Dom 02.03.2014
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EL PALACIO DE LA MENTE

Series Creada por Mark Gatiss y Steven Moffat, protagonizada por Benedict Cumberbatch y producida por la BBC, Sherlock debía superar el desafío de despegarse del detective protagonizado por Robert Downey Jr. y también del súper holmesiano Doctor House. Y, sí, lo hicieron, con un Holmes moderno que tiene un celular que lo conecta con una base de datos más poderosa que cualquier deducción elemental, pero que sobre todo cuenta con un Watson (Martin Freeman) que logra reconciliarlo con la especie humana, de la que parecía haberse apartado desde la creación de Conan Doyle.

› Por Marcelo Figueras

Podría –porque sería apropiado, dada la materia (gris) en cuestión– apelar a la inteligencia del lector y postular el juicio, de sopetón: aun con sus altibajos, Sherlock es una de las pruebas más elocuentes del potencial narrativo de la TV que se haya producido nunca. O si prefieren, para que no se me acuse de escurrir el bulto: Sherlock es una de las grandes series de todos los tiempos, full stop. Pero arrancaré de otro modo, porque quiero justipreciar sus logros con precisión. Y por eso diré, simplemente, que Sherlock es irresistible. O mejor, incluso: Sherlock es –de modo más que pertinente, again– adictiva.

Creada por Mark Gatiss y Steven Moffat, Sherlock es una producción de la BBC (esa máquina de hacer historia en materia de televisión: Yo, Claudio, Monty Python’s Flying Circus, Dr. Who) que debutó en 2010 con un formato inusual: una temporada compuesta por tres capítulos de duración digna de un largometraje. A ojos de un lego, la perspectiva de su éxito distaba de ser segura. No sólo tomaba uno de los personajes más trillados de la narrativa mundial, sino que lo hacía a la sombra de su encarnación más reciente: el Holmes que Robert Downey Jr. interpretó en dos películas de Guy Ritchie. Sus protagonistas eran prácticamente ignotos. Martin Freeman estaba aún lejos de ser el Bilbo Baggins de El hobbit. Benedict Cumberbatch no había hecho nada que trascendiese las costas británicas (sólo llamó la atención en Atonement, donde tenía un papel menor) y, para colmo de males, su nombre era digno de un trabalenguas.

La intención de traer a Holmes a la Londres actual también entrañaba riesgo. Guy Ritchie intentó modernizarlo aun sin cambiarlo de época, convirtiendo al detective en un 007 decimonónico. Y además Holmes está asociado con una iconografía con fecha de vencimiento: la pipa, la lupa, la capa de Inverness, el sombrero con orejeras (que a menudo derivan de los dibujos originales de Sidney Paget o de las adaptaciones al cine, y no de los textos canónicos de su creador, Arthur Conan Doyle.) ¿Qué se podía hacer con esa parte tan vital del folklore holmesiano, que no fuese ignorarla por completo –lo cual habría constituido, ejem, un crimen– o incluirla, al precio de cortejar el ridículo? Para figuras holmesianas del mundo de hoy, ya existía una, y muy popular: el doctor Gregory House de la serie homónima, que tomó prestadas sus facultades mentales, la misantropía, su necesidad de un Watson, su adicción a las drogas y hasta el bastón que Conan Doyle menciona pero sus adaptadores suelen dejar de lado.

Lo primero que deslumbra en Sherlock es la naturalidad con que los detalles del canon hallan traslación contemporánea. Watson (Martin Freeman) no puede ser ya un veterano de la Segunda Guerra de Afganistán (1878-1880), pero lo es de la intervención internacional en el mismo territorio, que aún continúa; en lugar de escribir las hazañas de Holmes y publicarlas en los medios, crea un blog. (Que, jocosamente, es más popular que aquel que Holmes mismo abrió y peca de academicismo.) Sherlock ya no fuma, un hábito impracticable hoy en Londres, pero vive pegándose parches de nicotina que alivian su abstinencia. ¿Y quién necesita una lupa, contando con un celular que además conecta con un banco de datos más vasto que la capacidad mnemónica del Holmes original?

Gatiss & Moffat son tan conscientes de haber triunfado al destilar el clásico en el molde del presente (hasta un elemento de insalvable anacronismo, como el sombrerito, encuentra forma de colarse: Sherlock lo toma prestado para ocultarse de los reporteros... resultando inmortalizado con el gorro puesto), que siguieron practicando la irreverencia e introdujeron un cuerpo extraño a los relatos de Conan Doyle: el humor. Primero, como guiño a los fans del detective, que celebran la picardía con que el dúo homenajea el canon a la vez que lo subvierte. Y segundo, haciéndose cargo de las discordancias entre el mundo victoriano y el presente. Por ejemplo, a través las protestas del pobre Watson, que tras establecer que nada tiene contra los gays necesita aclarar una y mil veces que Sherlock y él no son pareja.

El humor ha ido desarrollándose a lo largo de las temporadas, y sin duda es clave en su éxito. La temporada tres (que puede verse aquí en BBC HD y también por Netflix) se convirtió en la serie más vista de la TV inglesa desde 2001. Y en su debut en los Estados Unidos, este mismo Sherlock fue visto por cuatro millones de personas, un crecimiento del 25 por ciento respecto de la temporada dos.

El Holmes de Cumberbatch es “un sociópata altamente funcional”, como le gusta definirse: altivo, carismático, exaltado, mordaz. Uno de los hallazgos del show es un personaje estable que no forma parte del Canon Doyle: Molly (Louise Brealey), la empleada del laboratorio forense, que encarna la reacción que este Sherlock suele producir en el espectador. Lo habitual es que, en la misma escena, Molly se sienta sucesivamente deslumbrada, ofendida y conmovida por Sherlock. (Cumberbatch no es el clásico galán, y está claro que Gatiss & Moffat tampoco lo impulsaron en esa dirección. Pero el surgimiento de un grupo internacional de fans –que se hacen llamar Cumberbitches, Las Cumberperras– es una reacción espontánea al talento con que el actor interpreta a tan complejo personaje, capaz de mostrarse sobrehumano y vulnerable en un lapso de segundos.)

El Watson de Freeman no es el bobo querible que consagró Nigel Bruce en las pelis de Basil Rathbone. (Oh, Rathbone: ¿por qué nadie se acuerda de ti?) Y tampoco es el Watson efebo y canchero que interpreta Jude Law: más bien es la personificación de las características del Homo sapiens –sentido común, sensibilidad– de las que Holmes carece, o pretende carecer. En todo caso, Holmes descubre en Watson al primer tipo que posee esos rasgos pero no el lastre que suele venir, también, dentro de la cajita del combo humano: la primacía de la testosterona sobre las neuronas, la tendencia a la traición, una noción de la ética más turbia que el Támesis. En buena medida, este Sherlock es la historia de cómo Holmes, a través de Watson, se reconcilia con la especie humana de la que había elegido distanciarse, y por buenas razones. La química Cumberbatch- Freeman ayuda a contar este aspecto novedoso de la clásica historia. El segundo capítulo de la nueva temporada, The Sign of the Three, es un gran ejemplo de cuán hilarante y conmovedora puede ser su relación.

Pero el hallazgo de Sherlock está en la puesta en escena de lo que el protagonista llama su “palacio de la mente”. Es decir: cuando la serie se mete en la cabeza de Holmes, para seguir su proceso deductivo. Las pelis de Guy Ritchie tratan de hacer algo similar, con la voz en off de Robert Downey Jr. anticipando lo que está por ocurrir. Pero la parsimonia de su proceso, sumada al hecho de que suela estar aplicado no a la deducción per se sino al castigo físico que está a punto de aplicar, empuja a estas pelis al territorio de un Holmes for Dummies. Mientras que en Sherlock, cuando uno acepta entrar al palacio de su mente, hay que agarrarse: porque su velocidad es vertiginosa; su conocimiento, enciclopédico; su capacidad de observación, prodigiosa, y sus asociaciones, libérrimas.

Gatiss & Moffat no hacen concesiones. Narran para alguien que, como Holmes, está en pleno dominio de todos sus sentidos y en el mejor nivel de su juego, lo cual significa que a menudo es necesario: 1) registrar lo que los personajes están diciendo, a menudo intrincado (o al filo de la glosolalia, si el que habla es Holmes); 2) tomar nota de lo que él mismo u otro personaje está pensando o escribiendo en simultáneo, vía mensaje de texto o scan mental; 3) leer lo que sus cuerpos o rostros expresan a la vez, por lo general discordante con los discursos en trámite, y 4) escanear el cuadro todo, donde nada está –o deja de estar– por casualidad. Esto suena difícil, pero lo arduo de verdad es lo que Gatiss & Moffat logran: que la montaña rusa del proceso mental de Holmes sea divertida, adrenalínica y..., claro, adictiva.

En Conan Doyle, Watson oficia como traductor/traidor de los procesos mentales de Holmes, reduciéndolos a formulaciones que el lector está en condiciones de entender. En Sherlock, Watson tiene vida propia y está para otra cosa. (Que ya ha sido dicha.) Las deducciones del detective no necesitan ser verbalizadas ciento por ciento, desde que también podemos verlas, oírlas, vivirlas en sincro. Porque no hay intermediación entre Holmes y el público, al que se le concede un pase libre al interior de su cabeza. En este sentido, Sherlock es la primera serie consagrada al rush orgásmico que se experimenta al obtener conocimiento, al descubrir, al saber.

El tono suele ser ligero, british style. En este sentido, Sherlock no es The Wire. (Tampoco es falsamente profunda, como la sobrevalorada House of Cards.) Pero merece formar parte de la aristocracia de las series, entre Prime Suspect y Breaking Bad, porque desafía al espectador a superarse, a la vez que dinamita los límites artificiales que el medio ha aceptado para sí mismo. Lo que Gatiss & Moffat hacen, pues, no es sólo darnos acceso a la cabeza de Sherlock Holmes. Al exprimir al máximo las potencialidades del medio (mediante los juegos con la estructura temporal, el uso inédito de la gráfica, el ritmo de su edición, la creación de múltiples niveles de lectura simultáneos), Sherlock trata a la televisión misma como si pudiese ser –como si mereciese ser– un palacio de la mente.

El espectador que gusta de hacer varias cosas a la vez, o de ir al baño sin poner pausa, o de ver la TV con la zona del cerebro que equivale al piloto automático, no disfrutará de Sherlock. En cambio, aquellos que gozan con los parlamentos brillantes, las actuaciones de antología, el humor elegante y los mecanismos narrativos que operan como un prodigio (“Es un truco”, sugiere Sherlock al final de la segunda temporada, “¡es un truco de magia!”), sentirán que tocaron el cielo. Y si además uno es fan de Holmes desde siempre, mucho mejor. En este sentido, Sherlock es ficción y fan fiction a la vez. Porque no sólo incluye dentro del relato a los fans de Sherlock, jugando con sus expectativas. (En el primer capítulo de la temporada tres, las versiones contrapuestas sobre el modo en que Holmes escapó de la muerte son pura metaficción.) Lo que hace Sherlock es convertirnos a todos en Irregulares de Baker Street, como aquella banda de chicos de la calle que, desde su admiración por el detective, aceptaban ser sus ojos y oídos en territorio londinense. Si hasta el pobre forense Anderson (Jonathan Aris), que al comienzo piensa que Holmes es un fraude, termina diciendo, con unción: “Yo creo en Sherlock Holmes”.

Ver para creer.

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