› Por Antonio Skármeta
García Márquez escribió en Latinoamérica con tal alegría de narrar que deslumbró y sedujo a los lectores instantáneamente. Su actitud se asemeja en mucho al temple de ánimo con que escribían los grandes dramaturgos y novelistas del Siglo de Oro español. El mundo era una aventura que debía ser contada, y parte de esa epopeya consistía en enamorarse de la fantasía que contaba la maravilla de la realidad. Para ser un narrador de esa potencia –sin embargo– no había que descreer del mundo ni de su gente, ni sospechar que la “novela ha muerto”, como proclamaban los alquimistas de la época, ni era preciso congelar bajo grado cero la escritura.
Gabo tenía una visión sinfónica de la escritura, en cada párrafo conseguía una sonoridad que lograba el efecto de una danza irresistible. En la autoridad de una voz narrativa así cabía todo: la humilde realidad de un pueblo, la épica de la luchas políticas, los milagros y las alucinaciones, las ascensiones en cuerpo y alma. ¿Por qué habría de llamar la atención de los habitantes de Macondo la aparición de los aviones cuando ellos ya habían volado en alfombras?
García Márquez jugó a piacere con la racionalidad de una época embobada en la técnica y la sobreintelectualización, y llevó la gracia de un mundo rural y ancestral –que no había sido nombrado– a cumbres de emoción y extravagancia. En el trasatlántico de su poderosa voz los náufragos de pequeñas piraguas llegaron al mundo entero.
Fue un maestro que aplicando una exacta proporción de compasión, ternura y humor nos divirtió y emocionó, siempre atento a las accidentadas peripecias de su pueblo.
Y así fue como puso la fantasía de América latina, su elusiva realidad y su profunda poesía en el imaginario universal. Nuestro continente es mucho más grande e insólito desde que él escribió.
Mis condolencias a su esposa Mercedes, a su familia, a sus millones de lectores, a Sudamericana que lanzó en Argentina la primera edición de Cien años de soledad y a su amiga y agente Carmen Balcells.
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