Dom 20.04.2014
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EL EMPERADOR

› Por Cristian Alarcón

Era uno de esos cumpleaños de la Fundación, hace unos años, en Cartagena. Habíamos pasado el día en debates sobre hacia dónde iba o debía ir el periodismo, sumergidos en esos salones inquisitoriales de los viejos conventos españoles. Me sentía por entonces más cerca del fundamentalismo del papel. Del otro lado jugaban los digitales, gurúes del futuro sin papel a los que desconfiaba como a vendedores de ungüentos mágicos. Como sea, todos estábamos allí porque nos había invitado Gabo, su Fundación, su mafia. Y esa noche terminó, como todas, con una gran cena. Al cabo de la comilona había salido a la calle empedrada a fumar y me había metido en el zaguán de la casona de enfrente. Desde allí los vi, los Gabos abandonaban a sus súbditos.

Primero un negro enjuto descendió de una cuatro por cuatro de proporciones colombianas. Caminó hacia la puerta trasera y de allí bajó un banco de madera pequeño, blanco. Desde el restaurante salieron entre ademanes de despedida Gabriel García Márquez y su esposa, la imponente Mercedes Bacha. A ella los conocidos, amigos, allegados, buena parte del establishment cultural colombiano, le dicen “La Gaba”, y a los dos juntos, “Los Gabos”. Mercedes adelante, Gabo detrás, se desplazaron con la lentitud de los ancianos, hacia el carro. El chofer colocó la banqueta en el ascenso, junto a la puerta, y entonces cada uno de ellos trepó, colocando cuidadosamente el pie en ese escalón a medida, para desaparecer dentro de la fortaleza andante.

Desde mi escondrijo impensado observé como si en ese paso, en ese estribo, hubiera visto algo de una intimidad excesiva, clandestina, de pillaje. La escena me hizo recordar otra, de un libro admirado por el Premio Nobel: El emperador, de su amigo Ryszard Kapuscinski. El cronista polaco cuenta allí la vida del emperador de Etiopía Hallie Selasie. La clave del libro es que el cronista jamás entrevista al emperador y lo rodea hablando con la corte. Uno de los personajes más memorables del libro es el hombre que coloca el almohadón a los pies del emperador. Esa es toda su tarea. Pensé, entonces, en el carácter imperial de los Gabos. Pensé, también, que eran uno solo. Y por eso hoy pienso, no tanto en Gabo, como en La Gaba, en su soledad de cien años.

Cuando lo conocí éramos quince “escuincles” en DF; quince jóvenes periodistas que habíamos tenido la gracia de ser becados por la FNPI para el taller con Kapuscinski, en su regreso a América latina. El clima de la ciudad era de intensidad política; ese fin de semana llegaban los zapatistas desde Chiapas y el subcomandante Marcos con su capucha lo ocupaba todo. No sabíamos que cada mañana García Márquez aparecería a eso de las diez, con sus pantalones a cuadros con la pretina al costado, sus camisas de arabescos, impecable, para sentarse junto al polaco, como un alumno más. Estaba enfermo, se rumoreaba, y cumplía años por esos días: quería a su admirado Kapuscinski en su fiesta. Era un lujo de su consagración. El polaco no tenía ganas de hablar. Gabo era su contraparte perfecta, el taller fue saliendo de las manos de uno y pasando a las de otro. Entre los alumnos había un colombiano que admiraba con fe religiosa al polaco, y que prefería escucharlo a él, no a la verba imparable del caribeño. “Por favor, ésta es una pregunta para el maestro Kapuscinski”, alertaba. Pero contestaba Gabo. Y no contestaba lo que esperaba la platea, golpeaba hacia el lugar donde nadie pensaba que lo haría.

En un salón estrecho nos sentábamos alrededor de una mesa. Ellos dos, en la punta. No sé si por la A de Alarcón, pero me tocaba justo al lado. Y entonces podía escuchar sus comentarios sobre lo que los demás exponían. Cada uno de nosotros debía decir qué nota le había cambiado la vida. Conté el caso de Miguel Bru, compañero de Periodismo en La Plata y desaparecido por la Policía Bonaerense. Confesé que un día, desesperado por sostener el caso en los medios, inventé una noticia: una repartida de volantes en el Día del Estudiante, algo así. Esa noticia falsa salió en este diario. Los editores fueron inocentes. Y en DF, ante mi lengua larga, sobre mí cayeron los puños de los formados en Columbia University: que cómo era posible, que la verdad y la verdad de las verdades. No había entonces una idea global de activismo periodístico. Nada que me justificara. El que salió en mi auxilio fue Gabo. Cuando los demás se desgarraban las vestiduras, él terció en el debate: “Bueno, bueno, bueno, no jodan. A veces una lagrimita no le viene mal a nadie”, dijo, y desató la risa cómplice de su amigo, que aún no era acusado de adornar sus historias por un ex asistente traidor y parásito.

La cronista Patricia Nieto cuenta cómo en un taller de crónicas los abandonó durante todo un día enojado porque una alumna había encendido un grabador en la clase. Y en DF hizo encendidas plegarias contra el uso del artefacto para cualquier entrevista. Aún hoy cuando entrevisto enciendo el grabador con culpa, y no puedo evitar, a pesar de que está quedando todo en la memoria de una máquina, tomar nota de cada palabra, a la velocidad con la que el otro conversa. En el caso de Gabo jura que nunca tomó nota, que siempre corrió a un papel para bajar lo escuchado recién y evitar el olvido. En esas charlas de DF creo que él y el polaco se aburrían un poco de nuestros cuentos. No podía evitar oír sus comentarios por lo bajo, sus bromas, sus chascarrillos. Parecían los viejos de Los Muppets sentados en ese palco en el que se ríen de la vida.

Uno de mis compañeros, un gran periodista colombiano, contó lo difícil que había sido llegar a uno de los jefes de las FARC en la selva. El relato era un tanto moroso. Mucho detalle. Mucha dificultad. Escenas, una tras otra. Al final, un curita les había dicho a los periodistas, “hermanos, para llegar al Mono Jojoy –si era ése el entrevistado– deberán vestirse de monjitas”. Entonces Gabo inclinó la cabeza en el oído de Kapuscinski y le dijo: “No le debe haber costado mucho, nomás mírale las manitos”. El periodista, un rubio de rizos, lampiño y de ojos claros, tenía manos de joyero. Ese era uno de los rasgos más fascinantes de un Premio Nobel caribeño: su capacidad extraordinaria para “mamar gallo”, que es el arte de tomarle el pelo al otro en el instante, con lo poco que su impronta brinda al ojo cínico y clínico de un gozador nato.

Los que han pasado por los talleres de la Fundación García Márquez para un Nuevo Periodismo, como se llama ahora con total justicia, lo saben. Entre los postulados de ese nodo de periodismo narrativo y latino, figuran la ética, claro, y la capacidad para contar historias. Pero está escrito también el carácter que deben tener esas tertulias. Lo llaman “cheveridad”. Esa condición chévere es la que les da la mística a las reuniones de una semana y probablemente sea la que los vuelve además de serios y trascendentes, memorables. Entre todas las fotos que se pueden ver del maestro, la de la lengua afuera quizá sea la que más lo representa: hay un desparpajo en Gabo que inauguró y clausuró una etapa en la literatura de América latina. El boom no hubiera existido sin Cien años de soledad. La puerta de acceso a la literatura universal, la mirada del resto del mundo hacia el relato de estas “colonias” no se hubieran abierto.

En los noventa los escritores que necesitaron pelearse con el patriarca se inventaron una marca para darse aire y existencia: McOndo. Es raro pero muchos de nosotros, los que vinimos luego de esos cincuentones desencantados del ruralismo exótico que les pedían las editoriales gringas para traducirlos y meterlos en el mercado, puede que estemos más cerca de esa propuesta urbana y suburbana que de los artilugios estilísticos del realismo mágico. Ahora, no podemos prescindir de Gabo. Estuvo ahí para darnos un empujón hacia la narrativa. Y lo sigue estando para marcar la chance inmensa y eterna de convertir al periodismo en literatura.

Lo vi por última vez en Cartagena, en otro de esos festejos, organizados siempre por su emperador itinerante, Jaime Abello. Entonces ya no era un hombre con memoria, pero durante toda la cena mamó gallo sin parar. En el aquí y ahora era un lince de observaciones punzantes y provocaciones. Una periodista le preguntaba por su relación con Mercedes, y él contestaba: “Mercedes me pega”. Luego le hablaban de su archienemigo, Mario Vargas Llosa, y él salía con un “¿quién es Vargas Llosa?”. Los comensales querían conversar con él, pero el espacio de su intimidad, el acceso a sus relatos, estaba mediado por La Gaba, que a su lado, agitaba un abanico. Con ese abanico, precioso objeto de colección, La Gaba franqueaba la mirada de uno, la interrogación de otra. Y cuando quisimos que hablaran de su amor, ella se exaltó: “Basta de tanta preguntadera”, dijo e hizo sonar el abanico. Alguien la quiso convencer: “Pero Mercedes, si somos todos familia”. Y la Gaba, sabia, le contestó: “¡Qué familia, ni familia. Los periodistas son todos unos chismosos!”.

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