Todavía conserva la camarita Rex de plástico que le pidió como regalo a su padre estando enfermo, cuando era un chico. Quizás entonces, atrapado por los paisajes de Córdoba que veía por la ventanilla del tren yendo de vacaciones, comenzó todo para Marcos Zimmerman, el fotógrafo de los paisajes argentinos y los cuerpos latinoamericanos. Además de sus experiencias y recorridos –su trabajo siempre estuvo relacionado con las distancias y los viajes– también supo convertirse en un teórico de los alcances y límites de la imagen, el punto de vista y la mirada objetiva sobre la realidad. La muestra Marcos Zimmerman 360º, que acaba de inaugurarse en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, junto a la presentación del libro antológico de Ediciones Larivière, es, más que una retrospectiva, la puesta en acto de una mirada que captura, sin perder ni la distancia ni la ternura, la tierra que habitan los desposeídos.
› Por Guillermo Saccomanno
La enredadera desborda la pared de la casa, se expande, descuelga y cubre casi, a un costado de la puerta de calle, el número de la calle Soler. La casa de Marcos Zimmerman respira tropicalismo en el patio sombreado de verde. Puede asociarse este patio selvático con un paisaje del aduanero Rousseau, pero en su frondosidad y espesura es más apropiado conectar esta vegetación con una de sus fotos mesopotámicas. Así como las plantas se ramifican y crecen, lo mismo su forma de contar y argumentar. Ideas en hechos. Y los hechos son obras. Marcos no para de tirar anécdotas veloces, pensamientos, una manera de desplegar rizomas, cada uno más rico que el anterior.
“La colimba la hice en la Marina”, cuenta Marcos, clase 50. “Ahí ya escribía poemas.” Casi nadie sabe que el fotógrafo consagrado, el teórico, escribe no sólo artículos que suelen, en su crítica, levantar polvareda. “A los veinte para mí la gran influencia era Whitman”, se justifica Marcos. Y de esa época, ilustrado con dibujos y fotos, es Los estallidos del amor, su primer poemario, al que seguirían otros dos. Los saca de un cajón de su escritorio. Tres libros cosidos a mano, entre manuscritos y tipiados, ahora sepiados por el tiempo. Más tarde me contará que cuando decidió que la expresión fotográfica no le bastaba para contar lo que quería, se anotó en las Academias Pitman para aprender a escribir a máquina. Y así Marcos tiene ahora tres novelas inéditas, está terminando la cuarta y corrigiendo un libro de cuentos de fotógrafos, que comprende historias de sus pares desde la Guerra de la Triple Alianza hasta el presente. “Cada cuento parte de una foto”, dice. “La foto es el punto de partida.” Seguro, conviene detenerse en esta frase dicha como al azar.
Para Marcos la fotografía, la expresión por la cual se lo reconoce y celebra tanto en Nueva York como en Tokio, no es un punto de llegada sino más bien el alcance de un límite, un límite que propicia una nueva partida, lo cual recuerda la máxima kafkiana: “Alcanzar un punto sin retorno, partir desde ese punto”. En sus palabras: “Cuando vi que repetía el enfoque en los paisajes, paré. Todas las artes tienen un límite. Ese es el punto que me interesa. Entonces empecé a escribir mientras fotografiaba. Y en determinado instante, a partir de una situación personal muy dura, decidí encerrarme a escribir una novela: El mordisco de las uras, esas moscas terribles que se te meten en la cabeza como el bicho en el cuento “El almohadón de plumas” de Quiroga. La fotografía, tal como la entiendo, está condicionada por la realidad, la elección del objeto y el punto de vista. En la literatura, en cambio, no hay condicionamientos y podés superar el documento. Esto lo digo al reconocerme como un reportero fotográfico frustrado, porque cuando intento serlo me sale la estética. Entonces, la literatura”, define.
Lo que sucede en Marcos no es tanto un cambio de obsesiones como una vuelta de tuerca, un pasaje de las mismas obsesiones a otra disciplina. Si bien trasunta informalidad, Marcos es un tipo riguroso no sólo en la fotografía sino en todo lo que encara, ya se trate de reflexionar sobre su arte, embarcarse en una polémica sobre el realismo versus el artificio y mandarse con la literatura. En este aspecto su paradigma de creador lo encuentra en el renacentismo: el artista múltiple, todo terreno. Leonardo, en efecto. Más acá, si se quiere, pone un ejemplo: Kurosawa. “¿Viste las pinturas de Kurosawa?”, me pregunta. Tiene un ejemplar de Kurosawa sobre una de las pilas de libros que se acumulan sobre la gran mesa baja del living de su casa. También está, en el centro, la botella de Malbec, una tabla con queso, los vasos. El vino puede aflojarle el agotamiento y la tensión por todo el día de urgencia y nerviosismo transcurrido en la imprenta.
Marcos está cerrando el prodigioso libro/catálogo que acompañará su primera retrospectiva en la sala Cronopios del Recoleta, una muestra que antologiza más de cuarenta años de labor y comprende más de doscientas obras, incluyendo “vintages” inéditos y otras contemporáneas nunca expuestas. El libro incluye textos autobiográficos e informativos, pero no es un libro más en su trayectoria: supera el mero repaso del tiempo. Tampoco la muestra es otra exposición en su carrera. Más bien, el sinceramiento de una autobiografía estética e intelectual. “Todo el tiempo me pregunto el sentido de una retrospectiva, si tengo la edad necesaria, la obra suficiente”, dice.
Además de tensión, Marcos pasa a veces del temor al entusiasmo que le viene mientras quiere mostrar una de sus obras grandes, un panel rectangular inmenso. Lo de-senvuelve para mostrarlo y es una visión panorámica de un paisaje de Sierra de la Ventana: a un lado de la cámara, a la derecha, vegetación, yuyales, árboles y, a la derecha del espectador, una zona desértica, como queriendo capturar en una sola visión el yin y el yang de la naturaleza. En este clima de vértigo pre-estreno, Marcos no deja de reflexionar sobre qué significa una retrospectiva. Y sus riesgos. Toda una vida, más de cuarenta años de profesión, son difíciles de apresar aun en una sala vasta como la Cronopios. Nuestra conversación intenta entrarles a los silencios entre una y otra foto, uno y otro de sus textos. En la muestra uno va a encontrarse al pibe cuya primera relación con la fotografía se le reveló en un viaje familiar de vacaciones a Córdoba, viendo pasar por la ventanilla del tren Rayito de Sol la sucesión de paisajes cambiantes. Piénsese la ventanilla como un recuadro, piénsese el paisaje como la fugacidad y piénsese el sueño afiebrado de registrar esa sucesión de naturaleza cambiante, un flash. Más tarde el pibe cayó enfermo y le pidió al padre que le regalara una cámara. El padre le trajo una Rex de plástico. La busca en una repisa: “Acá está la camarita”, dice. Durante la enfermedad, sarampión, leía con ansiedad revistas sobre la técnica fotográfica. Y éste podría ser el momento convencional donde empieza la biografía del artista cachorro. Pero, ¿por qué no elegir otro momento? Por ejemplo, cuando empieza a estudiar cine en el Instituto y poco después lo echan tras haber realizado un corto con el mimo Angel Elizondo. “Les pareció porno a las autoridades milicas.” Poco después, en el cine, Marcos se inicia como fotógrafo con Ricardo Wulicher en Quebracho. Y es Miguel Rodríguez, el fotógrafo de, entre otras, Don Segundo Sombra, quien le guía el ojo.
“Aprendí a no mirar más el mundo desde mi clase sino desde mis propias verdades.” Marcos lo admite frontal: “La homosexualidad me salvó de la estupidez de mi clase, de agachar la cabeza y seguir mandatos familiares. Elegí otro destino, vivir de mi propio esfuerzo”. Con la dictadura, partió a Italia. En Roma se le abrió, desprejuiciado y efervescente, un ambiente de formación. “Viví en un garaje sin agua, sufría el desarraigo, pero el vecindario me sostuvo en los momentos difíciles. Mi Roma era la dei compagni, delle mignotte e della diallectica.” Basta mirar una secuencia inédita que registra en una caserma, conscriptos bebiendo, fumando y bromeando con una puta gorda para sentir un aura Mamma Roma. “También estaba la cultura, la intelectualidad, participaba en discusiones. Todo el tiempo se discutía. Y había que explicarlo todo. Por ejemplo, una vez que expuse una mujer se acercó a mi obra y dijo: ‘Esto es una mierda’. Me puse a discutir con ella. Quería que me explicara por qué era una mierda y yo quería explicarle por qué había hecho lo que estaba colgado.”
De este período proviene el instinto polémico y reflexivo de Marcos. La dificultad al entrevistarlo consiste en que se trata de un artista que, además, es un teórico que ha reunido una considerable cantidad de artículos sobre las relaciones entre el arte y el documento, las producciones de sus pares y hasta un imprescindible reportaje a Horacio Coppola a los cien años: “Como si viera por primera vez”. Allí Coppola, empeñado en la búsqueda de una “naturalidad trascendente”, para estupor y desconcierto de quienes adoran los avances de la técnica, declaraba: “La fotografía no necesita mucha técnica. Lo que necesita es la cabeza y el ojo”.
Ahora ya no es la tensión previa a la exposición que lo impulsa a saltar de un tema a otro sino esa frondosidad de su pensamiento, una intuición notable para establecer vasos comunicantes, la conexión del uno con el todo, eso, digo, vuelve su conversación un ejercicio pedagógico. Más que una hipótesis: todos sus escritos sobre fotografía no aspiran sólo a cuestionar su quehacer. También piden cómo ser leído en sus propias imágenes.
Se hace necesario entonces recapitular su etapa italiana y evocar a Pasolini, cuya impronta puede intuirse en los personajes de Marcos. Si a Marcos un rasgo le resulta afín a Pasolini, es eludir el romanticismo del pequeñoburgués que idealiza la nobleza de los pobres, aunque en la captación de ese universo de humillados y ofendidos se perciba una unción sacra. Es cierto, su atracción por los humildes –y se evidencia al máximo en su serie de Desnudos Latinoamericanos– tiene en común con Pasolini ese magnetismo que el poeta y cineasta friuliano experimentaba hacia el subproletariado romano. Cuando Marcos habla de Pasolini –tanto domina su obra– da la impresión de que alude a un hermano mayor. Lo que volvió insoportable a Pasolini para la Iglesia y también para el izquierdismo de salón fue, sin dudarlo, la conjunción del marxismo con el cristianismo, una heterodoxia que le valió ser un blanco móvil. “Mi formación católica fue una marca de la que me costó zafar. Hice el primario y el secundario en el Esquiú, imaginate.”
Y volviendo a Pasolini: “Así le fue. Lo mató la Iglesia”, no vacila Marcos. Y con respecto a lo suyo, no menos acusador, ha escrito en el libro: “La destrucción del imaginario americano por la Iglesia Católica en el siglo XVI y continuada por el liberalismo en el siglo XX todavía está en curso. La batalla desatada por el catolicismo contra la idolatría –nombre con el cual los soldados de Dios designaron al conjunto de prácticas autóctonas que investían de particularidad a lo americano– sigue aún hoy tratando de evitar imágenes intrusas. Esas banderas extrañas, cuya única razón de ser es nutrir la voracidad del mercado, llegan ahora disfrazadas de ‘fotografía contemporánea’ y son agitadas por críticos, curadores y galeristas provenientes de otras artes, ignorantes de la naturaleza, la historia y la función social de la fotografía”.
Los Desnudos Latinoamericanos de Marcos despertaron un cierto revuelo en la gran aldea, esos hombres en pelotas como los indios –parafraseando a San Martín–, y muchos lo son, indios o descendientes que, en su desnudez, panzones, musculosos, esmirriados, viejos, tratados con una solidaridad profunda, agitaron al periodismo pacato por la exhibición de las pijas. “Lo que yo no quería –se acuerda Marcos– era que el periodismo convirtiera esa muestra en una discusión sobre la medida de las pijas.” Al respecto, Marcos apuntó: “En realidad todos los hombres aquí fotografiados son un solo hombre. Un hombre que se repite por millares en Sudamérica. Lo llevo dentro de mí mucho antes de haberlo fotografiado, me habita desde hace años. Hombres parecidos a éste han cambiado mi forma de ver el mundo con una frase o con un gesto y han sido mis padres a la mañana, mis compañeros por la tarde, mis enemigos en la noche y mis hijos en la madrugada. Son ellos los que trabajan de sol a sol en el campo o pasan la vida en una fábrica armando objetos que nunca podrán comprar. Los que alzan sus casas con sus propias manos, comen poco para terminar el techo y deben siempre cuotas al negocio de electrodomésticos de la estación”. Una pregunta viene servida al ver la sensualidad de esos desnudos musculosos, barrigones, esmirriados: si pasó más que el vínculo artista/modelo cuando encaraba la serie. “Nada”, contesta Marcos sin sorprenderse por la pregunta, como acostumbrado a una curiosidad obvia. “Conté con Gabi Carpaneto, una productora uruguaya, linda y batalladora como ella sola. Gabi era la que convencía a los hombres para desnudarse y ser fotografiados.” La pregunta de las preguntas quizá deba ser cómo pudo lograr esa “naturalidad trascendente” de Coppola: “Me paraba detrás del trípode, apuntaba y esperaba un rato, veinte minutos si era preciso. Ellos ‘posaban’, estaban rígidos, serios, firmes, hasta que venía ese segundo en que aflojaban, se movían y ahí, la foto”.
La forma, el estilo de producción de la serie hace pensar en la manera de trabajar de un publicitario. Marcos reconoce su paso por la publicidad de 1986 a 1989 y lo que aprendió como fotógrafo comercial. “Aprendí mucho porque antes no había manejado cámaras grandes, aprendí la técnica. Pero me agotó, los temas me aburrieron. Lo mismo me pasó con el cine.”
Marcos trabajó en más de veinte films bajo varias generaciones de directores, desde Lucas Demare hasta Adrián Caetano. Puede llamar la atención que a alguien cuya fotografía puede conectarse con Fernando Birri (Los inundados), o el legendario documentalista Jorge Prelorán, no se le haya ocurrido dirigir. “Prelorán era un dios cuando yo estudiaba cine. Años más tarde, cuando hice Patagonia, Prelorán vio el libro en la UCLA, donde enseñaba. Y me contactó con el propósito de filmar Patagonia, quería que hiciéramos algo juntos. Pero no llegó.” Marcos reflexiona: “Para hacer una película tenés que manejar multitudes. Un equipo de más de cien personas es una multitud. Y tenés que saber mandar. Yo no sirvo para eso. Después del cine, me cansé. Y como me pasa cuando me canso, necesité cambiar”.
Miles de fotos en cada proyecto. Más de cien mil negativos en su archivo. En ocasiones, su concentración se asimila a un ordenamiento religioso: pudo pasar dos años encerrado haciendo collage, como fue el caso de El perro en el paraíso. “Confieso que en mi fotografiar desenfrenado no fui tan fiel a la realidad como hubiera querido.” La belleza de ciertas imágenes pudo siempre con el Zimmerman más severo que imponía itinerarios concienzudos y pretendía registrar el país con realismo de cirujano. “Lo mío no tiene que ver tanto con la elaboración o la captura de lo fugaz como con el registro histórico. Patagonia, el Río y el Norte los hice pensando, si lo querés, desde un punto de vista político. Que esa gente no se pierda, que en las ciudades pueda verse el reclamo en sus expresiones. A los paisajes los vuelven más vivos la gente. Ese interior que mira a cámara le está exigiendo algo al comprador del libro. Este es mi proyecto político, mi manera de hacer política. Que la Argentina profunda se vea en las ciudades.”
Marcos documentó el país desde el Pilcomayo hasta la Antártida y, sin embargo, piensa: “Si lo que perseguí siempre es una imagen de la realidad del país, lo logré sólo en parte. Es que todavía me falta un libro sobre la Argentina de hoy”, dice. “Un libro que aún no pude hacer por problemas económicos.”
De lo que se trata también, según Marcos, es de escapar de los clichés. “Cuando hacía Patagonia o Norte, a esos lugares remotos a los que viajaba había llegado la televisión por cable. A mí no me preocupaba el fenómeno porque nunca me propuse una imagen plástica del país. Todo lo contrario. Lejos de pensar la tele como una invasión, hay que pensar que el medio les descubría el mundo a esos hombres, mujeres y chicos. Del reconocimiento del otro, de su identidad, de esto se trata. Del mismo modo, cuando llegábamos a un pueblo con Humberto Tortonese, que fue mi pareja de años, y Alejandro Urdapilleta, a la gente se le abría la cabeza. Y de esto yo iba tomando conciencia en el camino.”
En el libro, Marcos escribió: “Nada hubiera sido igual ni posible sin Humberto, con quien transitamos más de veinte años alimentándonos mutuamente de arte, trabajo, compañerismo y alegría. Nada podrá ser jamás idéntico tampoco. El fragoroso vértigo del teatro de Humberto y mi obsesión por meter un país inmenso en unos pocos libros de fotografía fueron gran parte del alimento de una relación sabia, apasionada e irrepetible”.
Consciente como pocos de las contradicciones de su oficio, de la relación entre arte y dinero, de las imposiciones del mercado, a menudo Marcos requiere el apoyo de una institución, una empresa, un banco. Por tanto, el financiamiento de su obra puede implicar una contradicción con su afán de registro realista. “Siempre digo lo que quiero. Y hago lo que quiero. Si no les gusta, lo hago igual.” Justamente “El dinero”, uno de sus textos, es el capítulo final de una de sus novelas. A propósito del dinero, lo que más le irrita en el campo de las negociaciones es la figura del curador. “Los curadores son los que legislan. Y como acá no hay galerías de foto y son todas de plástica, los curadores, retrógrados, tratan la fotografía como pintura cuando no lo es. Relacionar la fotografía como pariente de la pintura remite a una discusión anquilosada”. En esta parte me pregunto por qué no pensar que la estampa alusiva a Van Gogh de la invitación a la muestra no es una cachada sutil al nivelar un arte con otra. Marcos me aclara: “El Van Gogh de la invitación se parece más al protagonista de Vivir de Kurosawa que al Scorsese que hace de Vincent en Los sueños. A este hombre de la foto, el paisaje no se le pintaba de ningún color maravilloso. Era un hombre pobre que encontré en el norte de Misiones, en 1980, a 70 km de la frontera con Paraguay, de donde venía a pie de comprar unas herramientas que traía en esa cajita que arrastra, porque allá le salían más baratas. Pero, a pesar de no ser Van Gogh, su historia tenía la poesía de un gran artista y la voluntad de ese personaje del gran Akira que pelea por su placita. Habrás visto la película. Te lo dije, creo: me encanta cuando las fotos encierran historias”.
Una hipótesis: la foto del misionero se insinúa entonces como resignificación criolla de Van Gogh/Kurosawa. Marcos vuelve a la carga: “En las diferencias entre la pintura y la fotografía está el antagonismo entre la unicidad y la reproducción”, señala. “Los mecenas imponen sus estilos de vida e infligen al arte los modelos que les convienen. Y el arte a veces trabaja para mimetizarse. Por eso la vida en el arte no es fácil. Al comprador de arte le importa la unicidad, la singularidad. Una pintura es única por más que se hagan copias. Una foto, por el contrario, se reproduce y se comercializa de otra forma, una forma menos de elite. Y aquí es donde entra lo nefasto del rol del curador. En mi caso tengo la suerte de la amistad con Oscar Pintor, que además de ser un gran fotógrafo es un interlocutor con el que discuto lo que hago. Además de diseñar 360, el libro que se publica junto con la muestra y la muestra misma, todo le debe muchísimo a la mirada de Oscar.” Marcos hace memoria: “Pero además de a Oscar debo mencionar como influencia en mi trabajo a una mujer importante en mi vida. Hilda Centurión, la mujer que trabajaba acá en casa y ahora se jubiló. No suelo mostrar lo que estoy haciendo porque a veces las opiniones son contaminantes. Pero a Hilda sí la consultaba. A veces ella observaba una foto y, sin vueltas, me decía: Es una porquería. Otras veces decía: Sí, ésta sí. Y yo tomaba en cuenta sus juicios. Es que a mí me gusta pensar que es la gente como Hilda la destinataria de lo que hago”.
A Marcos no le cansa denunciar las trampas actuales de la fotografía: “Hay gente que no sabe ni dibujar ni pintar y recurre a lo digital. Hoy no tenés que aprender nada. Te comprás una cámara de 3500 dólares y el laboratorio hace el resto, que la foto sea enorme, porque los coleccionistas son ricos con casas grandes y tienen que llenar sus paredes”.
Marcos se acerca a la computadora: “Imac de Marcos”, dice el protector de pantalla. Desde la asunción de Cámpora hasta las Madres y Kirchner, pasando por la dictadura y Malvinas, la historia nacional desfila en la pantalla, fotos que testimonian la esperanza y el dolor, la esperanza y otra vez el dolor, el ciclo que se repite. El libro tiene, nada casual, un epígrafe de Miguel Angel Bustos, el poeta desaparecido. Entonces, otra vez, ineludible, lo político. Marcos no esquiva lo político, si bien no se asume como militante: más que lector, un curioso apasionado de la historia. Puede citar con profusión a los cronistas de Indias y a Ulrico Schmidl en particular. “Desde Rosas hasta acá el liberalismo vino arruinando el país. Mi familia era antiperonista. Me acuerdo bien del golpe del ‘55, el 16 de septiembre. Me acuerdo del Plymouth de mi padre con la bandera argentina. Sin embargo, soy kirchnerista. Y lo soy porque este gobierno ha planteado un hacia dónde ir”.
Después de horas de ver las fotos que compondrán su muestra, la conversación la seguimos en un restaurante del barrio y al salir, por la calle, al acompañarme a tomar un taxi. Pasada la medianoche, la conversación fue derivando hacia el pasado familiar. De pronto, como cerrando, además de la conversación, un círculo, Marcos sorprende con una historia que tal vez explica su pasión latinoamericana y aporta una clave mayor a su obra: “Tengo antepasados uruguayos. Soy tataranieto de Bernardo Berro, el presidente de Uruguay que se opuso a la Guerra del Paraguay y fue derrocado. En la cárcel se lo sometió a vejámenes, le pegaron un tiro a través de las rejas, fue degollado y su cadáver paseado por las calles”.
Tapa: Hombre mapuche con sus perros durante la vuelta de la veranada. Primeros Pinos, provincia de Neuquén, 1982
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