› Por Guillermo Saccomanno
Esta mañana hablaba con un amigo escritor. Comentábamos la muerte inminente de Gabriel García Márquez (le tengo, le tendré siempre demasiado respeto para llamarlo Gabo). “Lo que muchos no le perdonaron nunca –me dijo el amigo– es que escribió mucho y todos sus libros son buenos. Y encima se ganó el Nobel.” Lo que pudo ser una exageración no me lo pareció. Hace unos meses un amigo literario me pasó su obra periodística completa. Al ichinearla tuve la misma sensación que mi amigo con todos sus libros. No había nota que no tuviera su brillo particular, un sello, eso que se llama estilo. Una prosa precisa, diáfana, que no perdía el tiempo en adjetivar al cuete. Después de leer sus notas volví a leer algunos de los comienzos de sus novelas. Todas comienzan imponiendo un silencio y pidiendo que uno se olvide de todo, que esa historia que está por leerse nunca antes fue contada. No muchos escritores saben producir ese milagro. Quizá la primera vez que me alcanzó su efecto fue cuando tenía dieciséis años y vi ese tipo morrudo, de bigotazo, con una campera a cuadros, en la tapa de Primera Plana. Leí lo que se decía de él, un reportaje. Y me apuré a comprar la primera edición de Cien años de soledad. Por entonces pensaba que Faulkner y Hemingway eran únicos. Al leer esa novela comprobé que no. Y que había un equivalente de esas maneras de escribir en nuestra lengua. Mucho se dijo desde entonces del realismo mágico y se le atribuyó su fundación. Siempre me pareció una pavada esa denominación. García Márquez no era sino un realista y lo mágico residía en los hechos en que se fijaba. En una de esas notas sostiene que esa denominación es una pamplina. Las cosas son así en mi continente, dijo. Por ejemplo, una vez en un pueblo de la Patagonia llovió un circo. Primero cayó un payaso, después un león, más tarde el domador, después la ecuyère, y así sucesivamente todo el elenco. El suceso se explicaba por un huracán que había levantado el circo en un pueblo cercano y lo había trasladado. Si mi primera lectura fue la de los dieciséis, una lectura inesperada y a la vez hipnótica, no menos fuerte, la experiencia de lectura a los veinte cuando cursaba Iberoamericana en Letras. El profesor era Noé Jitrik. Ahora la lectura que yo aprendía iba por otro lado, pero no era menos apasionada. Jitrik le imprimía a cada teórico un aura, éramos más que alumnos, un círculo de iniciados adentrándonos en el misterio de una escritura: la escena me recuerda al librero de Cien años de soledad. Desde entonces, los dieciséis, los veinte, creo haber leído casi todos sus relatos y, seguro, se me pierde alguno.
Hace un rato, casi seis de la tarde de este jueves, se termina de confirmar su muerte anunciada. Me llama una amiga, casi llorando. Al toque me llaman de este suplemento, que escriba unas líneas. La verdad, no sé qué contar más allá de estos recuerdos personales, los primeros. No es poco tener recuerdos personales de una escritura. Tal vez lo más atinado sea resumir esta noticia y los sentimientos que me genera en una palabra, una sola palabra, que sólo él supo poner, como nadie, al cerrar una novela. La novela es El coronel no tiene quien le escriba. La palabra es “Mierda”.
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