Dom 16.03.2014
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SITUACIÓN DE PELIGRO

CINE La nueva película de Celina Murga, La tercera orilla, con producción ejecutiva de Martin Scorsese, se apoya sobre un eje de violencia y odio acumulados y reprimidos. La historia es la de un padre y su hijo en un pueblo de Entre Ríos, una relación tensa y resentida que amenaza estallar.

› Por Mariano Kairuz

En una escena, inesperada, los chicos se van a las manos en la vereda del colegio, y de pronto cualquiera podría creer –habiendo leído su nombre, insoslayable al principio de los créditos de la película– que acá es donde finalmente cobra cuerpo la figura tutelar de Martin Scorsese y que en definitiva, si el cine de Celina Murga no parece tener nada que ver con lo que hace hoy el director de El lobo de Wall Street, tal vez no esté tan tan lejos de lo que aquél se proponía en sus primeros, callejeros films de los años ’70: filmar una tensión, una pulsión de juventud muy personal, cercana, barrial o al menos local; filmar un universo que conocía de primera mano.

Que Martin Scorsese es el productor ejecutivo de La tercera orilla, la cuarta película de Murga –recién estrenada en Buenos Aires tras su paso por la competencia principal del Festival de Berlín– es algo sobre lo que ya se dijo mucho y sobre lo que la directora contestó mil preguntas, siempre la misma: cómo se involucró el legendario autor de Toro salvaje, cuál es su impronta concreta en el nuevo film de la cineasta entrerriana. Y si las respuestas de Celina suenan un poco evasivas es porque, como ella ha dicho, su principal aporte como productor ejecutivo consistió en ayudarla a conseguir financiación (lo que no es poco), y porque, por supuesto, “toda la experiencia de encontrarnos con él y todas las charlas que tuvimos son una experiencia de aprendizaje”, y porque Scorsese, acaso consciente de la sombra imponente que proyecta su leyenda, se abstuvo de darle consejos formales, procuró no ahogarla con su renombre. Lo cierto es que fue él quien la eligió como su protegida para el programa de la Beca Rolex unos años atrás, lo cual le permitió a Murga asistir al rodaje de buena parte del film que Scorsese estaba haciendo en aquel momento, La isla siniestra, y que luego la relación se prolongó en la producción de lo que entonces se iba a llamar La tercera orilla del río. Scorsese escribió unas elogiosas líneas explicando por qué Celina: “Me impresionó su realismo casi documental, su sentido de la vida cotidiana y al mismo tiempo una sensación de peligro ominoso. Cuando Orson Welles describía Lustrabotas, de Vittorio de Sica, decía que la cámara desaparecía y uno se encontraba cara a cara con la vida en la pantalla. Así es como me sentí cuando vi las películas anteriores de Celina y también cuando leí este nuevo guión: podía ver la acción a través de sus ojos”. Pero no esperen una de cráneos mafiosos abiertos en dos con Mick Jagger gritando de fondo en el futuro cercano de Murga: no obstante su nueva, influyente amistad, ella sigue saludable, intensamente fiel a sí misma.

Así que no, la violencia en La tercera orilla es esporádica, (casi) nunca explícita, no conduce al estallido ansiado, sino que está siempre contenida, en perfecta consonancia con el acercamiento que hizo Murga a sus personajes en sus ficciones previas, Ana y los otros y Una semana solos. Y es justamente esa contención, una violencia y un odio acumulados pero esencialmente reprimidos, el eje sobre el cual corre La tercera orilla. Si un ya viejo prejuicio sobre el no tan nuevo cine argentino decía que se trata de películas en las que no pasa nada, es tanto lo que pasa bajo la apariencia de inocurrencia, sin que nada realmente termine de ocurrir en el sentido dramático más convencional, que Celina Murga consigue a medida que avanza su película transmitir la sensación de que alguna desgracia tiene que suceder a tanta soterrada angustia, de que esto es sólo la calma que anuncia.

Una vez más su protagonista es un adolescente, ahora un chico de 17 llamado Nicolás. Entrevistada por Radar un par de días antes de partir a la Berlinale, Murga indicaba que la opción por los adolescentes en su cine siempre fue natural: “Tal vez tenga que ver con que los personajes jóvenes expresan este momento bisagra en el que todavía no pueden asumir el control de sus vidas pero ya deben tomar decisiones, y por lo tanto reflejan el mundo que los rodea, el universo adulto, con todas sus reglas fijas que se les imponen desde afuera, que les pertenecen. Permite vernos a los adultos desde una distancia”. La rabia que hierve en silencio en Nicolás es la que siente hacia su padre, un personaje algo imponente interpretado por el dramaturgo Daniel Veronese, en su primera actuación en cine. El hombre tiene dos familias en el pequeño pueblo entrerriano en el que transcurre todo el asunto: a una, la que formó con la madre de Nicolás y los dos hermanos menores de éste, parece mantenerla oculta ante la comunidad local. Los visita, les da dinero, les compra cosas, pero aquellos con los que convive y a los presenta en sociedad son su otra mujer y el hijo más pequeño que tuvo con ésta. Para ellos mantiene una casa mejor, con ellos se va de vacaciones. Sin embargo, por alguna razón –acaso que su hijo menor no ha cumplido del todo con sus, intuimos, inflexibles expectativas–, el hombre está empeñado en heredarle su profesión (de respetado médico), su trabajo (su clínica), y en general su posición social (la administración de sus campos) a Nicolás. Más que heredarle, imponerle, y para esto lo entrena, lo “invita” a acompañarlo acá y allá, lo inicia en sus diversos mundos, lo adoctrina sin preguntarse ni preguntarle a su hijo jamás si hay algo de todo esto que le interese, si hay algo de todo esto a lo que quiera volcar su vida. Y Nicolás acompaña y asiente sin chistar, haciendo incluso algún comentario amable de compromiso incluso, mientras que en sus ojos podemos ver lo que su padre –ese tipo duro y correcto, nunca genuinamente afectuoso, que parece creer que a todos los problemas y los vínculos alcanza con echarles dinero– no: el resentimiento que va rumiando.

“Esta situación de las familias dobles es más común de lo que se cree en los pueblos chicos. En ciudades pequeñas del interior funciona como secreto a voces, algo que todo el mundo más o menos sabe pero no se termina de oficializar”, dice Murga: “El origen de la película tiene que ver con historias que escuché y que leí de casos como éste, algunas veces con desenlaces trágicos”. Murga apuesta a esquivar toda estridencia, y vamos entendiendo de a poco algunos detalles de la doble vida del médico; mientras que todo lo demás queda expuesto progresivamente en la mirada expresiva del actor no profesional Alián Devietac, revelación de la película, surgido de una larga búsqueda del casting (que duró más de un año) y un poco accidentalmente: Devietac es un músico que estaba ahí acompañando a un amigo que se presentó para la película; lo vieron, y vieron lo que muchos verán en él cuando se acerquen a ver la película.

El es la clave, su Nicolás es una suerte de zombie adolescente que ha enterrado sus emociones y que sólo parece cobrar vida un par de veces: en la escena del karaoke, donde se entrega desatado a una sentida versión de “Rezo por vos”; en otra que es mejor no adelantar, y de alguna manera, por supuesto, en esa otra de las trompadas en la puerta del colegio, en la que –se decía al principio– se intuye el aporte scorseseano. Es un instante breve, un arranque de locura, un arrebato emocional, una alteración química apenas, pero que nos pone en la cara todo eso que el resto del tiempo va por dentro, por debajo. No más que la brasa que amenaza con encenderse y prenderle fuego a todo de una vez por todas.

A LA izquierda, LA DIRECTORA CELINA MURGA. ACá ARRIBA, NICOLáS, EL PROTAGONISTA, Y SU HERMANA, EN UNA ESCENA DE LA TERCERA ORILLA.

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