sentidos: sí, este compromiso gusta mucho a la Academia y, sí, tenían que estar así de flacos para estos personajes. En 1993, Tom Hanks adelgazó para Filadelfia, pero no mucho: el efecto de su cuerpo estragado se lograba con maquillaje. Era lo que se podía ver entonces: cada época tiene sus límites. Dallas Buyers Club es una película sobre los cuerpos: pinchados, inyectados, con sueros colgando, ensangrentados, agobiados por la tos y los calambres, con pitidos en los oídos, con ropa que les cuelga de tan grande, cubiertos de sarcoma de Kaposi, desfigurados. Mark S. King, periodista de The Body, uno de los principales portales de Internet especializados en información sobre VIH-sida, escribió, impresionado: “Toda la película está llena de fluidos, de lesiones dermatológicas púrpuras, de piel seca y enrojecida. Y eso es hermoso, porque así se veía el sida en 1985 y hace muchos años que no se recordaba en imágenes. Nunca antes se vio el sida así, en una película. Ninguna otra película había logrado hasta ahora capturar lo físico de la enfermedad, su horror: los adioses de cama de hospital de películas como la muy valiosa Longtime Companion de 1989 parecen romantizados en comparación”.
Otros no son tan entusiastas. Quizá el más firme en su objeción a la película sea David France, el cineasta nominado al Oscar el año pasado por Cómo sobrevivir a una plaga, el notable documental sobre Act Up y los activistas neoyorquinos de los ’80 –que incluye la historia del Buyers Club de la ciudad, llamado People With Aids Health Group–. Para France, Dallas Buyers Club hace algo “incorrecto y frustrante”. En una entrevista con The Huffington Post explica: “La historia va a recordar cómo la comunidad queer hizo cosas increíbles sobre el sida. La comunidad puso al virus de rodillas. Tomar esta historia heroica y quintaesencialmente norteamericana y dársela a otros es un error y me causa hasta celos”. También se quejó porque, dice, Dallas Buyers Club reescribe la historia: da la impresión, dice, que era imposible trabajar con la FDA y que el AZT era un veneno, dos cuestiones sumamente debatibles que Ron Woodroof tomaba como verdades. “La película, al ponerlo como un héroe, parece decir que estas cuestiones no son opinables”. Hay algo de cierto: la arrasadora actuación de McConaughey y el encanto de la Rayon de Leto provocan una empatía tal que el espectador no informado puede creer que tienen razón todo el tiempo, puede olvidar que están desesperados, que se están muriendo, que están probando, que están enojados. Hay que agregar, además, que el cine no es –no debería ser– educativo en el sentido didáctico de la palabra.
Es curioso, también, que el objetor sea David France porque es quizá su documental el que abrió la puerta de la masividad para Dallas Buyers Club. La nominación y la relativa popularidad de Cómo sobrevivir a una plaga puso aquellos años de la epidemia de vuelta en la agenda pública e hizo emerger las historias de los buyers clubs casi desconocidas para el espectador general; y, en el documental, cada imagen de los cuerpos de los enfermos parece el modelo que Jean-Marc Valleé estudió para mostrar a sus actores.
Después, por supuesto, está la queja más extendida: por qué el primer activista al que se le dedica una película es no sólo heterosexual sino homofóbico. Por qué lo interpreta un actor de apabullante virilidad como McConaughey. Por qué no se usó a un actor transexual para Rayon. Hace una semana, en una entrevista pública, una chica trans le gritó a Leto: “¡La transfobia no merece premios, no deberías haber aceptado este papel porque sos hombre!”.
La verdad: sería fantástico ver una película de ficción sobre Act Up. Y, de hecho, se verá en poquísimo tiempo: este año, Ryan Murphy, el cerebro de Glee y American Horror Story, estrenará The Normal Heart, la historia del más famoso de los activistas gays en los años de la epidemia, el neoyorquino Larry Kramer –él mismo escribe el guión para esta adaptación de su clásica obra de teatro off-Broadway–. Kramer será interpretado por el fantástico Mark Ruffallo y el elenco incluye a Julia Roberts.
¿Qué abrió esta puerta, y el debate, y la vuelta a los terribles años ’80? Quizá haya algo en el aire en este momento político de Estados Unidos que exige revisitar la epidemia. Quizá, en los años del ObamaCare y la discusión sobre la salud pública, haga falta cerrar un capítulo incompleto de la catarsis colectiva: revisar qué pasó cuando se quedó a merced de la plaga, aceptar que tal vez un sistema más solidario no hubiese detenido al virus, pero sin duda les habría evitado a muchos pacientes la soledad y el abandono.
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