TEATRO 1 En la novela de la mexicana Margo Glantz, una mujer despide a un gran amor en su velorio. Esta es la ocasión para que la actriz Analía Couceyro, responsable de la versión teatral junto a Alejandro Tantanian, plante un cuerpo feroz y una voz plena de sugerencias en una puesta que aprovecha el marco natural y la caída del día sobre la ciudad.
› Por Mercedes Halfon
“La muerte es quizá la forma más violenta de la correspondencia amorosa”, dice Margo Glantz en El rastro. Lo dice en verdad Nora García, único personaje que habla en la novela de esta escritora y ensayista, una de las máximas figuras de la cultura mexicana actual. Pero quien lo pronuncia esta vez es Analía Couceyro, la actriz que lleva a cabo la adaptación teatral del texto en un extenso monólogo, intenso y liviano a la vez, que pronuncia acompañada tan sólo del violoncelista Rafael Delgado. La muerte es quizá la forma más violenta de la correspondencia amorosa, dice, porque se trata de una historia sobre la muerte y el amor, un relato que tiene lugar en un velatorio, el de Juan, eximio pianista que hoy es descrito como un cadáver con bigote tieso y perturbador, pero que fue el gran amor de Nora. Claro que no se trata de un monólogo desgarrador y romántico, como si del final de Romeo y Julieta se tratara, sino de algo mucho más complejo, porque el amor no es interrumpido por la muerte en su momento cumbre, sino después, cuando la pareja está separada. ¿Cómo velar entonces a un ex que fue el único amor, al que también se odió y olvidó? ¿Cómo conviven en un mismo corazón esos sentimientos tan contradictorios? Toda la obra da cuenta de esa incomodidad, de lo de por sí inquietante de la situación de velorio de un ser querido, sumada a los rencores, recuerdos luminosos y deudas que quedarán para siempre sin saldar.
La obra está dirigida por Alejandro Tantanian, con quien Analía Couceyro viene trabajando hace años y ha hecho piezas de la talla de Las islas, adaptación teatral de la novela de Carlos Gamerro. Y por ahí va la cosa. La literatura que se hace lugar en el teatro para traer todo un mundo lejano y a la vez reconocible: el México profundo donde se recuerda a un hombre tomando sorbitos de tequila en un salón con olor a moho, pero que también es un espacio donde van a empezar a aparecer citas de la cultura, la música clásica, un ambiente donde tanto el hombre recientemente fallecido como la protagonista circularon, vivieron, hicieron su lugar en la tierra. Ese universo es musical en su contenido, pero también en su forma: hay una música en las palabras de Glantz, una cadencia en el fraseo, en el decir cruel y a la vez un poco frívolo, capaz de detenerse incansable cantidad de veces en el bigote del difunto y en el peinado que ahora ella, Nora García, porta, y que es lo único de lo que parece poder aferrarse en ese espacio de dolor. En vez de tirarse de los pelos por la muerte, habla de su peinado. Dice que la rejuvenece.
Hay que mencionar que Analía Couceyro, desde el inicio de su carrera, casi desde su primera obra, trabajó en el cruce de la literatura y el lenguaje teatral. Ella cuenta: “Cuando empecé a actuar, a fines de los ochenta, había cierta corriente de ‘muerte al autor’, porque se salía de una gran supremacía del teatro escrito y estaba el auge de la improvisación y las creaciones colectivas, Parakultural mediante. A los dieciocho años empecé a estudiar con Ricardo Bartis en el Sportivo Teatral, donde no se hacían escenas de obras teatrales pero sí se trabajaba sobre universos literarios: Arlt, Lamborghini, Gombrowicz y otros. Siempre me pareció que la literatura era un material extraordinario para producir teatralidad”.
Lectora compulsiva, confiesa que no puede aceptar libros prestados, porque siempre que lee, subraya y ese trazo con marcador puede ser muchas veces el germen de una pieza teatral. “Mi relación con la literatura es muy intensa. Leer es un placer muy grande y una actividad que ocupa un lugar importante en mi vida. Mis itinerarios de lecturas son aleatorios, a veces me sucede que empiezo con un autor o autora y no puedo leer un solo libro, necesito que sean un par seguidos. Cuando el impacto es muy grande y la superficie subrayada es amplia, como me pasó con toda la literatura de Clarice Lispector o de Osvaldo Lamborghini, con algunos libros de Kazuo Ishiguro o con El rastro de Margo Glantz, es más fácil ver que ahí hay una obra de teatro posible.”
La puesta tiene lugar en el jardín del Museo de la Lengua. Un hermoso espacio con césped delicado y plantas por doquier, donde la actriz y el violoncelista están enfrentados a los espectadores sin ningún marco convencional que los contenga. El horario que comienza es la clave. Justo en el momento en que la luz del día empieza a menguar, por lo que la obra se inicia con luz natural plena y sin que nos demos cuenta es de noche y esta mujer está circundada por la oscuridad pero enmarcada por una luz blanquecina –mortecina, podríamos decir– que proviene de unos artefactos ocultos en el piso y que podríamos no haber notado hasta entonces. Esto va acompañado con todo el sonido de la ciudad. La bella y minimal puesta de Tantanian conjuga el espacio natural, con todo lo abierto e impredecible que puede ser un espacio en el que el sonido es el ambiente y se cuelan ambulancias, autos, bocinas, murmullos. Cuando se va haciendo de noche, se van prendiendo, como esperanzas muy lejanas, las luces de los departamentos de la zona. Incluso se ve un vecino que aprovecha su balcón, punto de vista privilegiado y omnisciente, para ver el espectáculo.
Y por supuesto, lo que está ahí para impresionar, embelesar y atraer es la actuación de Couceyro. Con el contrapunto planteado con el violoncelista en sus intervenciones musicales, Couceyro es el cuerpo imantado que no nos deja respiro, que habla todo el tiempo pero que también permite que nos olvidemos por algunos instantes de ese relato atrapante y nos detengamos en su mirada encendida, en su cuerpo por siempre espigado y feroz. Y en las modulaciones de una voz que fue también la de las mórbidas mujeres del Don Juan de Molière, la de las misteriosas féminas de Clarice Lispector y que ahora es una mujer de Glantz. Pero que es también ella, una de las actrices más personales de nuestro teatro. Voz cantante y narrante, que deja cuando ya la oscuridad es total, un recuerdo sonoro y vibrante de todo lo que pasó, un rastro.
El rastro, versión teatral de la novela
de Margo Glantz, se puede ver los
viernes hasta el 21 de marzo, en el Museo
del Libro y de la Lengua,
Avenida Las Heras 2555. Gratis.
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