UNA ACTRIZ ELIGE SU PELíCULA FAVORITA, ANALíA COUCEYRO Y “EL MERCADER DE LAS CUATRO ESTACIONES”, DE RAINER WERNER FASSBINDER
› Por Analía Couceyro
En 1989, a los catorce años, empecé a estudiar alemán en el Instituto Goethe. Y justo ese año, se formo ahí un grupo de teatro para practicar el idioma. Fue la primera vez que me subí a un escenario, y no me bajé nunca más. Durante todos estos años, viajé varias veces a Alemania, a estudiar, a trabajar y vi siempre mucho teatro y cine en esos viajes. Un poco por casualidad, el idioma me hizo conocer una cultura y un modo de actuar, que terminaron siendo muy influyentes en mis gustos y tendencias.
Me acuerdo muy bien del aula, de la profesora, de ese primer año en el Goethe ¡justo el año de la caída del Muro! En el aula había afiches de personalidades de la cultura alemana, Goethe, Brecht y en uno estaba Fassbinder –sonriendo de costado, pícaro– y con un chopp gigante de cerveza en la mano. Ese poster me hipnotizaba.
Unos años después vi por primera vez una película de Fassbinder. En realidad fueron varias, muchas seguidas, en una retrospectiva en la Lugones. Y la hipnosis del afiche siguió... Quedé fascinada, como cuando vi por primera vez a Casavettes, una sensación parecida. Películas baratas, teatrales y hechas entre amigos, caseras. Mucho melodrama, historias tristes, artificiales y extraordinariamente actuadas. Fassbinder hacía actuar a su madre, a sus amigos, amantes, era, además, un adicto capaz de hacer cinco películas en un año.
Soy fan del Sr. Rainer en su totalidad, de todas sus épocas, pero si tengo que hablar de una película en particular, hablaría de El mercader de las cuatro estaciones. Hans es un hombre bajito casado con una mujer muy alta que vende frutas en los patios internos de los edificios, con un carro. Y, como todos los personajes de Fassbinder, se siente fracasado, sufre y bebe. Estuvo en la Legión extranjera, fue policía y perdió su trabajo por entregarse a una prostituta detenida, tiene una familia burguesa que lo desprecia, es un hombre que desea que su vida hubiera sido distinta de lo que fue. Bebe y llora por su puesto perdido de policía, que le daba status social y por su “gran amor”, también perdido.
Igual que el negro de La angustia corroe el alma, Hans sabe que no puede beber más, que si vuelve a emborracharse morirá. Entonces, aun cuando mejora su situación económica, Hans sabe que el vacío de su vida lo encierra y que es prescindible. Teatralmente se sienta a la mesa del bar con su mujer y amigos y bebe, un vasito de schnaps por cada desazón, recuerda su oportunidad de morir en la Legión y, entre las miradas azoradas y una multitud de vasitos, cae redondo, muerto.
Fassbinder, admirador de Douglas Sirk, había decidido hacer melodramas, quería seguir las convenciones del género, pero su origen teatral, su distanciamiento formal, le dan un toque personal y artificial, todos actúan en sus películas de forma creyente, pero falsa. Toda la película es excedida, los decorados, con sus cuadros religiosos y kitsch, los zooms para llegar a las lágrimas de vaselina de la esposa o al peinado exótico de la hermana intelectual –actrices taaan Fassbinder como Irm Hermann o Hanna Shygulla–. Su troupe inseparable de actrices y actores deambulan como espectros también hipnotizados, las muertes, los desmayos, las lágrimas, son falsas, pero están defendidas a ultranza con una intensidad enorme.
Cada lustro, más o menos, la Lugones repite la retrospectiva, ahora con copias restauradas. Es un viaje imperdible.
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