› Por Marcelo Figueras
Hay gente sobre cuya importancia coinciden todos, tirios y troyanos. En casos como ésos, también suelen coincidir en el modo de homenajearla al morir. Se traen a colación títulos de obras, fechas, premios y polémicas. Si hay suerte, se sugiere algo respecto de la razón profunda de su importancia: por qué el haber hecho equis cosa, en ese momento y de tal modo, supuso la irrupción de algo nuevo, una revolución en escala 1:1. Pero por lo general se apela a una dimensión objetiva de los logros. Lo mensurable. Algo que sería lógico cuando se habla de un ingeniero, pero que pierde tracción cuando la persona es un artista.
Celebrar a un escritor por sus logros equivale a elogiar un libro por su tinta: una flecha que, más que errar a la diana, no entendió nunca que existía un blanco. Porque son pocos los grandes que escriben pensando en cifras de tirada y ediciones, o en la celebridad que conceden los medios. Los grandes escritores escriben por amor. Si hacen malabares con palabras, sentidos y sonidos, es para seducir a alguien de cuya existencia no tienen prueba. Se escribe para enamorar al menos a un lector. (Amor en escala 1:1.) Un ser a quien se imagina tan noble en su razonamiento e infinito en sus facultades, que pescaría al vuelo la intención que animó al escritor, frase tras frase. Narrar implicaría, así (¡al igual que hacemos todos en la vida!), la búsqueda interminable de un socio perfecto.
Por eso García Márquez merece ser celebrado caprichosamente. Porque cuando se recuerda un romance, no se piensa tan sólo en sus conquistas (duración, trayectoria social, cantidad de hijos): lo que uno atesora son momentos, los destellos que se despegan de la inmensidad de la noche. Y al enhebrarlos, lo que se hace no es arqueología sino una (re)escritura de lo que todavía ansiamos, pensando en el futuro que nos queda.
Pienso en un escritor que había sido, y nunca dejó de ser, periodista. Que no consideraba que la realidad era un obstáculo, sino una oportunidad: el suelo sin el cual la semilla muere semilla. García Márquez entendió como nadie la dinámica que lleva a lo real y lo imaginario a retroalimentarse, produciendo un movimiento, dentro de la cabeza del lector, que nunca cesa. (¡El motor ideal!) Cualquiera que conozca Colombia entenderá, además, que García Márquez era un realista en el mismo, amplio sentido que lo fue Fellini.
Pienso en un escritor que tenía tanta necesidad de enamorar, que gastó sus últimas monedas enviando el original de Cien años a una editorial argentina. (Cuando sus amigos Jomi y María, miembros de la Brigada de Apoyo Moral que todo escritor tiene, le regalaban una botella, decía: “Mientras hay whisky, no hay miseria”.)
Pienso que existió aquí una gran editorial –Sudamericana–, que no sólo no temió publicar a un colombiano, sino que además puso en juego el peso de su prestigio para convertirlo en éxito internacional. (Pienso, también, que no hay grandes editoriales sin editores visionarios. Y eso es lo que era Paco Porrúa.)
Pienso que, a fines de los ’60 y comienzos de los ’70, existía aquí una clase media que, lejos de querer linchar a nadie, leía libros desafiantes que además discutía y ayudaba a difundir. (Tantos enamorados perfectos, víctimas de la represión, del tiempo... y de las políticas económicas 1976-2003.)
Pienso que, hasta esa primera edición argentina de 1967, Latinoamérica nos quedaba más lejos que París. Pero que Cien años de soledad nos reveló un atajo.
Pienso que ese libro, volando en formación con otros coetáneos, nos puso en pie de igualdad con el resto del mundo. A partir de entonces, Latinoamérica ya no fue tan solo un subcontinente físico, político, económico, social: también se consolidó como territorio independiente en lo literario.
Pienso que, durante la travesía por el desierto que significó la dictadura, libros como Cien años y El otoño del patriarca fueron maná.
Pienso en la cantidad de vocaciones literarias que García Márquez encendió. Tantos seducidos que devinieron Casanovas, al calor de aquel que se preguntaba, casi ingenuamente, por qué no ser ambiciosos como Faulkner a la hora de narrar.
Pienso en los que le retacean méritos (como le ocurre a Cortázar), describiéndolo como un escritor que sólo vale como puente hacia otros, presuntamente mejores; casi un amor (literario) de adolescencia. Cuando –creo– ésa es más bien una marca de su grandeza. Hay escritores que aun en su genialidad son egoístas. Por el camino de Borges sólo se llega a Borges, el viejo es un huis clos: todo lo que empieza con él, termina con él. Pero hay escritores que son generosos, porque su obra abre puertas donde antes no había sino murallas. Por el camino de Cortázar y García Márquez se llega a Brizuela, a Juan Gabriel Vásquez, a Andrés Neuman, a Samantha Schweblin, si menciono apenas a cuatro de los que podrían formar parte de una larga lista. Uno lee mucha basura en su marcha hacia los grandes: ficción pulp pero también pretenciosa, que olvida de inmediato. Pero cuando lee cosas como “El otro cielo” y Cien años de soledad, ya no las borra de su alma.
Nada lo engrandece más, ante mis ojos, que el cuore del que nunca renegó. García Márquez quería hacer historia, es obvio, y tenía con qué. Pero nunca se le ocurrió que, para consagrarse, debía descartar aquello que lo conmovía. En sus libros, el drama pasa por temas que involucrarían a todo hijo de vecino: el amor, el poder, la codicia, la familia, la violencia, la noción de destino. Ningún lector siente que García Márquez es un ser que habita un plano (físico, intelectual) superior al suyo, y que por ende sabe mejor qué es lo que importa en esta vida. Nunca fue de los que creen que no hay nada más interesante que su Yo. Para García Márquez lo interesante era el Otro, se tratase de un ególatra como el Patriarca o del morador más discreto de Macondo. En este sentido, su estética admite una lectura política. Porque narraba mirando a los ojos de todas sus criaturas, hasta a las más tortuosas, reconociéndoles el derecho elemental de existir y ser oídas.
Cuando uno lee Cien años de soledad se admira –hay mucho arte, ahí, tanto como oficio–, pero también goza. En sus mejores pasajes, García Márquez logra el equilibrio entre la persecución de una bestia novelística nueva (esa búsqueda constante, que lleva a que tanto escritor como lector redibujen sus fronteras) y el principio del placer. Tal vez sea por eso que se lo reconoce a regañadientes. Porque nunca olvidó producir el disfrute de sus lectores. Y el disfrute compartido genera comunidad. Y la comunidad es algo de lo que el poder desconfía. Nada casualmente, la literatura de la que se habla en los medios masivos de este país se parece al sector social que la produce (pero, paradójicamente, apenas la consume): ése al que nada le viene bien. Enfermo de anhedonia, con fobia al deleite. Por eso imagino que las nuevas generaciones, o al menos las futuras, tendrán a García Márquez en mejor estima. Porque, una vez superados los prejuicios (o la impotencia linchadora), encontrarán que Macondo sigue siendo mejor destino que Miami.
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