Dom 27.04.2014
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LA LECTORA DE UNGARETTI

› Por Guillermo Saccomanno

Aunque se encuentra en el frente de la Gran Guerra, el joven Ungaretti no deja de darle vueltas a cada uno de sus poemas. Escribe y reescribe cada verso mientras la masacre lo rodea. Cuando camina balbucea, habla solo: está corrigiendo mentalmente. Tres, cuatro versiones de un mismo poema. Una noche, enterrado en el barro de la trinchera, junto al cadáver de un compañero, escribe: “No me sentí nunca/ tan pegado a la vida”. “Este no es un tiempo wagneriano”, opina en una carta a un amigo. Más que la efusión operística, le importa la elementalidad, la síntesis. Empieza a internarse en el conocimiento de la poesía oriental. Y en su simpleza cree encontrar una brújula en esa escritura que, distante del hermetismo, lo que procura es una claridad que exprese una búsqueda existencial. “Me ilumino de inmensidad”, escribe este poeta que se declara un hombre de pena. “La muerte se paga/ viviendo”, escribe.

Experiencia límite y también absurda la guerra. Al remitir justamente a lo absurdo, define la vida por su antítesis. Es decir, la oscuridad que permite apreciar la luz. Así lo entiende Delfina Estrada en su nueva serie de grabados a tinta, una técnica que data de la gráfica de Durero. Hace unos años la artista se consagraba a reflejar el paisaje de su infancia: el Tigre. Un trazo fino, de una sensibilidad delicada, la emparentaba, por qué no, con Hiroshige. Estrada se sintió más tarde atraída por ruinas y naufragios. Entonces leyó los estremecedores poemas de Gustavo Rosendi, ex combatiente de Malvinas. Empezaron a imantarla el paisaje devastado por la guerra, los restos de proyectiles, los cacharros en el viento, las marcas en la tierra. Su sensibilidad se agravó cuando, a partir de la poesía de Ungaretti, se mandó con esa guerra ocurrida dos años antes de su nacimiento. El libro de su poesía reunida se instaló en su mesa de luz. Y no sólo: iba con el libro a todas partes, se acuerda. A partir de aquí surgieron sus grabados actuales, grabados de aguafuerte y aguatinta. En esta técnica se utilizan chapas matrices de metal. Hierro, en el caso de Estrada. Luego se barnizan las placas y se dibujan con herramientas punzantes. Después se sumergen en cubetas de ácido nítrico y el ácido hace las incisiones en donde está retirado el barniz. Se limpian, se entintan, se colocan en la prensa con un papel húmedo encima y con la presión queda el dibujo en el papel. Entonces los blancos apenas surcados por un hilo de tinta se transforman, en su densidad, en un dibujo deliberadamente más espeso, casi una pincelada.

Uno podría preguntarse acerca del sentido de estas imágenes que merodean la abstracción: recortes, fragmentos, visiones como esquirlas. La respuesta tal vez se encuentra en el título (proveniente del I Ching) que Estrada le pone a su muestra: “Una luz brilla y lo oscuro se vuelve dócil”. Esa luz tenue ilumina un trozo de piel de cordero con la que un colimba pudo haber buscado abrigo en el barro y la nieve de la trinchera. Y una trinchera puede ser también uno de sus dibujos. Pero además habría que detenerse en otros: “Océano” y “Con el mar me hago un ataúd de frescura”, en cuya turbulencia parecen asomar submarinos como féretros, lo que puede asociarse con el hundimiento del Belgrano. Esto sin pasar por alto “Pozo de mina” y, como no podía ser eludido, el aura de Cándido López, el artista de la Guerra del Paraguay, proyectándose en “Campo de batalla”. Hay una pregunta que queda picando al ver una y otra vez estos grabados que esquivan la grandilocuencia ya desde la elección del formato acotado. Cada obra adquiere un sentido nuevo si se escucha la resonancia de Ungaretti: esa luz que brilla para darle formas a lo oscuro. Nada casual entonces que la hoja volante que acompaña la muestra reproduzca uno de sus poemas, “Vanidad”. “De improviso/ está, alto/ sobre las ruinas/ el límpido/ estupor/ de la inmensidad, / Y el hombre/ encorvado/ sobre el agua/ sorprendida/ por el sol/ se descubre/ una sombra/ Mecida/ y lentamente/ rota.” Estos versos los escribió Ungaretti en Vallone, el 19 de agosto de 1917, alistado y en combate. A través del tiempo y el espacio, ahora los versos les dan un sentido subterráneo a estos grabados de Estrada (se exponen hasta el 3 de mayo en la Galería Ruby, Céspedes 3065) que, si un objetivo persiguen, es “el límpido estupor de la inmensidad”, ese que la guerra vuelve negrura.

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