› Por Susana Cella
“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, dice el narrador de la zaga de los Buendía en la más famosa novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. La frase bien puede abrigar algo más que la historia de ese lugar llamado Macondo. Quizás el núcleo de un proyecto literario: poner nombre a lo que lo reclamaba, contar sucesos en el vasto territorio a través de un diorama de seres y acaeceres. Si alguna vez el escritor peruano Luis Alberto Sánchez, aunque un poco arbitrariamente, pudo escribir en 1933 un ensayo titulado América: novela sin novelistas, García Márquez pareció empeñado en que nadie jamás volviera a hacer afirmación semejante. De ahí que se abocó a indagar la realidad latinoamericana en su particular mixtura cultural, en la vigencia de sus tradiciones populares, en las turbulencias sociales y políticas, plasmando personajes y hechos que desafiaban lo meramente verosímil para dar rienda suelta a los mundos imaginarios atesorados y padecidos por los pobladores del continente fruto de su diaria experiencia.
El gran relato “garciamarquiano” –que sin solución de continuidad incluye no sólo sus novelas y cuentos sino también sus notas periodísticas, sus guiones cinematográficos, sus discursos (aunque se mostrara reacio a éstos) y memorias (Vivir para contarla)– no deja de sostener la importancia de la marca rotunda de algunos episodios biográficos como materia prima para su escritura. Así, por ejemplo, la historia de sus padres, la relación con su abuelo coronel, con la abuela dotada de una sabiduría vital sustentada en historias tradicionales y todo lo que pudo aportarle el pueblo natal de Aracataca (donde nació el 6 de marzo de 1927). Mezclar aquello que provenía de la cultura letrada –que fue adquiriendo por ejemplo en el Grupo de Barranquilla y que incorporó a Cien años...– con la vida cotidiana, sueños y creencias locales, bien pudo cimentar ese término definitivamente asociado a García Márquez: el realismo mágico.
Consigna la historia del arte que tal definición fue utilizada en la plástica por el alemán Franz Roh, y que se conoció en castellano en 1925. Pero más allá de esa acuñación del término en relación con la pintura y de discutible definición respecto de la “magia”, mucho más importa considerar antecedentes americanos como “lo real maravilloso” del cubano Alejo Carpentier, quien ya en 1949 en el prólogo de El reino de este mundo dijera: “¿Pero qué es toda la historia de América latina sino una crónica de lo real maravilloso?”. No exenta de influencias surrealistas (“sólo lo maravilloso es bello”, había afirmado André Breton en su Manifiesto), esta concepción adquiere otros derroteros cuando de servirse de los poderes de la ficción se trata, para “descubrir”, o sea emplazar en los relatos, espacios, personajes y eventos de la historia subcontinental, cifrados en una ecuación que parecería contradictoria, en tanto sostiene simultáneamente la idea de representar la realidad y al mismo tiempo aludir a lo maravilloso como lo que maravilla, valga la repetición, por la inverosimilitud. Es justamente ese desvío de las convenciones del realismo –lo verosímil, lo que no contraría la habitual percepción del mundo exterior– que sirve para escribir la novela “sin novelistas” de América, es decir, para poner en escena una realidad diferenciada de la razón instrumental y de la perspectiva externa, y así mostrar otra lógica, otro modo de interpretar y de actuar, en definitiva otra manera de entender la “realidad” según se va configurando por lo que está y lo que llega, entre lo que se desea y lo que se impone.
Macondo, que ha cumplido la idea de que a veces es la literatura la que influye sobre la realidad y no a la inversa, fue el nombre que dio García Márquez a ese lugar fundado por la palabra como asiento de la particular combinación de hechos “normales” y prodigiosos, lo cual cimentó una poética de la narración altamente seductora capaz de convertirse en una especie de imagen del modo de ser de América latina y de promover epígonos.
No le faltaron justificaciones para tal mirada, que por otro lado cosechó comentarios adversos como el de “neoexotismo”, de una realidad que quedaba embellecida y cuya crudeza se escondía en la mágica presentación, de una América latina for export y hasta de costumbrismo hábilmente trabajado para el mercado. García Márquez pudo sustentar su poética remitiéndose, además de sus conocidas declaraciones sobre la influencia que tuvo su familia y entorno inmediato, a los escritos sobre el continente americano desde los tiempos de la Conquista, de ahí que destacara, igual que Carpentier, el valioso legado, para la literatura, de las Crónicas de Indias y de viajeros europeos contemplando absortos e incrédulos el ámbito americano.
Precisamente, en el inicio de su famoso discurso cuando recibiera en 1982 el Premio Nobel de Literatura, comenzó citando a Antonio Pigafetta, para luego, en un tono que bien se asocia a sus narraciones, encarar en clara intervención política una directa defensa de las aspiraciones emancipadoras de Nuestra América, íntimamente ligadas con las imágenes que la literatura puede vehiculizar: “Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
No dejaba de aludir allí a esa novela que diez años antes le había deparado el Premio Rómulo Gallegos y que, con los ya legendarios avatares de su escritura (su dedicación exclusiva a escribir mientras su esposa Mercedes Barcha se hacía cargo de sostener la casa en medio de dificultades económicas), fue el hito consagratorio de alguien que desde mucho antes de que se publicara en 1967 venía desarrollando, desde los años cuarenta, una sostenida labor literaria y periodística.
Fue Sudamericana de Buenos Aires que asumió el desafío de publicar su novela primordial luego de que fuera rechazada por otras editoriales. En tiempos del boom latinoamericano, tal decisión no era sólo un riesgo asumido sino que respondía a la demanda de nuevas propuestas literarias. La cubierta de entonces, con su fondo blanco y sus etiquetas azules, quedó como emblema de una edición primera que se multiplicaría y tendría millones de lectores. Por esos enlaces que algo tienen que ver con supersticiones del autor, García Márquez no quería visitar el país que lo había lanzado a la fama internacional. Esto no impidió que en Argentina hubiese una cercanía cimentada en algo así como una pasión de lectura que llevó a sucumbir al poder encantatorio de la narración (quizá en verdad éste fuera su mágico realismo) que, luego del encuentro inicial muy probablemente, en la mayoría de los casos con Cien años..., casi demandara seguir, texto tras texto –los posteriores y los anteriores ya con la marca registrada del nombre– sus extensas frases con fuertes imágenes, sus adjetivaciones, sus ritmos, su manejo de los tiempos verbales, sus incitantes títulos (La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, Los funerales de la mamá grande y otros). O sea, pudo desencadenar una historia de amor en la lectura, que como toda historia de amor bien puede tener sus cúspides y sus decepciones, sus fascinaciones y sus enojos ante cada nueva entrega, por ejemplo, considerar que El amor en los tiempos del cólera parecía una reiteración de una aceitada máquina narrativa o reconvenir una novela histórica como El general en su laberinto, o entrar con incertidumbres en Noticias de un secuestro, que recientemente bien pudo recordarse con la difusión de la historia de Pablo Escobar, que en ese libro aparece como personaje.
Después de las iniciales dificultades, la trayectoria de García Márquez estuvo marcada por la abundancia, conoció la felicidad del reconocimiento por las grandes tiradas de sus libros, los premios, la incorporación de sus textos a la escuela o las versiones cinematográficas (en particular El coronel no tiene quien le escriba) como por continuos homenajes, entre ellos los que confluyeron en 2007: los ochenta años de vida y los cuarenta de Cien años..., cuyo primer capítulo grabó muy tempranamente en un disco. Pero más que los reportajes, las cuantiosas fotos y films exhibiéndolo en sus declaraciones literarias y políticas, hoy, cuando cesan inclusive sus admoniciones a los periodistas que recababan información sobre su salud frente al hospital, y cuando el recuento de apologías y rechazos a sus tomas de posición y a su obra quedan como testimonio de la relevancia adquirida, revisitar o visitar sus libros depara el feliz encuentro con una escritura fulgurante, que sigue deslumbrando. Valga citar además de la muy celebrada novela El coronel no tiene quien le escriba otra menos comentada y sin embargo genialmente escrita, El otoño del Patriarca, respecto de la que en una entrevista Gabo declaró: “Te diré que, de todos mis libros, es el que más me interesa”.
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