Cuando apareció, en septiembre del año pasado, en los Estados Unidos, el Salinger de David Shields y Shane Salerno, ya había cosechado tantas expectativas como reticencias. Se anunciaba como el libro del documental del guionista Salerno, que provocara críticas por su metodología de recurrir más al testimonio de actores famosos que de escritores. Pero tratar de descifrar el affaire Salinger y, sobre todo, el enigma de su ocultamiento, es algo siempre irresistible para fans y aspirantes a biógrafos. La publicación en castellano de Salinger permite acceder tanto al material inédito como a los motivos de una controversia que no parece haber concluido con la muerte del autor. Y más todavía cuando para el período 2015-2020 se anuncia la publicación de una andanada de libros inéditos que continuarían y complementarían la meteórica y fulgurante vida de El cazador oculto.
› Por Alan Pauls
El Salinger de Shane Salerno y David Shields resucita el fenómeno de reticencia pública más exasperante de la industria cultural norteamericana: el affaire Jerome David Salinger (1919-2010), autor de una ópera prima prodigio, El cazador oculto, un best seller contemporáneo admirablemente longevo que desde su aparición, en 1951, inició en la imaginación literaria a generaciones enteras de generaciones y lleva vendidos 65 millones de ejemplares, y tres pequeños libros de culto masivo (Nueve cuentos, Franny y Zoey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado–Seymour: una introducción), que a principios de los años ’60, tapa de Time, codiciado por Elia Kazan y Billy Wilder, se autoconfinó en una tosca dacha de Cornish, New Hampshire –un pabellón frío e inhóspito para su familia, un bunker frío e inhóspito para él, al que ni su mujer ni sus hijos tenían derecho de acercarse “a menos que la casa estuviera ardiendo”– y no volvió a publicar libros ni a dar entrevistas ni a intervenir en la vida social hasta que murió, salvo para comprar el pan, retirar su correo en el centro de Cornish, espantar paparazzi carabina en mano o litigar vía abogados contra cuanto periodista o biógrafo o simpatizante académico osara perturbar su voto de castidad mundana.
Nadie con dos dedos de frente perdería un segundo de su tiempo indignándose por un escritor que abraza el ostracismo como modo de vida. Nadie con una pizca de sentido común, o de imaginación, o de familiaridad con las tasas de demanda de exposición de la industria cultural americana perdería el tiempo improvisando respuestas alambicadas para una pregunta (“¿Por qué usted, que hasta ayer era todo expresión, manifestación, sentido, se llama ahora a silencio?”) que Marcel Duchamp, recluso igualmente célebre aunque más intermitente, ya había contestado con un laconismo ejemplar: “Me quedé sin ideas”. Saber si Salerno y Shields satisfacen esos requisitos de longitud frontal es tan difícil como saber por qué Salinger hizo todo lo que hizo en sus ochenta y un años de vida, una vida que lo embarcó en una guerra cruenta, en relaciones sentimentales enigmáticas, desdichadas o imposibles, en sociedades editoriales complejas, en disciplinas orientales, dietas espartanas y obstinados amours fous con ninfas de inspiración nabokoviana, pero cuya única singularidad evidente es eso mismo que el tándem Salerno-Shields (SS) se obstina en ignorar en su libro: una obra literaria, esa obra frugal, a la vez compacta y abierta, pulida y enigmática, inconclusa siempre, desde el minuto uno, que hoy llamamos Salinger. Lo que sabemos, porque el libro lo suda en cada página, es que el motor de Salinger no es la curiosidad, ni la identificación mimética, ni la admiración, ni siquiera el morbo (que son las altas y bajas pasiones que informan a la biografía): es el escándalo. El escándalo provocado por el deseo de desaparecer, por supuesto, pero sobre todo los escándalos suplementarios, supremos –casi provocaciones criminales– que derivan: 1) del hecho de que Salinger se borró del mundo en pleno éxito (y sabemos hasta qué punto el régimen capitalista del triunfo impone como condición estar ahí, para experimentarlo y gozarlo, naturalmente, pero sobre todo para padecerlo y sucumbir a él), y 2) del hecho de que Salinger desertó y enmudeció pero siguió escribiendo encarnizadamente (y sabemos el tipo de asocialidad, el gasto perverso, la provocación que representa ese encarnizamiento cuando los que lo justifican no son sus destinatarios “naturales” (lectores, crítica, academia, mercado).
Más que leerse, el Salinger de Salerno y Shields se ve, se ve con avidez, con impaciencia, con la atención irascible que solían merecer los episodios, siempre distintos pero siempre idénticos, de The E! True Hollywood Stories o de su primo hermano amarillo, Mysteries and scandals, suerte de Hollywood Babylon de pacotilla, con el inolvidable A. J. Benza en el papel de un Kenneth Anger quemado por años de pujante cable latino. No es casual que en septiembre del año pasado, cuando se lanzó en Estados Unidos, el libro de SS saliera al ruedo en simultáneo con un documental, también titulado Salinger pero firmado sólo por Salerno (de los dos, al parecer, Shields es el letrado, mientras que Salerno acusa sabrosas entradas –guionista de Armaggedon y Aliens vs. Predator: Requiem, entre otras– en el penal de Hollywood). No me negaría a ver el documental si me lo mandaran a casa con una mensajería, pero estoy seguro de que no necesito verlo para haberlo visto. Basta chequear el trailer en YouTube y enterarse de quiénes son las talking heads que Salerno se pasó una década reclutando para su película para entender hasta qué punto lo que tenía en la mira cuando se entusiasmó con el personaje de Salinger no era la vida y mucho menos la obra del escritor sino la creación del formato “Puñado de actores famosos hablan del escritor de culto más vendido del siglo XX”, en el que el escritor de culto más vendido del siglo XX importa menos, mucho menos, que el ‘consenso cultural’ fraguado por una pandilla de muñecos que hablan con pasmosa autoridad de alguien con quien tienen una relación como mínimo totalmente inconsistente, la misma que admitirían tener con entre seis y siete mil ítem que participan de sus vidas cotidianas”. Puede que el pobre Philip Seymour Hoffman, que Edward Norton, John Cusak o Martin Sheen (actores entre los que figuran dos objetos de mi suave devoción y el plan de ortodoncia más inexplicable de la historia americana) tengan mucho que decir sobre J. D. Salinger. Cómo les pegó la primera vez que lo leyeron, cómo todos ellos fueron Holden Caulfield, cómo les encantaría seguir siéndolo, cómo de algún modo lo siguen siendo, etc. Nada demasiado estimulante, como era de prever. Pero, por desalentadora que sea, la falta de interés de lo que digan sobre Salinger es mucho menos invalidante que la función publicitaria que Salerno los obliga a cumplir, que por supuesto no tiene por objetivo promover al escritor del que se declaran simpatizantes sino a sí mismos, a la peculiar fórmula de frivolidad cool que encarnan, al concepto de accesibilidad cultural que representan, etc.
Entre las novedades de las que el Salinger de Salerno (suena un tanto sobrevaluado, como “el Hamlet de Laurence Olivier”) se decía portador en septiembre del año pasado, cuando lo lanzaron al mercado, figuran cartas desconocidas e inéditas (las más conspicuas, a Hemingway, las menos, a Paul Fitzgerald, un camarada de la 4ª división del ejército norteamericano que fue su amigo de toda la vida), fotos nunca vistas (Salinger durante el desembarco de Normandía: flaco y lungo, una mezcla de Borat y de Humphrey Bogart; más tarde, trajeado de oscuro y fumando muy suelto, como un Don Draper judío), testimonios de gente que nunca había hablado (ex conquistas, ex mujeres, empleadas domésticas, amigos, etc.). Muchas de esas voces aportan cosas carnosas, anécdotas, detalles que valen la pena, pero a menudo las desmerecen y relativizan –aunque más no sea por contagio– ciertas compañías: los propios SS, que se intercalan en el coro para opinar, sólo para opinar (cuando lo que deberían hacer es escribir, o hacer del cortar-y-pegar algo equivalente a escribir, y en lo posible hacerlo bien), libros o entrevistas ya publicados (que SS presentan sin comentar, como si fueran hallazgos de su propia cosecha) o Holden Caulfield, Seymour Glass, Esmé y otros personajes de ficción de Salinger, a los que SS dan la palabra como si fueran informantes de carne y hueso. No me acuerdo si Jean Stein y George Plimpton se insertan a sí mismos en la familia de testigos que hacen hablar en Edie: American Girl, la gran biografía oral que reconstruye el vía crucis de Edie Sedgwick, la libélula más triste de la factoría de Warhol. Creo que no; la idea probablemente les hubiera parecido vulgar, de mal gusto. Pero Stein y Plimpton no se veían a sí mismos como informantes, y tampoco veían a sus testigos como portavoces potenciales de la verdad ínfima, mezquina, esquiva, cuyas huellas rastrea sin descanso este Salinger. No compartían el populismo cínico que campea aquí (y presumo que en la película) y que consiste en confiar en que cualquiera, hasta el más insignificante de los mortales con los que Salinger cruzó una palabra alguna vez, tendrá algo que decir sobre él, sabrá algo de él, habrá estado en contacto con algo recóndito y decisivo de él y, sobre todo, aportará la evidencia que lo crucificará. Porque la matriz investigativa de Salinger es mucho más judicial que periodística. Los testigos que declaran ante SS no están allí para recordar, contar o describir, sino para amenazar: zanjar la discusión, disipar la ambigüedad, develar el enigma, dar un veredicto. Amenazar al famoso: he aquí la consigna del libro de Salerno y Shields.
Pero en septiembre del año pasado, Salinger no sólo alardeaba de novedades; también prometía promesas. (Eso, que no es tan común en un libro que se presenta como la biografía de un muerto, tal vez sea menos anómalo en un libro que va al grano y miente desde la tapa de la edición original cuando dice: El libro oficial del aclamado documental. A menos que en el mundo SS “aclamado” no signifique lo mismo que en el nuestro, nadie diría que “aclamar” es lo que hizo con Salinger la crítica del The New York Times Michiko Kakutami el 25 de agosto del año pasado. Por supuesto que los juicios de madame Kakutami y el The New York Times no tienen más peso y valor que los que les da la ley que encarnan ni más autoridad que la que les confiere la autoridad que se les reconoce. Lo que impacienta del asunto no es tanto que SS mientan, como que mientan cuando ya no necesitan mentir.) Siempre es tentador anunciar novedades sobre la vida de un muerto. Pero ¿anunciar su futuro, su próximo capítulo, su continuará? La serie otra vez; otra vez la tele dándole forma al libro, lo que, además de triste, parece más bien pasado de moda, en la medida en que las fuerzas que dan forma hoy a los libros ya no vienen de la tele sino de regiones incluso más brutalmente democráticas que la tele. Y en el rubro promesas, el Salinger de SS es a la vez excitante y desmoralizador, porque todos los hallazgos que anuncia con bombos y platillos pertenecen a la literatura, la misma cultura letrada ridícula, lenta y compleja en la que SS no se detienen ni una sola vez en las 700 páginas que tiene el original. Dicen que Salinger, antes de morir, habría dejado instrucciones para publicar en un lapso de cinco años (entre 2015 y 2020) todo lo que escribió en secreto en su exilio de Cornish, mientras los precursores de Salerno velaban en las inmediaciones de la granja camuflados de arbustos: cinco relatos nuevos sobre la familia Glass, una novela inspirada en su relación con su primera mujer, Sylvia Welter –la alemana con la que Salinger se casa poco después del fin de la guerra–, una novela de guerra con forma de diario de un oficial de contrainteligencia (lo que Salinger fue en Europa durante la Segunda Guerra), un manual de filosofía vedanta (con amenos inserts narrativos), unas cuantas secuelas del personaje de Holden Caulfield, mítico punk avant la lettre.
¿Existirán esas reliquias? El tiempo y la sucesión del eremita muerto y las abstrusas leyes de la posteridad literaria lo dirán. Lo extraño es que, publicitadas en el libro de Salerno y Shields, esas trouvailles resultan menos deseables de lo que deberían, quizá porque la euforia un poco maníaca con que se proclaman da la impresión de que el día que estén disponibles será a ellos, a Shields y Salerno, a quien habremos de pagarles el peaje para poder leerlas; a ellos, que se adjudicaron el papel de albaceas por el simple hecho de haber anunciado que existían. ¿Tienen derecho Salerno y Shields a esa arrogancia? Probablemente sí. Es un efecto intrínseco, no necesariamente ruin, de la equívoca tarea de hurgar en la vida de otro para escribirla. No son pocas las cosas nuevas que hay en este Salinger, y Salerno y Shields tienen todo el derecho del mundo de enarbolar en estado de trance las cartas autógrafas, los memos, las instantáneas borrosas, los testigos que fueron los primeros en encontrar. La paradoja (herida congénita de toda biografía) es que nosotros, por nuestro lado, tenemos también todo el derecho del mundo de contemplar esos fósiles laboriosamente excavados y darnos cuenta –encogiéndonos de hombros– de que son el colmo de la banalidad, de que nos dicen poco y nada, tan poco y tan nada como lo que dicen de la singularidad del muerto. De ahí que la arrogancia de SS suene espuria, o no todo lo legítima que podría sonar, y que, envueltos en ella, los presuntos inéditos de Salinger aparezcan menos como tesoros que reclaman ser leídos que como una suerte de botín de guerra, el pago que satisface un anhelo voraz, levemente resentido, la libra de carne que SS querían a toda costa que el anacoreta de Salinger les diera para no sentir que su escándalo había sido en vano, y ni hablar su investigación.
¿Hay una tesis en el Salinger de SS? La habría si el libro fuera una biografía oral y no la mutación grafoaudiovisual que es, y si las tesis –en el mundo eminentemente biópico de Salerno– no hubiesen sido reemplazadas ya por su ersatz más grotesco, los concepts, esos slogans secos y sexies que todo cineasta primerizo deberá aprenderse de memoria y recitar cuando pitchee su proyecto ante un jurado de productores mal dormidos: “La guerra lo destruyó y lo convirtió en un gran artista. La religión le ofreció consuelo espiritual y liquidó su arte”. Y hay además algo mejor, más eficaz, mucho más reproducible que una tesis (que, por escuálida que sea, siempre exigirá un mínimo de argumentación): hay “conclusiones”. Los autores prefieren llamarlas “condiciones”, lo que muestra la fe que tienen en su poder explicativo y quizá sólo las vuelva más risibles. Están al final del libro, al alcance de la mano, como un grato cotillón, y van sin escalas del insight anatomopatológico (una de las causas de la vocación prófuga de Salinger habría sido un testículo remiso a bajar, desperfecto que lo habría abochornado toda su vida) a la prístina obviedad (la experiencia de la Segunda Guerra –el desembarco, la batalla de Hurtgen Forest, la entrada en Dachau– habría dejado en el escritor un trauma imborrable), pasando por el determinismo erótico (Salinger, ninfófago célebre, habría contraído el virus nabokovianus de joven, cuando la súper teen Oona O’Neill aprovechó que se iba a la guerra y lo plantó por Charlie Chaplin), el bovarismo salvaje (Salinger se extraditó del mundo real para vivir en el que había inventado, el mundo de la familia Glass, disfuncional y suicida pero infinitamente más glamoroso) o la vulgata sociopsicoliteraria (karma muy norteamericano, la vida de Salinger no tuvo segundo acto: conoció el éxtasis del éxito y se agotó).
El Salinger de Salerno y Shields no es serio, ni inspirado, ni elegante, ni siquiera especialmente asombroso para los standards biográficos americanos, tan exigentes, siempre, a la hora de tasar exhaustividades, primicias y esos coups de théâtre únicos que dan vuelta las vidas como guantes y nos deparan el alivio de saber que vivimos equivocados. Pero si es interesante, si es incluso irresistible –para hablar la jerga de las toxicofilias, el verdadero género que el libro de SS debería reivindicar–, es porque es un objeto básicamente malsano, que actúa con una especie de indolencia psicopática los problemas que debería plantearse y que todas las grandes biografías contemporáneas –del Henry James de Leon Edel al Philip K. Dick de Emmanuel Carrère, pasando por el Wittgenstein de Ray Monk y el Kafka de Reiner Stach– debieron articular de algún modo para ser lo que son. Esos problemas son básicamente dos: cómo leer a la vez una vida y una obra y cómo leer a la vez esa vida y esa obra y la relación que el biógrafo establece con ellas. Si el Salinger de SS los actúa es porque no puede pensarlos, y no puede pensarlos simplemente porque no sabe, no puede, no quiere leerlos. Híbrido de letra, voz e imagen, mosaico de versiones montadas según la lógica del infomercial, el libro de SS es un objeto más para ver que para leer porque es un libro que no lee, que no cree en leer, que no cree que para hacer la biografía de un escritor, aun de un escritor ultra pop como Salinger –icono literario, gurú, excéntrico, freak–, y aun una biografía oral, sigue siendo necesario leer. En ese sentido, el Salinger de SS no es un libro de biógrafos sino de groupies, y ni el más sorprendente de sus hallazgos brilla más que la gema más triste de una vitrina memorabílica. Y es en ese sentido, también, que todo lo que el libro exhuma del caso Salinger suena menos a descubrimiento que a satisfacción y a revancha, como si SS susurraran entre líneas que lo que encontraron husmeando no es más ni menos que lo que Salinger –en tanto que ídolo– les debía –a ellos, en tanto que fans, pero también consumidores, compradores, clientes, usuarios, etc.–. Tal vez ése sea el mérito más singular de este libro, y también el más incómodo: poner en escena a qué se parecerá una existencia artística cuando los encargados de contarla no sean los biógrafos, lectores devotos de signos de vida, sino los fans, raza desinteresada y militante, parcial y exhaustiva, insensible y vengativa, talibanes de la experiencia vicaria que lo saben todo de sus ídolos, que sueñan con dar su vida por ellos, pero nunca gozan tanto –véase Mark Chapman, fan de Lennon pero también de El cazador oculto– como cuando los ajustician.
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