Dom 27.04.2014
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LOS DÍAS CONTADOS

Eduardo Jozami fue puesto en prisión unos meses antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976 y permaneció recluido durante toda la dictadura y fue liberado finalmente en 1983. Si bien dio numerosos testimonios públicos al respecto, nunca había escrito una obra acerca del tema y su experiencia. Más de treinta años después llegó el momento de un libro que, según asegura en esta entrevista, siempre estuvo latente en su interior, siempre tuvo la convicción de que iba a hacerlo. Crónica, testimonio, crítica política y anecdotario ejemplar, 2922 días. Memorias de un preso de la dictadura es un libro tan personal como generacional, básicamente una honda reflexión sobre militancia, experiencia e historia a cargo del hombre que después de tantos años cautivo, hoy es el director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en lo que fuera el centro clandestino de la ex ESMA.

› Por María Moreno

El título del nuevo libro de Eduardo Jozami, 2922 días, retoma la política del número con que Rodolfo Walsh, en Carta a Vicki, registraba los 26 años que su hija cumplía el día de su muerte, los 150 fap emplazados en el cerco alrededor de ella y sus compañeros, el resultado del operativo del coronel Roualdes: cinco cadáveres y una niña viva de 1 año. El número como fuerza retórica, denunciando la desproporción de una lucha sin necesidad de las palabras. 2922 fueron los días que Eduardo Jozami pasó en prisión. No hubiera sido lo mismo poner ocho años, un número que evoca la infancia o que se presta a las rimas jocosas. El subtítulo queda redundante en su precisión: “Memorias de un preso de la dictadura”. El libro, por donde se pasea la sombra de Gramsci, incluye la crítica política, el anecdotario ejemplar, el detalle de las contradicciones de un intelectual en crisis con su organización que debe aprender en la cárcel los silencios necesarios ante la presencia de un enemigo común, pero también que puede aprovechar esas horas muertas en leer y escribir, como ya lo habían hecho desde el Marqués de Sade a José Mármol.

–Yo nunca quise plantear una ruptura estando dentro de la cárcel. Me parecía que era mucho más lo que se perdía en términos de convivencia con los compañeros y de necesidad de unidad ante el enemigo (aunque esto suene muy retórico, pero en esa época era así). Había una racionalidad especial en el militante. Por eso es interesante la discusión de Walsh con Montoneros, en la que plantea la derrota pero no dice que hay que abandonar sino que hay que buscar las formas adecuadas a esa época de derrota y de fracaso de los aparatos. La nuestra, la de los presos políticos, era una actitud de espera. En esa espera me dediqué a la lectura y a la escritura. Lecturas de ficción y escrituras no siempre políticas. Porque al principio uno piensa que si los presos hacen un documento va a haber una incidencia afuera.

¿Pero en el caso de un dirigente preso?

–Sí, si ese dirigente es el líder indiscutible de un grupo. Fijate el caso de Gramsci. Gramsci tuvo una incidencia política tremenda, pero no tanto en la coyuntura inmediata. Es más el legado de su pensamiento lo que pesa. Cuando él estaba en la cárcel a veces no seguían sus indicaciones, otras él no debería estar del todo de acuerdo con lo que hacían sus compañeros, y quizá ni siquiera estuviera tan informado. Y como yo no era Gramsci, aunque el modelo me gustara, no me planteaba que lo que pudiera hacer desde adentro pudiera tener alguna incidencia.

Jozami cultiva esa prosa apolínea de los intelectuales políticos, como si el duelo hubiera alcanzado a la lengua en que se desfiguró el sentido de la palabra “desaparecido” pero, por momentos,

un sueño o un episodio semicómico le zafan el estilo hacia una retórica rica en hallazgos estéticos imposibles en las declaraciones de juzgado o las arengas de barricada. Una huelga de hambre es el pretexto para contar un sueño en donde unas doncellas edénicas le arrojan jugo de naranja sobre el rostro desde unos árboles de paraíso, mientras su rostro real jadeaba de sed en una celda de castigo. Un dolor de muelas le hace filosofar sobre el dolor luego de haber aprendido a dominarlo como un yogui, reconociendo las impasses entre el umbral de lo intolerable y la atonía que le sucede. La extracción de esa misma muela sin anestesia le hace evocar un cuento de Chejov donde la situación era parecida pero hay un litro de vodka de por medio. Ya es un escritor.

LEER CUANDO EL TIEMPO NO PASA

El preso Jozami no era contrahecho ni bajito como Gramsci, ni usaba esos anteojos redondos secuestrados luego por el glam John Lennon. Tampoco se parecía al profesor Sinigaglia de Il Compagni, que mientras se peleaba con los rompehuelgas proponía a gritos que había que hacerlos razonar, convencerlos mientras les daba un garrotazo. Su gestalt física es más de comando palestino o actor en La batalla de Argelia (en la historia y en la película), aunque es más fácil imaginarlo como al monje Thomas Merton que escribía en una celda cuyo único adorno era el parasol de su maestro Zuzuki bajo la luz de la lámpara de todos los ermitaños: la Colman. Sólo que Jozami leía y escribía bajo una bombita desnuda de prisión, con una bic sin pretensiones comprada en la cantina de la cárcel.

–Preso hay que sostenerse y pensar que no se está perdiendo el tiempo. Y la manera más razonable que yo encontré de no perder el tiempo fue leer y escribir, pero sobre todo darle a eso una formalidad. Una disciplina. Por ejemplo decía “a esta novela tengo que terminarla mañana”. Y si de pronto me había entretenido hablando con el de la celda de al lado y no había leído, lo sentía como una falta. “Vos no cumplís con lo que tenés que hacer”, me decía. Era medio ridículo en ese espacio.

Eso suena a sacerdotal. A San Ignacio y sus ejercicios espirituales. Pero además era una forma de resistencia. De ese modo la disciplina no venía de la cárcel. Vos eras tu propio amo.

–Le daba a cada cosa que hacía una importancia muy grande. Incluso me pasaba del otro lado. Cuando leí La montaña mágica y le escribí a Lila, mi mujer, las cosas que se me ocurrían, ella me contestó: “Sí, la leí cuando era joven pero ahora pienso que sólo un preso la puede leer”.

¿Y qué cosas se te ocurrían?

–Que yo no estaba lejos del tipo humano de Settembrini, que es un racionalista y al mismo tiempo un romántico, aun cuando pronuncia esa frase tan categórica “la música es políticamente sospechosa”, que me parecía inaceptable porque algo me decía que en eso sospechoso e irracional estaba el valor de la música. Muchos años después supe que muchos críticos pensaban que su interlocutor, Naphta, estaba basado en la figura de Lukács. Todo el debate europeo de la época estaba en esa novela en donde el tipo a convencer era Hans Castorp, un representante de la nueva generación. Recuerdo que le escribí a Lila que me parecían limitadas las ideas de Naphta y Settembrini, porque en la historia ya había alternativas, como lo había sido la Revolución de Octubre. Claro que cuando me mandaban al calabozo estas ideas se me iban rápidamente. O si no solía pensar: “No estoy tan mal”. Claro que yo era una persona para la que la lectura fue siempre importante.

Había algo de estudiar en donde podías. Como Sor Juana, cuando le prohibieron leer y entonces escribió que si no podía estudiar en libros podía estudiar en todas las cosas de Dios. Decía que había descubierto “secretos naturales” guisando: un huevo se unía y se freía en la manteca o aceite y, por el contrario, se deshacía en el almíbar.

–Es que estando preso, aunque Sor Juana no estaba presa pero sí en algo semejante en cuanto a encierro, una orden religiosa, vos descubrís lo que es la literatura porque la experiencia vital que tenés es muy pobre. Y la literatura te muestra todas las vidas posibles. En las cárceles en donde estuve, el criterio de admisión de libros era arbitrario. En Caseros, por ejemplo, no dejaron entrar un libro de Borges y sí uno de Gramsci. En La montaña mágica lo que me impresionó primero fue que la sensación que describía Thomas Mann en el sanatorio era parecida a la de la cárcel. La de que el tiempo no pasa nunca, como si hubiera tiempo para todo pero, si uno analizara su último año de vida, es de un vacío absoluto. Yo era el bibliotecario. Recuerdo que tenía un compañero que, le diera el libro que le diera, me lo devolvía al día siguiente. Un día le di La montaña mágica para ver qué hacía, pero igual me lo devolvió al día siguiente. Se había pasado la noche sin dormir, seguro. El leía como quien pasa una prueba y se dispone a enfrentarse a otra. Recuerdo también que cuando salía al patio todos se me acercaban y me hablaban no tanto de política como de los libros que leían. No solamente me venían a pedir. De repente un flaco me decía: “Estuve leyendo Luz de agosto de Faulkner”. Llegué a pensar: “Pero qué nivel tienen estos muchachos”. Hasta que un compañero me bajó a tierra: “Gil, te hablan de libros porque sos el bibliotecario”.

DOS ENCIERROS: CORRESPONDENCIA

Lila Pastoriza, esposa de Eduardo Jozami, militante histórica de Montoneros, quizás una de las más lúcidas analistas de su experiencia como sobreviviente de un campo de concentración y memoriosa testigo en los juicios de lesa humanidad en la Argentina, brillante periodista e investigadora, fue secuestrada en junio de 1977. Para suicidarse se tomó la pastilla de cianuro con que su organización preservaba al más alto precio su seguridad. En un lugar llamado “escuela” (ESMA) lo primero que aprendió es que, donde la mayoría son asesinados, la muerte por mano propia es imperdonable. Fue resucitada a fuerza de vomitivos y antídotos. A Eduardo Jozami, que solía recibir cartas en donde la retórica amorosa convivía con noticias en clave (a la orga se la llamaba “la empresa”), un mes de silencio lo llenó de zozobra. Hasta que durante una visita leyó en los rostros de su madre y de su suegra lo que no necesitaba palabras. Volvió a su celda pensando que Lila no sobreviviría. Muchos años después, en México, alguien le contó que se había golpeado una y otra vez la cabeza contra la pared. Pero él no lo cree. Sospecha que nunca se hubiera permitido un gesto tan expresionista.

–La cárcel puede ser tan dura como un centro clandestino. Se mataba gente en la cárcel, como pasó con Dardo Cabo y Rufino Pirles durante un traslado. Se torturaba gente en la cárcel. Pero en la cotidianidad las reglas estaban clarísimas. A los tres meses del secuestro de Lila, me llamó el jefe de seguridad del penal y me entregó una carta de ella. Le dije que cómo podía ser si mi mujer estaba secuestrada. Me contestó que sabía tanto como yo. Luego vino a mi celda el jefe de correspondencia y me dijo como ofendido: “A esa carta no la traje yo”. En la cárcel había un orden que los tipos querían sostener, cuando en el campo clandestino no había ninguna regla: te podían torturar y después llevarte a pasear. Que llegara una carta desde un campo de concentración para algunos compañeros era inaceptable. En todo ese proceso lo que me guió fue la confianza en Lila.

Walsh es uno de los pocos que no suscriben a eso de que la tortura se aguanta.

–En algún momento pensé que la tortura se aguantaba y me arrepiento de haberlo pensado, pero eso me daba confianza en Lila. Hoy pienso que cualquier condena a una persona que dio un nombre en la tortura me parece inaceptable, pero tampoco en aquel tiempo decía a priori: “Esto no se puede resistir”. Uno abría una cuota de esperanza, de “ojalá salga de esto lo mejor posible”. Y lo mejor posible es con la menor cantidad de cosas para criticarse. A mí me secuestraron en 1972 y me torturaron mucho, y cuando salí de ahí, salí cantando “Gracias a la vida”, la versión de Violeta Parra, que era la música de fondo durante la tortura. Un analista se hace un picnic. En la carta, Lila citaba “Gracias a la vida”. Era su modo de decirme que había sido torturada y luego algo así como “cuando nos encontremos no tendremos nada que reprocharnos”. Quizá no fuera tan directo pero ése era claramente el sentido de lo que me decía. No era una carta militante porque no hubiera podido salir. A lo sumo había algunas frases: “Es una situación muy compleja”, “Voy a tratar de ubicarme”. Tenía la cuota de lo que los tipos podían dejar pasar, pero al mismo tiempo había dos o tres códigos que para mí eran clarísimos. No bien abrí la carta con un cierto temor de que hubiera cambiado, reconocí totalmente a Lila.

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En la ESMA, un grupo de prisioneros, la mayoría de ellos cuadros notables de sus organizaciones o parientes de celebridades heroicas de la lucha armada, algunos de gran habilidad retórica y/o expertos estrategas, fueron abocados por los marinos, en el marco del proyecto político del almirante Massera y del enfrentamiento con otras armas, como Ejército y Aeronáutica, a tareas de archivo, análisis de coyuntura, elaboración de documentos y diversos informes de uso interno. Este grupo simuló una colaboración que fue fundamental para aumentar el número de sobrevivientes. A raíz de los privilegios obtenidos los integrantes del staff de la ESMA pudieron fortificar sus estrategias en común, que ya venían armando por entre las fisuras del poder en el campo, acordando que su tarea no afectaría a personas ni a organizaciones populares, permitiría ampliar el grupo incluyendo a la mayor cantidad de prisioneros posible, instruir a los recién llegados en aquellas acciones que disminuían el riesgos de ser trasladados, orientar sus análisis de manera que su interpretación implicara menos riesgos para el campo popular y, logrado el objetivo de la supervivencia, denunciar ante los organismos internacionales.

Fueron liberados en 1979. Entre ellos estaba Lila Pastoriza.

–Cuando yo me reencuentro con Lila en México tenía una enorme ansiedad por saber lo que había pasado, pero al mismo tiempo me cuestionaba porque podía parecer que intentaba hacerle algún reproche.

O un interrogatorio, el género del enemigo. ¿Hay preguntas que no se le hacen a un sobreviviente?

–Sí, hay preguntas que uno no le hace a un sobreviviente. Es más lo que no le pregunta que lo que ya sabe o puede deducir. Lila era una militante muy formada. El grupo que armaron dentro de la ESMA tenía como límite no cambiar su vida por la de otro. Y eso a veces se puede hacer y otras no. Esa era mi preocupación. Este grupo era muy diferente de otro en donde ex montoneros dieron nombres e informaciones y hubo casos (pocos), que se identificaron con la “lucha antisubversiva”. Yo nunca volví a ser el mismo en la cárcel después de lo que pasó con Lila. Llegaron a traerla para que se despidiera de mí, custodiada por dos represores disfrazados de ejecutivos, antes de que le permitieran irse del país. Yo estaba contentísimo de que se hubiera salvado, pero también fue la toma de conciencia de que nos habían hecho pelota. Porque perdonar sólo lo hacen los vencedores. Y una de las cosas que más me joden es llegar a sentir agradecimiento hacia los que le perdonaron la vida pero la torturaron, como a miles de compañeros a los que luego desaparecieron. Eso está mejor dicho en el libro.

¿Cuál fue la actitud de tus compañeros?

–Había dos actitudes: estaban los amigos que un poco por apoyarme a mí y otro poco porque yo les mostraba las cartas de Lila (llegaron otras después de la primera), estaban más dispuestos a concederle un cierto crédito, y estaban los que no. Para nosotros había una sola forma de colaboración, que es la que habíamos vivido ahí adentro: tipos que se pasaron de bando y decían “éste tiene que ir al pabellón uno”; “éste hay que mandarlo a los chanchos”. Tampoco podía pretender que todos entendieran esto, porque lo que yo estaba haciendo era una cosa de apuesta. “Yo creo que esto es así, yo quiero que esto sea sí.” Una vez me dijo el que era responsable del pabellón: “Empezá a pensar que tu mujer esté colaborando”. “Yo no rechazo ninguna posibilidad, pero la verdad es que le tengo mucha confianza a Lila”, le contesté. El momento más duro no es cuando vos estás más en peligro sino cuando estás más confundido. Y yo vivía una contradicción que no podía resolver. Cada vez tenía más confianza en Lila y cada vez me explicaba menos lo que pasaba.

CULO O MUERTE

Bajo el axioma guevarista de “la revolución no necesita peluqueros”, las izquierdas revolucionarias eran homofóbicas. A menudo concebían la homosexualidad como problema de seguridad interna. El nomadismo gay, sus nocturnidades confidenciales y el gusto por el chongo (léase lumpen) hacían que “promiscuidad” y delación se asociaran estrechamente y convertían al Molina de El beso de la mujer araña de Manuel Puig en una figura redentora, al pasar de “soplón” a militante. Una de las disciplinas de la cárcel era hacerles “abrir de cachas” a los presos políticos. El argumento era utilitario: allí podían ocultar “caramelos”, esas miniaturas carcelarias en donde papelitos doblados hasta su mínima dimensión solían ocultar mensajes clandestinos en letra de grano de arroz.

Tres presos políticos decidieron oponer resistencia a lo que consideraban una vejación. Fueron mandados a los calabozos de castigo en donde, de encierro a encierro, se complotaron para hacer una huelga de hambre “seca”.

Podrían haber dicho “culo o muerte”.

–Lo más criticable del episodio fue la irresponsabilidad con que nos expusimos a terminar muertos. En mayo de 1976 no había condiciones para que el hecho tuviera publicidad, alguna repercusión. Habían matado a un preso en Córdoba estaqueándolo, otros habían sido asesinados. Miles eran secuestrados y desaparecidos. Y cuando se nos levantó la sanción, nosotros estábamos chochos por haber preservado nuestros culos.

¿Fue un azar que no saliera mal?

–En la cárcel no mataban a nadie si no tenían orden de matarlo. Si estabas enfermo te llevaban a la enfermería y te curaban. En Devoto no hubo episodios de asesinato como hubo en La Plata. El director debe haber pensado “es importante que esta gente coma porque se me va a morir a mí y voy a ser responsable”. En ese sentido tuvimos suerte, pero nosotros no teníamos ninguna seguridad. Fue un límite. A partir de ahí empezamos a pensar en las cosas que no se podían hacer en la cárcel.

Si se morían hubiera sido un acto de heroísmo un tanto tragicómico.

–La homosexualidad era un tema tabú. Cuando alguien me dijo de otro compañero “el rubio es puto” me sorprendí por dos cosas. Primero porque es una actitud de mierda pero sobre todo porque no se hablaba de eso.

Pero hablaban de sexo.

–Había una cosa idealizada con las compañeras, un temor muy grande de que no aguantaran más y nos dejaran. En la cárcel, la homosexualidad era una de las cosas malas que a vos te podían pasar, y la locura era la otra. Porque liquidarte no era solamente matarte sino transformarte en otro. Había cierta incompatibilidad entre la militancia y la homosexualidad. A ese versito “no somos putos, no somos faloperos, somos soldados de Far y Montoneros” nunca lo canté, pero para nosotros su sentido era responder a los dichos de la derecha peronista.

Sin embargo hubo cuadros importantes que eran gays. ¿Se hacía la vista gorda?

–No había nada frente a lo que hacer la vista gorda. Estaba muy internalizado y no se veía. En la cárcel no había una actitud homofóbica: simplemente, no se hablaba del tema. Nosotros teníamos con los homosexuales las prevenciones que tenía en general la izquierda en esos años. Una vez en Devoto nos metieron en el pabellón a dos presos comunes que eran pareja. Enseguida vimos que tenían muy buena relación con los celadores y pensamos que eran buchones, porque estaba prohibido que se nos juntara con los comunes. Pero en el fondo debía de haber el supuesto de que los homosexuales eran proclives a la colaboración.

Años después, durante unas Jornadas sobre Diversidad organizadas por el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti que dirige, Jozami escuchó el coming out de un compañero de militancia y empezó a comprender las implicancias políticas del deseo que hoy sí osa decir su nombre.

HASTA LA FICCION, SIEMPRE

Jozami ha señalado a menudo las diferencias entre la estructura carcelaria y la del campo, pero también las excepciones que acercaban la estructura de la cárcel a la del campo.

Nico Rost había escrito en su libro Goethe en Dachau: “Leer todavía más, estudiar aún más y con mayor intensidad ¡aprovechar cada minuto libre! Literatura clásica como sucedáneo de los paquetes de la Cruz Roja”. Otro sobreviviente, Jean Améry, se indignó. Para él no podía ponerse el concepto histórico, geográfico y político del campo con el de espíritu.

En la ESMA a veces los prisioneros accedían a los libros secuestrados. Una suerte de best seller era La orquesta roja, que narraba la historia de Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis que fingió colaborar con ellos mientras preservaba su causa, libro que por sus características podría considerarse en ese espacio como de autoayuda. Juan Gasparini, sobreviviente de la ESMA, no lo cuenta, pero sí algunos de sus compañeros. Exageró tanto su identificación a Trepper que ya contaba el final exitoso del simulador ficticio como propio y llegó a actuar ante Jorge “Tigre” Acosta, mandamás de la ESMA, una inverosímil prueba de regeneración. Desgraciadamente, la librería de la ESMA era común a cautivos y represores. “Déjese de simular, Gasparini; yo también leí La orquesta roja”, lo increpó el Tigre.

Había entre los montoneros una cierta mística antiintelectual.

–No en la cárcel, aunque como te conté no había tantos amantes de los libros como yo pensaba. Otra cosa es el tema de la escritura. A mí la cárcel me dio algo: escribir pasó a ser lo principal. Entonces empecé a tener una cierta disciplina para escribir que nunca había tenido, porque yo era excesivamente político y eso me llevaba a la palabra oral. Había sido delegado estudiantil en la Facultad de Derecho, dirigente sindical, lugares donde hablaba durante las asambleas, daba algunos discursos y por ahí escribía un articulito. Y era sobre todo un lector de las ciencias sociales. Estuve dos años en la cárcel de La Plata, en donde no podían entrar más que libros de ficción, lo cual me vino bárbaro porque hice una formación básica de los clásicos. En un período me tomé en serio el ajedrez. Tenía un compañero que era de primera categoría en San Luis, que no era lo mismo que ser de primera categoría en Moscú pero algo era. Nos enseñaba aperturas y finales y empecé a pedir libros de ajedrez. Pero también tenía esa idea de que yo tenía tareas que cumplir en la cárcel. Entonces en un momento me pareció una frivolidad, porque me preguntaba ¿acaso voy a dedicar mi vida al ajedrez? ¿Por qué no utilizo ese tiempo del ajedrez en leer y escribir sobre las cosas en las que voy a seguir trabajando cuando esté en libertad?

Parece una cita de Operación Masacre, en donde el ajedrez es lo que el narrador deja para comenzar su investigación a modo de bautismo político. Dice algo así como que estaba en el bar en donde se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, sobre todo de la apertura siciliana. Después dice esa frase terrible pero ya irónica: “Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”.

–Puede ser, en todo caso debe haber sido una influencia inconsciente. También podría haber pensado: “Qué bueno que encontré el ajedrez, que es una cosa buena para entretenerse”. Y mi historia con el ajedrez termina cuando un médico me dio el remedio equivocado. Necesitaba algo para el estómago y me entregó una pastilla fuertísima, como un narcótico. Me acuerdo de que yo jugaba con un pibe al que siempre le ganaba, un principiante, y me ganó cuatro partidos seguidos. Lo que más me sorprendió es que yo que soy bastante competitivo, estaba encantado. No me importaba. Me estaba pasando a la escritura.

¿Nostalgia de la cárcel? Es una pregunta siniestra, pero en muchos presos políticos noté la nostalgia de una comunidad masculina descripta casi en términos proustianos.

–Yo tomo mate y me siento en la cárcel. Me voy a dormir y digo: “Me vuelvo a mi celda”. Hay una cosa que a Lila le causa mucha gracia: siempre cuento “Cuando llegué a Rawson” o “Me fui de La Plata” y parece que me refiero a un viaje de placer. Supongo que es una reacción para creer que en todo momento uno sigue manejando su vida, pero también contribuye a una idea menos trágica de lo que pasó.

Vos en el libro citás a Primo Levi: sobrevivir para dar testimonio. También sugerís que vivías la experiencia de la cárcel con la conciencia de que ibas a escribir y entonces era como si estuvieras “actuando” para poder escribir la escena después. No recuerdo qué escritor decía que no quería recibir a un periodista porque después tendría que registrarlo en su diario.

–Yo digo en el prólogo que ya declaré en los juicios, lo cual no quiere decir que no esté dispuesto a declarar de nuevo si hace falta. En 2922 es otra cosa. Me tomo ciertas libertades, en cambio en los juicios traté de ser lo más conciso posible en cuanto a aportar pruebas para una condena. Uno se siente escritor cuando, al ver una cosa, piensa cómo la escribiría. Y a eso lo desarrollé en la cárcel. Yo antes no lo pensaba. Si había un hecho excepcional y tenía un costado político, daba pie para una denuncia, una movilización, una protesta, a todo lo podía expresar oralmente. En la cárcel empecé mandando en las cartas críticas de los libros que leía y en un momento me di cuenta de que elegía los libros en función de la crítica que iba a hacer. No era que leyera un libro y si me gustaba me daba ganas de criticarlo. Ahora me siento mucho más un escritor, independientemente de que sigo haciendo política.

¿No imaginás un pase a la ficción?

–En otra vida.

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